viernes, 19 de noviembre de 2021

Rosaura a las diez (1958)


Pensando en títulos con nombres de mujer, me llegan primero Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), Laura (Otto Preminger, 1944) y Jennie (Portrait of Jennie, William Dieterle, 1948), tres películas que enlazan con Rosaura a las diez (1958) en el nombre femenino y en la presencia de un retrato de la mujer que les da título. Común a las cuatro también es el misterio que las envuelve y que envuelve a cada película con su propia personalidad y con su forma particular. En el caso de Mario Soffici y su Rosaura, cobra distintas formas, según quien narre los hechos que observamos en la pantalla; y que en mayor parte transcurren en el pasado. Lejos del cine social de la dramática Prisioneros de la tierra (1939) o de la cómica Kilómetro 111 (1938), Soffici nos lleva de la mano por momentos que se suceden melodramáticos, cómicos, oníricos, misteriosos, sombríos y de pesadilla. Nos conduce allí donde quiere ir y a donde llega gracias a sus cuatro personajes-narradores; tres de los cuales aportan las piezas del puzzle y una apunta la solución por carta —el medio epistolar también es el que introduce el conflicto y el misterio a resolver. La primera narradora, la que más extiende su relato, es doña Milagros (María Luisa Robledo), la dueña de la pensión donde se desarrolla la mayor parte del film y donde <<todo empezó seis meses atrás, en realidad, doce años atrás>> —explica a la policía.


En ese instante, las imágenes retroceden en el tiempo y se detienen con la llegada de un pintor que restaura cuadros. Se trata de Camilo Canegato (Juan Verdaguer), un infeliz a quien doña Milagros acoge y cuida como si se tratase de su familia Ella asume que, junto a sus tres hijas y sus huéspedes, forman una familia y que ella es la guía, lo que la justifica para interesarse por las intimidades de don Canegato cuando, pasados los años, una desconocida le remita cartas perfumadas que despierta la curiosidad en todos los habitantes de la pensión. Doña Milagros continúa narrando los hechos, como si lo más natural del mundo fuese invadir la intimidad del introvertido pintor que se convierte en el centro de interés de los inquilinos y del servicio, pero lo hace con un tono que desvela su idea romántica del amor y de la lucha por el amor, como si ella misma fuese una narradora romántica del siglo XIX. Muy diferente es el tono empleado por David Réguel (Alberto Dalbés), el huésped joven y universitario, que releva a la dueña de la pensión en el testimonio de la historia. Su perspectiva es obsesiva, negra, fruto de los hechos que ya conocemos, pero también de la contrariedad que siente y de celos que le despertó la relación de Camilo y Rosaura (Susana Campos), la remitente de las cartas y la mujer que se presenta en la pensión preguntando por Camilo Canegato. Por momentos, sobre todo en la segunda parte de Rosaura a las diez, cuando don Canegato toma el relevo en la narración, el tono psicológico se acerca al de Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955), en la presencia de espectros creados por la imaginación del triste e inseguro protagonista que, necesitado de la atención femenina, consigue gracias a las cartas recibidas que las mujeres le miren como hombre y no como al infeliz que él mismo siente ser.



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