La cuarta versión cinematográfica de la novela de Alejandro Pérez Lugín fue la primera realizada en color, pero su promesa de colorido no se cumple o se cumple a medias. La fidelidad de Rafael Gil al original literario no sorprende, ya que el cineasta siempre se mostró respetuoso con las obras que adaptó a la pantalla; incluso, habría para quien, mostró “sumisión” a ellas: <<en ocasiones me han echado en cara, esa influencia literaria, diciendo que soy poco creador. Pues a lo mejor es verdad, pero no lo puedo evitar, tengo un peso literario producto de mi formación, y no puedo prescindir de él>>.1 Este peso literario quizá se note menos en La casa de la Troya, puesto que ya el libro presenta una narración cinematográfica. <<Pienso que Pérez Lugín, si viviera, sería el mayor guionista del cine español. Yo he hecho tres películas de él: “La casa de la Troya”, “Currito de la Cruz” y “Camino del Rocío” y son comerciales, sin discusión, gracias al sentido popular que tenía Pérez Lugín>>.2
La película fue un gran éxito comercial —ya lo había sido la primera versión cinematográfica de la novela, a cargo del propio autor y de Manuel Noriega—, y lo fue porque reunía lo necesario para serlo: una novela famosa como base argumental, un director competente, dos enamorados y un romance que triunfa, secundarios cómicos —impagable la presencia de José Isbert dando vida a don Servando, el profesor de Derecho Mercantil que les dice que no estudien el libro de texto, porque una vez llenen la cabeza de páginas inútiles ya no podrán aprender la asignatura, mientras que las mentes en blanco todavía podrían—, la belleza del paisaje gallego y de las seculares piedras de Compostela y ningún tipo de crítica, tampoco más conflicto que el amoroso expuesto en la historia de Carmiña (Ana Esmeralda) y Gerardo (Arturo Fernández), el estudiante madrileño a quien su padre, para frenar sus desmanes, le “destierra” a Santiago de Compostela —la ciudad universitaria más alejada de Madrid. Es decir, La casa de la Troya lo tenía todo para ser el éxito que fue y, al tiempo, le faltaba romper con la novela y con la magistral versión muda para no ser una película fácil de olvidar. Sin embargo, Gil siempre tiene presente la novela, quizá también la película de 1924. Le es fiel, incluso a los diálogos, porque las líneas ya detallan el camino a seguir en la imagen. Cierto que su lectura evoca imágenes, y cierto que las imágenes de la película evocan la lectura, de modo que el director decide no forzar un alejamiento en el que no creería. Quien sí cree en la necesidad de poner distancias entre las tentaciones madrileñas —teatros, bailes, actrices— y su hijo, es el padre de Gerardo. Las distancias entre Madrid y la localidad gallega (y de Galicia misma) no es tanto una cuestión de los más de seiscientos kilómetros que separan ambos puntos geográficos, sino de las infraestructuras que, salvo durante el esplendor medieval de los caminos jocobeos, históricamente han aislado la tierra de los “rumorosos” del resto peninsular, de las diferencias histórico-culturales, del propio tamaño de las dos ciudades y del rechazo que todo esto provoca en la interpretación de un joven estudiante que llega a su nuevo destino esperando una condena; aunque esta sensación, fruto del desconocimiento, del encierro en sí mismo y de la autocompasión, cambiará a raíz de su relación con los alegres juerguistas de la casa de la Troya y de su intento de conquistar a Carmiña Castro.
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