Parto del supuesto de que es evitable hablar de El cabo atrapado (Le caporal épinglé, 1962) y no referirse a La gran ilusión (La grande illusion, 1936), pero, en mi caso, no veo cómo, ni voy a pensarlo, pues me resulta más interesante señalar las similitudes y diferencias entre dos películas que viven en el encierro de sus personajes y en su deseo de escapar de los campos de prisioneros donde Jean Renoir establece vínculos humanos. Una primera diferencia la encontramos en el tiempo histórico, en el salto de conflicto bélico, de la Primera a la Segunda Guerra Mundial, lo cual implica una nueva diferencia, fundamental, que marca y distancia el tono de ambos films: la ausencia de la ilusión en los protagonistas de El cabo atrapado es palpable en la elección de una fotografía en blanco y negro triste, mejor, quizá, desesperanzada, pesimista, o mismamente en la constante del cabo (Jean-Pierre Cassel), cuya necesidad de huir parece fruto de querer escapar de su tiempo, mientras que en los personajes del magistral título ambientado en la Gran Guerra todavía mantienen la posibilidad de soñar despiertos.
Desde La gran ilusión hasta este penúltimo trabajo, Renoir había vivido el exilio en Estados Unidos y el regreso a Francia, con un alto en la India, el paso de la Segunda Guerra Mundial a la reconstrucción de Europa, bajo la sombra de la guerra fría, el auge de la televisión y la irrupción de las nuevas olas que, alguien como él, comprendería que no dejaban de ser fenómenos pasajeros, aunque las vanguardias ayudasen a evolucionar el cine. Por aquel entonces, Renoir ya no precisa buscar modernidad, su cine es moderno prácticamente desde sus inicios en el periodo silente, y continúa siéndolo en 1962; y visto hoy, también. Su modernidad reside en su manera de contar cinematográficamente sus historias, lo hace sencillo, pero su narrativa es el resultado de experimentar con el silencio, con el sonido en directo y el realismo —en Toni (1934)—, con luces y sombras —La golfa (La chienne, 1931) o La noche de la encrucijada (La nuit du carrefour, 1932)—, con el color —El río (The River, 1950) o French Cancan (1954)—, con el uso cinematográfico de cuantos medios expresivos —teatro, música, pintura, televisión— le permitiesen asumir riesgos y crear la imagen buscada para insistir en la condición humana. Y esto es lo que hace en un film como El cabo atrapado, en apariencia una película sencilla en la que el cineasta mezcla comedia y drama bélico. Pero una lectura bajo la superficie muestra un film complejo que recupera el blanco y negro que refleja una época en la que no hay lugar para la alegría, ni para los colores vivos de anteriores trabajos —La carroza de oro (Le carrouse d’or, 1952), French Cancan o Elena y los hombres (Elena et les hommes, 1956). La historia del cabo y sus amigos encerrados apunta la imposibilidad de la época, tanto de la Segunda Guerra Mundial como del momento del rodaje. Aparte de la situación, otra diferencia se encuentra en la ausencia de oficiales franceses, pues en El cabo atrapado los prisioneros son soldados y suboficiales, aunque todos ellos intente evadirse y fugarse, pero la nueva guerra es más sucia, ya no existe la caballerosidad aristocrática representada en los oficiales de Erich von Stroheim y de Pierre Fresnay, cuyo sacrificio final es generoso y heroico, un sacrifico, por tanto, opuesto al de Ballochet (Claude Rich), que decide sacrificarse para demostrarse a sí mismo que ya no es un cobarde que se encierra en su interior para soportar el encierro exterior. En El cabo atrapado hay miedo en Bellochet, hay humor en la imposibilidad de que las fugas salgan bien, aunque siempre acaricien el éxito, incluso la exitosa solo es un paréntesis que se abre a la incertidumbre, al pesimismo, pues no se trata de cerrar ningún círculo, ni de una vuelta a casa triunfal o caminar hacia un futuro sin nubes en el horizonte, porque el camino de los personajes no concluye donde se despiden el cabo y Papa (Claude Brasseur), sino que este adiós es un paso más hacia un tiempo que Renoir asume con cierto pesimismo, sin promesas, pero apuntando que lo importante continúa ahí. Lo encuentra en la humanidad de los personajes, en la necesidad de la amistad y en el deseo de libertad, aunque el panorama desde el puente sea frío, gris y ajeno a cualquier gran ilusión.
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