lunes, 18 de julio de 2022

Entre la siesta y el café


Estaba echando una siesta, transitando entre la consciencia e inconsciencia, cuando me vino a la mente la sencilla complejidad con la que creamos pensamientos e imágenes mentales. Pensé una palabra suelta, el sustantivo “mesa”, a la que se unió el adjetivo “roja”, y luego vino a añadirse el pronombre personal “ella”. Así obtuve “mesa roja ella”; tres palabras que ignoro si escogí aleatorias o fue el subconsciente el que escogió por mí, ese “mí” que se las da de “enterao” y apenas se entera de algo. Pero más allá de la autoría de semejante trinidad, el trío lingüístico esbozaba un pensamiento al ritmo del primer ronquido, que invitaba a un segundo. Fue durante este, cuando se añadió el pronombre personal átono “me”, más el verbo “ayudar”, conjugado “ayudó”, y la preposición “con”. Haciendo trampa, que para eso es mi mente y mi mente es más tramposa durmiente que despierta, abrí durante un segundo los ojos y trasladé “ella” al inicio y ya no sé cómo obtuve “ella me ayudó con la mesa roja”, después de sumarle el artículo “la”. Y así, de algo sin aparente sentido, obtuve algo que sentía. Pues ya no eran solo palabras, ni siquiera se trataba ya de una frase simple ni nada relacionado con la clase de lengua en la que posaba mi cabeza sobre un pupitre incoloro. Era un recuerdo complejo en mi memoria, la imagen de una persona concreta y de un momento puntual que guardo y que refieren sensaciones, sentimientos, emociones, ilusiones.


Dejo ese momento donde debe estar, en la privacidad de mi memoria subjetiva y personal, un espacio que solo a mí me concierne e interesa, y donde nacen pensamientos como este que empleo de ejemplo para señalar lo obvio: la importancia de las palabras para representar nuestro pensamiento, nuestros recuerdos y la identidad que, en nuestra percepción, conferimos a las personas que conocemos, a los instantes que vivimos e incluso a nosotros mismos cuando, en silencio, entablamos nuestras conversaciones íntimas e intentamos preguntarnos, conocernos, engañarnos. Sin palabras y sin otros signos lingüísticos desaparecería la posibilidad comunicativa, pues, aunque hablemos, no siempre se produce o se entabla comunicación. Sin palabras (imagen de conceptos concretos y abstractos) careceríamos de referencias o de las herramientas básicas para crear un espacio comunicativo interno y externo. En definitiva, las palabras y los signos son herramientas simples, pero necesarias para que cada pensamiento adquiera complejidad, objetividad y subjetividad, reduciendo o ampliando ideas abstractas y concretas, dando pie a fantasías y absurdos, idas de olla que de vez en cuando liberan. El lenguaje es neutro, no así quien lo emplea y quien le concede atributos, e incluso sexo y peligrosidad, aunque esto ya sería mucho conceder a las palabras, aunque algunas, salvo adverbios, conjunciones y preposiciones, tengan género y número o puedan pronunciarse para descalificar y herir. Pero lo que me interesa señalar es que, entre la siesta y el café, me pregunté por el significado de aquel sueño de palabras y mesas rojas, y me dije a mí mismo: simplifiquemos el lenguaje al máximo, y desaparecí…





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