El cine quinqui no nació para ser memoria, sino para mirar su presente; el pasado no es para sus protagonistas, es para sus “viejos”. Su tiempo es el ya; su futuro, el ahora. Las prisas por vivir a tope son parejas a la velocidad con la que caen. Son jóvenes marginales, en casos incomprendidos, sin ninguna “verdad” a la que aferrarse, empujados a delinquir o amamantados en la delincuencia, que muestran más que su inconformismo, su necesidad de poner tierra de por medio, pero solo dan pequeños “palos” y se dejan entre “picos” de heroína. El quinqui no nació para ser memoria de una época, sino para reflejar esa realidad marginal que sale a la luz durante la transición, época en la que también las drogas salen a la luz. Pero dicho lo anterior, el tiempo que nos separa hace que sus mejores títulos sean hoy memoria de un país; o mejor dicho, el reflejo de un momento y de un tipo juvenil —el quinqui, que más pronto que tarde sería estereotipo— exclusivo de ese instante que se plasma en la pantalla. Es un cine contemporáneo, es decir, de su instante, en él nace y ahí vive en la inmediatez exigida por sus protagonistas: jóvenes que ya no temen la condena religiosa, ni moral, ni del orden ni de la ley. Crecen en el caos, en el tránsito entre la dictadura y la democracia, en la periferia de una sociedad que, de la noche a la mañana, pasa de tradicional y católica a moderna y laica, con el desarrollismo económico entre medias, el que dio pie a esos espacios marginales urbanos donde el quinqui empieza a asomar.
En el cuarto de “Muertes” (Ángel Alcázar) luce sobre el cabecero de la cama un póster de The Warriors (Walter Hill, 1979), film de culto e inspiración chulesca para esos jóvenes rebeldes y marginales contemporáneos al estreno de la película. Pero la vida en los suburbios urbanos no es la aventura nocturna de pandilleros perseguidos por incontables bandas por calles neoyorquinas que distan fantasía y media del extrarradio madrileño de donde Muertes y su amigo El Jato (Manuel de Benito) pretenden salir para no regresar. Aunque tenga sus dosis de acción, Chocolate se representa en las antípodas del film de Hill, ya que se trata de un drama juvenil que pretende tener los pies en el suelo y, para ello, bebe de la realidad inmediata en la que las drogas, la prostitución, el sexo, la violencia y dos generaciones, padres e hijos, enfrentadas —no solo por los años que las separan, sino por los cambios culturales y políticos que agudizan la incomprensión entre ambas— forman parte indisociable del panorama social que Gil Carretero maneja con brío en su segunda y ultima película acreditada como director.
Basándose en la novela La droga es joven, de José Luis Martín Vigil, Carretero logra en Chocolate uno de los referentes del cine quinqui de los primeros años de la actual democracia española, un tipo de cine autóctono que solo podría darse en aquella España y en aquel instante de transición de la represión franquista a las libertades democráticas. Era un país de promesas, de horizontes que se abría también para esos dos jóvenes marginales que “bajan al moro” buscando vivir el sueño “barriobajero” que les distancie de la miseria que han mamado desde la cuna y les permita comerse el mundo al margen de la ley y de la moral católica que había reprimido a la generación previa. Y para ello, toman una vía ilegal que suponen fácil y novedosa. La intención de sacarse unas “pelillas” “trapicheando” y salir del pozo de miseria en el que malviven familias como la del Jato o para ser alguien, como desea “Muertes”, asoma en el trepidante inicio marroquí de Chocolate, cuando se intuye que ambos amigos están condenados a soñar el cuento de la lechera, pero no a lograr que se materialice —el Jato sueña una vida al lado de Magda (Paloma Gil) y Muertes quiere ser un “padrino”, pero se hunde en su adicción a la heroína. Las drogas son la nueva realidad callejera, aunque también asoma en las casas burguesas; tal como Carretero explicita en la mansión donde una clienta y sus amigas fuman porros mientras hablan de sexo y deciden alquilar y jugarse a “Muertes”. Aquella España, la retratada por el cine quinqui, también por el cine del destape —cuya intención distaba de la perspectiva sociológica que hoy ofrece recordarlo—, por la comedia madrileña y la barcelonesa, se desinhibe tras casi cuatro décadas de dictadura y libera el deseo y el hedonismo que, durante el franquismo, solo fueron posibles de puertas adentro y de exclusividad de las minorías socio-económicamente favorecidas.
Con la transición y la democracia, las drogas fueron una de las realidades del país. No es que antes no las hubiera o no se consumieran, pero no eran tan accesibles y menos aún para los jóvenes como los que “pillan” a la puerta del instituto donde el Jato pasa su “costo” a mejor precio que la competencia o en el aula donde Magda hace lo propio con sus compañeras. Esta adolescente de 17 años vive atrapada entre la marginalidad juvenil a la que accede por amor al Jato, cuyo sueño sería alejarse del mundo junto a ella, y el universo adulto, el de sus padres, criados durante el franquismo. Ella es una especie de puente y víctima de las distancias insalvables que ella misma sufre en su sensación de incomprensión y en su apremiante necesidad de liberarse del yugo familiar; aunque sus padres no son opresores, solo son dos personas superadas por la situación y por la brecha que se abre entre ellos y su hija. Respecto a esto, hay un instante que puede resumir lo que sucedía en muchos hogares de aquella España de la transición y de los primeros años democráticos, en la que la tradición y la modernidad se las veían mientras buscaban convivencia y equilibrio. Después de la discusión en la que Magda les anuncia que se va de casa, El padre (Agustín González) le dice con amor, culpa y pena: <<y si no lo hemos hecho mejor, es porque no hemos sabido>>.
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