viernes, 8 de julio de 2022

Un brindis por Aurelio


Amigo de Rosalía y de Manuel Murguía, el poeta compostelano Aurelio Aguirre fallecía en las aguas atlánticas cuando apenas contaba con 25 años de edad. La poetisa lamentó su muerte en la intimidad, en llantos y en versos que dedicó a aquel querido muchacho de talante romántico, liberal y democrático, a quien le unió amistad más allá de las jornadas compostelanas compartidas. Aurelio fallecía ahogado en las aguas de la playa de San Amaro, en la costa coruñesa, el 30 de julio de 1858, dejando tras de sí una obra poética que, aunque desconocida para la mayoría, lo sitúa entre los grandes poetas románticos españoles del siglo XIX. Si la poetisa cantó su perdida, el historiador recordó al amigo en Los precursores, dedicándole un capítulo. No cabe duda del afecto que el matrimonio sentía por aquel joven poeta que despertaba admiración y devoción entre sus compañeros universitarios y los obreros compostelanos. Aunque haya perdido su valor de entonces y para muchos quede la anécdota, la festividad o la vía para fines propios, todavía hoy se recuerda la reunión que congregó en el bosque de Conxo (Santiago de Compostela) para celebrar un banquete de hermanamiento entre trabajadores e intelectuales, en el que los presentes brindaron con sus copas alzadas y llenas de versos de fraternidad, igualdad y libertad que no serían posibles sin <<el delicadísimo Aguirre, un Chesterton que no encontró en su país ni el amparo de una superior cultura, ni el escenario de su dolor, un puro romántico, que murió ahogado en las bravas rocas de la península herculina proyectada al mar como una aspiración plástica de Galicia>> [<<O delicadísimo Aguirre, un Chesterton que non achou no seu país nin o amparo dunha superior cultura, nin o escenario da súa dor, un puro romántico, morreu afogado nas bravas rocas da península herculina proyectada ó mar como unha aspiración plástica de Galicia>>] (Otero Pedrayo: Ensaio histórico da cultura galega)


<<Por aquel viejo camino de San Lorenzo, mal empedrado, solitario y lleno de plantas silvestres, una mañana del mes de julio, bajábamos Aurelio y yo hablando de los sueños y esperanzas que alimentábamos, de las penas prematuras que nos afligían, y de los vagos delirios que llenaban la ardiente imaginación del poeta.


El sol se ocultaba bajo pesadas nubes, el viento traía en sus alas los perfumes y los rumores de la campiña, y el ruido de la corriente que alimentaba los molinos aumentaba la monotonía y tristeza del paisaje, sobre el cual arrojaban una sombra más las altas torres compostelanas. Por aquellos tiempos no se abría aún paso por entre los sembrados la blanca línea de la carretera, ni rompía y costeaba, como al presente, las pequeñas colinas que se oponen a su paso. Un álamo blanco, alto y delgado, levantándose en la hondonada, semejante a la aguda flecha de una catedral gótica, servía de guía a los que nos aventurábamos por aquellos agrestes senderos.


—He aquí —me dijo cuando llegamos al pie del árbol—, el lugar más grato a mi corazón y más propicio a mi musa. Ya sé —añadió—, que a ti te agrada más el pinar de San Lorenzo —¡poco tardó en desaparecer como todo lo que yo he amado!—, porque su olor áspero y su largo gemido te recuerda el mar; pero yo te confieso que sin saber por qué, prefiero este triste rincón y este árbol solitario, oculto tras de ese ribazo, y que parece ajeno a cuanto sucede a dos pasos de él. A su sombra he escrito los pocos versos de que me siento orgulloso; aquí he derramado algunas lágrimas, aquí, en fin, tuvo principio la triste historia de que tanto has oído hablar, como generalmente se habla de lo que no importa o no se comprende.


Y fue entonces cuando, abriendo su corazón a un verdadero amigo, me habló de sus pesares domésticos, de la mujer que le inspiró las bellas y ardientes estrofas “A una huérfana”, tal vez las más sentidas y hermosas que brotaron de su pluma; de su pasado, de su porvenir; de la poesía de Galicia hacia la cual empezaba a volver la vista, de la libertad, de todo, en fin, porque aquella alma apasionada tenía hambre y sed de hacer a otro como él, partícipe de sus inagotables ilusiones.


En aquella mañana y gracias a sus grandes confidencias, pude comprender los misterios de una vida tan corta y tan llena ya: conocer su obra poética y penetrar los secretos de su producción. No hablo de las poesías que fueron escritas en medio del bullicio y para satisfacer los deseos de un compañero o de un amigo; no de aquellas otras que en su calidad de poeta oficial, digámoslo así, le arrancaban a todas horas las exigencias del momento, sino de todas cuantas, hijas de la emoción interior, y respondiendo a un estado de su alma, produjo el poeta más fácil, más espontáneo, más abundante que conoció Galicia en el presente siglo>>


Manuel Murguía: fragmento de Los precursores.



A la memoria del poeta gallego Aurelio Aguirre


    Lágrima triste en mi dolor vertida,

perla del corazón que entre tormentas

fue en largas horas de pesar nacida,

en fúnebre memoria convertida

la flor será que a tu corona enlace;

las horas de la vida turbulentas

ajan las flores y el laurel marchitan; 

pero lágrimas, ¡ay!, que el alma esconde,

llanto de duelo que el dolor fecunda,

si el triste hueco de una tumba anega

y sus húmedos hálitos inunda,

ni el sol de fuego que en Oriente nace

seco su manantial a dejar llega

ni en sutiles vapores le deshace,

¡y es manantial fecundo el llanto mío

para verter sobre un sepulcro amado

de mil recuerdos caudaloso río!


Rosalía de Castro.




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