martes, 30 de noviembre de 2021

El sueño de una noche de verano (1935)


Treinta años antes del rodaje de El sueño de una noche de verano (A Midsummer Night’s Dream, 1935), Max Reinhardt estrenaba su famosa puesta en escena de la comedia de William Shakespeare en Berlín. El éxito fue descomunal y, desde aquella, los aplausos y las críticas favorables se sucedieron por las diferentes ciudades y países donde exhibió su espectáculo, que llegó a Nueva York en 1927 y a California en 1934. La magnífica acogida de la obra teatral en su gira californiana fue una de las razones que William Dieterle expuso a los ejecutivos de la Warner para que produjesen una versión cinematográfica con Reinhardt al frente. Tras sus dudas iniciales, Jack Warner acabó cediendo. La posibilidad de contar con la fama de uno de los nombres más populares e importantes del panorama cultural mundial —cuyo nombre se uniría en el cartel promocional al de Shakespeare y Mendelssohn—, a ojos de alguien como Warner, desinteresado en la cultura, pero interesado en el negocio, significaba reclamo para el público y el prestigio del que su estudio carecía, un prestigio cinematográfico que lucían las glamorosas Paramount y MGM. El resultado fue la película Warner más cara hasta entonces, y la más diferente de cuantas habían salido de la factoría que había sonorizado el cine en Don Juan (Alan Crosland, 1926) y enseñado a hablar en El cantor de jazz (The Jazz Singer, Alan Crosland, 1927).


Sospecho que habría sido más inusual en su metraje de cuatro horas, que, por motivos comerciales, se redujeron a dos, duración que tampoco era acorde a la producción de la casa. En Burbank se producían largometrajes de entre sesenta y noventa minutos, la mayoría de temática urbana —en la que Darryl F. Zanuck había insistido durante su etapa al frente de las decisiones artísticas del estudio—, de narrativa rápida y contundente, como indican sus famosos films de gánsteres, o de situaciones mundanas como sus musicales. Por su alejamiento de la urbanidad retratada hasta entonces y por su estética onírico-expresionista, El sueño de una noche de verano es un film curioso donde los haya y, aunque nunca me ha llenado por completo —no me convencen ni su prólogo ni su epílogo atenienses, tampoco la compañía de cómicos cuyo humor histriónico sufro sin gracia, excepto en momentos junto al muro de su representación final—, me dejo llevar por su magia y disfruto la singularidad y la osadía del espectáculo visual desplegado por William Dieterle en su reencuentro con Reinhardt. El alumno, el cineasta, se encargaba de los aspectos cinematográficos, con los que su maestro, el escenógrafo para quien había trabajado durante cuatro años en Alemania, no estaba familiarizado y nunca llegaría a estarlo, puesto que su arte escénico difería del exigido por la cámara. El resultado del encuentro es irregular, pero los ballets de Bronislava Nijinska, la fantasía y su magia, la estética onírica —decorados de Anton Grot, vestuario de Max Rée y fotografía de Hal Mohr (y Ernest Haller, sin acreditar)—, la música de Felix Mendelssohn, dirigida por el también compositor (y artífice de futuras partituras Warner) Erich Wolfgang Korngold, que viajó de Viena a Hollywood por petición de Reinhardt, confieren a la película carácter único y esa belleza plástica que aún hoy llama su atención. El prólogo, quizá la parte menos lograda del film, sitúa la acción en una Atenas isabelina (Shakespeare) para, poco después, adentrase en un bosque feérico —escenario principal por donde deambulan hadas, elfos y duendes—, de mitología germánica (Reinhardt y Dieterle), que bien podría recorrer cualquier Sigfrido, pero que es transitado por un exagerado James Cagney, por un duende travieso con rasgos de Mickey Rooney y por una luminosa debutante llamada Olivia de Havilland —que asumía en el cine su papel en la obra teatral—, entre otros personajes hechizados y enamorados que no obedecen a la razón, ni se deben a ella, se deben al inexplicable y voluble hechizo del amor en una noche mágica y veraniega.


lunes, 29 de noviembre de 2021

El caso Almería (1983)


<<Hubo un momento en el que se podría decir que me puse de moda. Fue un tanto fugaz, dos o tres años, coincidiendo con películas como Las bicicletas son para el verano o la trilogía de Berlanga: La escopeta nacional, Patrimonio nacional y Nacional III. También trabajé en una película de bajo presupuesto que tuvo mucho éxito por el tema que abordaba. Me refiero a El caso Almería, donde yo hacía de protagonista. Trataba de un episodio histórico ocurrido durante la transición en la provincia de Almería, cuando a raíz de un atentado de ETA en Madrid en el que arrojaron una bomba desde un moto dentro de un automóvil, murió el general Villaescusa y su ayudante… Fue un atentado muy sangriento>>.1 El episodio referido por Agustín González, un magnífico actor tanto en “su instante de moda” como en cualquier otro momento de su carrera, pone en marcha el primer largometraje de Pedro Costa Musté, cineasta barcelonés que había realizado dos cortometrajes previos y trabajado como asistente del inclasificable José María Nunes en Iconockaut (1976). Pero no observo influencias de Nunes en El caso Almería (1983) y pienso en Costa-Gavras y su cine de denuncia, pero Costa no señala ningún terrorismo de estado ni es insistentemente combativo como el cineasta francés de origen griego en Z (1969) o Estado de Sitio (État de Siège, 1972) y su película deriva en una atractiva mezcla de intriga y drama judicial durante el cual el abogado Mario Aguilar (Agustín González) trata de esclarecer la muerte de tres jóvenes arrestados por la Guardia Civil, aunque, más que de arresto —sin pruebas y negándoles sus derechos—, habría que hablar de asalto a punta de pistola.


Tras el atentado en Madrid, El caso Almería se centra en las tres futuras víctimas, interpretadas por Antonio Banderas, Iñaki Miramón y el debutante Juan Echanove, que viajan a Almería para acudir a la primera comunión del hermano de uno de ellos, sin saber que el odio, la venganza y la violencia de las fuerzas del orden se cruzarán en sus destinos. En aquel momento, de 1981, la democracia española todavía vivía pendiente de un hilo, como atestigua el fallido intento de golpe de Estado del 23 de febrero de ese mismo año. Y parte del país vivía pensando en el franquismo, fuese añorándolo u odiándolo. En ambos casos, se evidencia que la dictadura no había sido superada y que los intereses, los rencores y las ideologías continuaban enfrentados en un país que vivió momentos que avergonzaban y ponían en peligro a su joven y frágil democracia. Entre medias, la banda terrorista atentaba por el territorio español. Pero Pedro Costa no se fija en ETA, como sí hacen Operación Ogro (Gillo Pontecorvo, 1979) o los films que Imanol Uribe rodó durante la transición —El proceso de Burgos (1979), La fuga de Segovia (1981) y La muerte de Mikel (1984)—, sino que su punto de mira se centra en la soledad y la amenaza que se asientan en la cotidianidad matrimonial y laboral de Ana (Muntsa Acañiz) y Mario, que en su búsqueda de la verdad encuentra ostracismo, y en el terror ejercido por los guardia civiles implicados que, supuestamente buscando una confesión o una venganza por el atentado, torturaron a tres inocentes que creían culpables y, al comprender su error, se deshacieron de ellos haciendo pasar su crimen por un accidente.


1.Agustín González en Lola Millás: Agustín González. Entre la conversación y la memoria. Ocho y medio, Madrid, 2005.

domingo, 28 de noviembre de 2021

El muchacho de los cabellos verdes (1948)


Un cuento, como quizá piense el doctor Evans (Robert Ryan) mientras escucha el relato del niño protagonista, una fantasía, según apunta la imaginación de Peter (Dean Stockwell) y el inicio de la narración de su historia, una metáfora, en la interpretación de las palabras y de las imágenes, una advertencia sobre las peligrosas consecuencias de los prejuicios, intolerancias o de cualquier caza de brujas —el propio Joseph Losey, responsable del film, sufriría una que le obligaría a exiliarse en Europa—, una defensa de la disparidad, de la comprensión y la tolerancia, El muchacho de los cabellos verdes (The Boy with Green Hair, 1948), primer largometraje de Losey, es todo eso y más, puesto que también es voz para los muertos y los huérfanos de guerra, para las minorías oprimidas, y la evocadora imagen de la dignidad y del dolor que se citan en el inolvidable rostro infantil de Dean Stockwell cuando su aislamiento —rodeado de adultos y observado por los niños que le habían perseguido— es absoluto. En ese instante, sus lágrimas resbalan inocentes e impotentes frente a la tiranía, la incomprensión y la intolerancia de la uniformidad abrazada por la mayoría y consentida por el silencio de quienes, aunque bondadosos y generosos como Gramp (Pat O’Brien), callan el atropello del cual, en su mutismo, se hacen cómplices.


Esa nociva mezcla de incomprensión, silencio e intolerancia depara el afeitado de su cabello verde, <<del color de la primavera, de la esperanza y de la promesa de una nueva vida>> que la sociedad se empeña en negarle por su diferencia. <<No quiero ser distinto, quiero ser como los demás>> dice Peter, obligado por circunstancias ajenas a él, pues comprende que el ser diferente le condena a sufrir la persecución y el rechazo. Ser distinto, si la diferencia es respecto a lo establecido como aceptable por el orden social, implica persecución o el estar dentro, en la homogeneidad, o fuera, en la diversidad y minoría que el conjunto homogéneo dominante asume inaceptable. La intención integradora de la maestra (
Barbara Hale) en el aula, apuntando que nada hay de extraño en la disparidad de los tonos capilares —varios alumnos y alumnas con el pelo negro, más castaños y rubios, uno con el pelo verde y un niño pelirrojo—, no funciona, tampoco la sociedad se esfuerza lo más mínimo en aceptar y comprender las diferencia, pues sus miembros sienten mayor acomodo en la uniformidad aceptada y asumida por el conjunto. El muchacho, Peter, llama la atención porque presenta una diferencia evidente en el verdor de su cabello. El verde sorprende, asusta, intimida y molesta a la mayoría, a la que le resulta indiferente que el color sea algo natural al niño, pero, en su incomprensión, la tonalidad capilar impacta al grupo y precipita los insultos y la persecución que sufre tanto de compañeros del colegio como de los adultos que le obligan a raparse el pelo, como si de esa manera todo volviese al lugar que ellos imponen.



sábado, 27 de noviembre de 2021

El puente de Casandra (1976)


Previo a su transformación en thriller de acción y cine de catástrofes, El puente de Casandra (The Cassandra Crossing, 1976) desciende en un plano secuencia desde la suavidad de un cielo sin apenas nubes hasta el vuelo de pájaro sobre Ginebra, recorriendo el paisaje fluvial sobre el cual se impresionan los créditos en los que asoman los nombres estelares reunidos por el productor italiano Carlo Ponti para esta producción dirigida por George Pan Cosmatos, cineasta greco-italiano que ya había trabajado con Ponti en Muerte en Roma (Reppresaglia, 1973). El vuelo de la cámara continúa hasta alcanzar el edificio de la Organización Internacional de Salud, donde se detiene y donde la calma inicial desaparece. En el interior, ya no hay lugar para la suavidad del paisaje. Se está produciendo un tiroteo entre los vigilantes y tres asaltantes, miembros del “movimiento sueco por la paz”. El pacifismo defendido por el trío es incongruente con la violencia que emplean para lograr sus fines, violencia que implica disparos y detonar una bomba que salte por los aires las instalaciones donde dos de los asaltantes son abatidos y uno (Lou Castel) logra huir, aunque sin saber que se ha infectado de un virus letal, en extremo contagioso.


El fugitivo se convierte en prioritario para el coronel Mackenzie (Burt Lancaster), el encargado de resolver la crisis iniciada en ese sector estadounidense de la Organización donde, rompiendo con las normas de la institución, se ocultaba el virus; aunque el oficial se justifica ante la doctora Stradner (Ingrid Thulin) explicando que lo guardaban allí para destruirlo, debido a su letalidad y a la inexistencia de vacuna. Este inicio establece la duda sobre el oficial a quien descubriremos como un celoso guardián de las órdenes recibidas, sin importarle la seguridad de los mil pasajeros a quienes la situación que veremos a continuación convierte en víctimas incómodas y prescindibles para él. Ese inicio también apunta la catástrofe del tren con destino a Estocolmo, en el que viaja el contagiado y otros mil pasajeros más, entre ellos Nicole Dressler (Ava Gardner), esposa de un multimillonario fabricante de armas, y Robby Navarro (Martín Sheen), su joven amante, o el doctor Jonathan Chamberlain (Richard Harris) y Jennifer (Sophia Loren), un ex-matrimonio obligado a asumir la heroicidad exigida por la historia narrada en El puente de Casandra. La narrativa de Cosmatos mantiene el tipo y la tensión, mezclando las escenas de acción —las secuencias del helicóptero que pretende sacar el cuerpo del contagiado del tren o el intento de Navarro por alcanzar la locomotora son dos buenos ejemplos— y los frentes abiertos: la sala desde donde Mackenzie y la doctora Stradner oponen sus dos posturas —militar y civil— y el tren donde viajan varias historias —el ex-matrimonio, la millonaria y su joven amante, un superviviente de los campos de exterminio o el sospechoso sacerdote— que, aunque no se profundice en ellas, humanizan a los personajes y a la acción.



viernes, 26 de noviembre de 2021

Cabalgata (1933)


Basado en la obra de Noel Coward, Cabalgata (Cavalcade, 1933) fue la gran triunfadora de los Oscar de 1933, pero eso ni dice ni desdice a su favor o en su contra. Son las imágenes de cualquier película las que desvelan sus aciertos y también las que destapan sus defectos. Y el film de Frank Lloyd no escapa a esta doble afirmación. Solo hay que verla para darse cuenta de que su mirada y sus formas son conservadoras, como conservadora lo fue la época victoriana en la que se inicia. Cabalgata es conservadora en su mensaje, en sus imágenes y en la imposibilidad de Frank Lloyd a la hora de superar la excesiva teatralidad de las situaciones que expone y de sus personajes, que arrastran su artificialidad a lo largo de los distintos momentos que suman aburrimiento y dan forma al total de un film desapasionado, sin vida cuando pretende hablar o imitar a la vida. Lloyd va pasando por distintas etapas del siglo XX, desde la guerra Bóer (en Sudáfrica) y la muerte de la reina Victoria hasta la posguerra de la Gran Guerra (1914-1918); entremedias, el primer vuelo sobre el Canal de la Mancha, el hundimiento del Titanic, donde viajan los enamorados Edward Marryot (John Warburton) y Edith Harris (Margaret Lindsay), y la Primera Guerra Mundial, en la que combate Joe Marryot (Frank Lawton). En un primer momento, parece que Lloyd pretende un film que muestre los cambios producidos durante el primer cuarto del siglo XX, concretamente en Inglaterra, pero solo es una ilusión que se genera en la idea de que apunta el protagonismo de dos matrimonios (y de sus hijos) de clases opuestas; el primero aristocrático y el segundo proletario, pero finalmente se decanta por el matrimonio formado por sir Robert (Clive Brook) y lady Marryot (Diane Wynyard), la pareja que abre y cierra la película celebrando dos Año Nuevo separados por el paso del tiempo, aunque unidos por la inmovilidad del mismo salón y del mismo hogar donde vivieron días felices y días tristes.


El comienzo de 
Cabalgata sitúa la acción en la noche vieja de 1899, a escasos minutos del nuevo siglo durante el cual se desarrolla el melodrama de los Marryot y de los Bridges, el matrimonio que trabaja de sirviente para la aristocrática pareja y que posteriormente se independiza, como si con esa ruptura entre la clase alta y el proletario se confirmase el cambio social que, en realidad, no se confirma al comienzo del nuevo siglo, sino que llega al final de la Gran Guerra, cuya conclusión supone el fin de la quietud y de la inocencia de una época que desaparece para dejar paso a otra, más precipitada y acelerada, tecnológica y caótica, que el matrimonio Marryot desea mirar esperanzado. La pesadez y la apatía que lastra Cabalgata no se reducen a decir “ha sufrido el desgaste del tiempo”, sino que ya estaban ahí en su momento, pues ya desde su nacimiento es un film envejecido, desapasionado, sin riesgo, cuestión que se confirma si la comparamos con otras producciones  que se estaban realizando ese mismo año en Hollywood: Una mujer para dos (Design to Living, Ernst Lubitsch, 1933), Carita de Ángel (Baby Face, Alfred E. Green, 1933), El poder y la gloria (The Power and the Glory, William K. Howard, 1933), El despertar de una nación (Gabriel over the White House, Gregory La Cava, 1933), Dama por un día (Lady for a Day, Frank Capra, 1933).

jueves, 25 de noviembre de 2021

The Accused (1948)


La oscuridad de la carretera, la mujer que se oculta, en su intento de pasar desapercibida para el tráfico, y el nerviosismo de su rostro y de sus gestos, al inicio de The Accused (1948), delatan miedo y culpabilidad. Ambas sensaciones se agudizan en el interior del camión que la recoge, cuando apenas logra responder las preguntas del camionero, más aún el sobresalto que, ya en la ciudad, le causa el cartel promocional de una película titulada Murder. En ese breve arranque de su primer film noir, William Dieterle no alardea, precisa lo justo para explicar que el personaje ha matado, pero que lo ha hecho sin premeditación, puede que accidentalmente o en defensa propia. Los motivos los conocemos minutos después, cuando se introduce la analepsis que muestra parte de los hechos anteriores al inicio del film; entonces comprendemos ese temor, terror más bien, que se instala en su pensamiento antes y después de llegar a su hogar, donde su mente se acelera buscando una salida que le libere del pánico. Sus pulsaciones continúan a mil, mientras se repite que su caída en el abismo se inició esa misma mañana. No lo dice con estas palabras, como tampoco pronuncia el abstracto “miedo”, pero la acompaña a lo largo de su huida imposible. La víctima de The Accused no abandona su rutina, continúa en su puesto laboral. Intenta mantener la apariencia en su vida laboral y en sus relaciones sociales, al tiempo que su interioridad se agazapa, se protege, vive en fuga, decidida a ocultar pruebas a la policía.


La doctora Tuttle (
Loretta Young) escapa de los fantasmas que la persiguen desde el instante en el que perdió el autobús y aceptó la invitación de Billy (Douglas Dick), uno de sus alumnos de psicología, el que le lanza miradas de desafío y de deseo mientras imita sus gestos. Ella se ha de enfrentar a ese recuerdo para cicatrizar sus heridas emocionales, consecuencia de un acto violento que provocó su reacción defensiva y que le despertó el miedo a la ley y a la sociedad. Consciente de que pueden no creer que hay sido víctima de un intento de violación, la doctora intenta ocultar cualquier rastro que le relacione con el cadáver encontrado en una playa de Malibú. Expuestos los hechos mediante la evocación de la protagonista, cuando recuerda el momento en el que sufre el ataque e instintivamente se defiende, The Accused se centra en s estado febril, puesto que Wilma Tuttle se debate entre opuestos de culpabilidad e inocencia y, sobre todo, siente el temor que le decide a actuar como si se fuese una criminal y no una víctima que se ha defendido de su agresor. ¿Por qué tiene miedo o qué teme? Teme que no la crean, teme el qué dirá la gente, teme a la sociedad y perder por cuanto ha luchado durante toda su vida. Dieterle narra su historia en la cercanía: desde el pensamiento de Wilma, que intenta ser cerebral en un momento de maxima tensión emocional —su voz interior se deja escuchar para agudizar la ausencia de salida, su necesidad de querer hablar, pero de temer hacerlo, su necesidad de tranquilizarse para no delatarse, su intento de ir por delante de la policía y asumir una apariencia que dista de la realidad en la que se encuentra atrapada— o las pesquisas del teniente de homicidios (Wendell Corey) que parece jugar con ella y con Ford (Robert Cummings), el abogado recién llegado de San Francisco para encontrarse con Billy y se enamora de la mujer acorralada a quien, consciente de su sufrimiento, susurra que <<tarde o temprano todos acabamos con cicatrices… por dentro o por fuera>>.



miércoles, 24 de noviembre de 2021

El hombre que vendió su alma (1941)


Una historia escrita por Stephen Vincent Benet posibilitó a William Dieterle llevar el mito de Fausto y Mefistófeles, inmortalizados en la obra de Goethe, de la eterna juventud a la riqueza monetaria que Scratch (Walter Huston) entrega a Jabez Stone (James Craig) a cambio de su alma, pues esta, le dice, nada vale. Aunque, de primeras, duda de la oferta, Stone asume que no es mal negocio, pues su ignorancia, sus necesidades y su ambición le convencen de que el alma no paga deudas, no compra semillas, ni pone alimentos sobre la mesa. El dinero le permitirá hacer frente a todo eso y a no preocuparse más por la carestía y la miseria material, pero también le hará desear más cantidad y en mayores dosis, hasta corromperle y transformarle en alguien distinto. ¿Ese alguien distinto ya formaba parte de su naturaleza, pero no se mostraba a falta de dinero, o es su fortuna económica la que le convierte en mezquino y ruin? Dudo que se pueda responder a la pregunta, al menos sin haberse vendido antes. Incluso quienes, como Stone, sí lo han hecho, no sabrían qué contestar y buscarían un Daniel Webster que respondiese por ellos. Inicialmente estrenada con el título All That Money Can Buy, que alude al contrato firmado por el granjero apurado por las deudas y un diablo apurado por tentar a cualquiera de los millones de humanos a la espera de la tentación, El hombre que vendió su alma (The Devil and Daniel Webster, 1941) es una diabólica y divertida fantasía sobre el mito mefistofélico, en la que Dieterle —también productor del film, con el que inicia su etapa lejos de Warner— da rienda suelta a su capacidad cinematográfica para crear atmósferas expresionistas, oníricas y de pesadilla, pero también para dotarlas de humor e ironía. La gracia con la que pasa de la comedia al drama y de este de nuevo al tono cómico, la maliciosamente burlona interpretación de Walter Huston, la fotografía de Joseph H. August, la música de Bernard Herrmann, una atmósfera que combina ruralismo (el entorno) y fantasía —la aparición del diablo o la de Simone Simon— y la creatividad visual, la convierten en una de sus mejores películas. 


De los firmantes del contrato, el diablo es el único que cumple lo pactado, por ello también es el único burlado, al ser vencido legalmente por Daniel Webster (
Edward Arnold), abogado y político republicano —inspirado en el personaje real de mismo nombre—, cuando exige que su defendido, Stone, arrepentido del negocio, sea juzgado por un jurado estadounidense vivo o muerto, petición aceptada por su diabólico oponente, que se trae las almas de crimínales norteamericanos para que formen el jurado popular. Antes de ese final, que también sirve para que Dieterle introduzca más dosis de ironía y un discurso que bascula entre el patriotismo que asume Daniel Webster y su defensa de la libertad —en 1941, las fuerzas del eje dominaban medio planeta—, la historia nos sitúa en New Hampshire, en una granja donde, salvo lo más importante, todo parece ir de mal en peor para los Stone. Ese hartazgo de pequeñas desgracias y deudas materiales son aprovechados por el tentador que se aparece ante el granjero que, ya cumplido el pacto, le recriminará que le había prometido felicidad, amor y amistad. Y antes de que siga con sus quejas, Scratch lo silencia con <<¡Un momento! Le prometí dinero y todo lo que el dinero puede comprar. No recuerdo ninguna otra obligación>>. Cierto, el contrato establece que durante siete años el granjero vivirá en la bonanza, a cambio de algo tan insustancial como su alma, o eso quiere creer Jabez cuando, con el oro en sus manos, decide firmar. Un primer momento poscontratual apunta felicidad y generosidad por su parte. Las imágenes de transición temporal muestra armonía, bonanza, bienestar; las semillas, la lluvia, el trigo, los animales de la granja y el cielo, apenas moteado de nubes blancas y dispersas, no amenaza la tormenta que se desata en el granjero en forma de remordimientos que se calman cuando nace su hijo y se produce la fantástica y tentadora aparición de Bella (Simone Simón), quien no tarda en usurpar el lugar de Mary Stone (Anne Shirley), que pasa a un plano secundario en la vida de su marido, seducido y corrompido por el dinero que no cae del cielo, sino que brota al golpe de bota de ese tentador diablillo llamado Scratch.



martes, 23 de noviembre de 2021

Ágora (2009)


La película más lúcida, crítica, divertida e irónica, sobre las intolerancias y los fanatismos religiosos y políticos de cualquier tendencia la encontramos en La vida de Brian (The Life of Brian, Terry Jones, 1979), el resto de películas que abordan el tema y lo desarrollan en la Edad Antigua, en mayor o menor medida, resultan partidistas, aunque sus responsables intenten disimularlo con movimientos de cámara o bajo capas de espectáculo y de sentimentalismo. No hay nada que reprochar en que tomen partido, pero me quedo con el mensaje universal de los Monty Python, que bromean su historia y conceden valor unificador a la risa y a la canción con la que Eric Idle y sus compañeros crucificados se despiden del año cero y sucesivos en la vida de Brian. En ese instante, Roma vive su esplendor. Tres siglos y medio después, el mundo conocido (por los ciudadanos y esclavos del Imperio) se desmorona: guerras civiles y luchas internas por el Imperio, partición del mismo por la gracia de Valentiano I, que entrega la mitad oriental a su hermano Valente, aunque Teodosio I logrará unificarlo una última vez, luchas entre facciones cristianas y de estas con las paganas (y viceversa). Deduzco que la segunda mitad del siglo IV no es aburrida. Vive convulsa, pero no por la religión que Constantino abraza cuando decide bautizarse en su lecho de muerte, en el año 337, ni porque el emperador Juliano II se declare neoplatonista, sino por todos los cambios e intereses que se están produciendo y que anuncian el fin del mundo tal como se conoce. Lo desconocido suele generar temor, desconfianza, incluso violencia y, tras la caída del Imperio Romano, ¿qué? ¿El final del orden y el inicio del desorden que deparará un nuevo orden? ¿El fin de una historia secular y el comienzo de otra? Parto del supuesto de que cualquier intervalo entre final y principio es para el caos, que interpreto como el momento en el que las fuerzas contrarias se desatan y lo arrasan todo, antes de que se imponga el silencio y la calma que anuncia el nacimiento de una nueva época, ni mejor ni peor, diferente, una que nace de los escombros y de las cenizas de la anterior. Lo que siempre permanece inmutable en cualquier periodo histórico son los intereses y ambiciones de los individuos u oligarquías en el poder que establecen cada nuevo orden y la naturaleza irracional de las masas, que abrazan cualquier oportunidad para desatar su furia, su odio, quizá su venganza por no ser más que masa maleable y servidora de quienes la mueven. Pero una vez desatada ni siquiera estos pueden frenarla.


Más o menos por la época en la que Prisciliano, obispo de Ávila, fue decapitado en Treveris (año 385), entre otras cuestiones por intereses políticos del emperador Magno Clemente Máximo, quien no tardaría en ser ejecutado por orden de Teodosio, y por el malestar que su actitud reformadora sembró en el metropolitano de Mérida y el obispo de la actual Faro (Portugal), por rechazar una Iglesia jerarquizada e igualar hombres y mujeres en la comunidad litúrgica —es decir, por defender la igualdad doctoral y devolver el cristianismo a los orígenes—, Hipatia de Alejandría ya es una joven que estudia, aprende, enseña y se plantea cuestiones que, entre otras, le llevarán a sospechar que la Tierra se mueve alrededor del sol —hipótesis heliocentrista ya expresada por Aristarco, pero descartada por los sentidos humanos—, y desea demostrarlo mientras a su alrededor el mundo se desmorona irremediablemente, dando paso a la sangre, la intolerancia, la muerte y al inicio del Medievo para occidente y el imperio Bizantino para oriente. <<Creo en la filosofía>>, dice Hipatia (
Rachel Weisz) cuando la acusan de no creer en nada. Pero la filosofía no es un absoluto, sino la idea y la continúa búsqueda de verdades que el filósofo asume y necesita porque es incapaz de aceptar sin dudar o sin encontrar respuestas que concluya verdaderas para sus interrogantes, para su insignificancia en el orden cosmológico, también para su identidad y su mortalidad. Mas Ágora (2009), como el resto de films de Alejandro Amenábar posteriores a Abre los ojos (1997), no plantea interrogantes de ningún tipo, da respuestas y estas parecen abrazar el absoluto, poco natural a la Historia de la Antigüedad en la que desarrolla su film, si tenemos en cuenta la cuestionable fiabilidad de las fuentes que nos han llegado, su escasez, la controversia —por ejemplo, la responsabilidad de Cirilo en la muerte de la matemática neoplatonista, responsabilidad que algunos expertos afirman y otros niegan— y las grandes lagunas rellenadas y a rellenar por los historiadores, y que los cineastas y escritores llenan con espectáculo o con intimismo, o con una mezcla de ambos, como pretende Amenábar en Ágora, pero, aparte del buen hacer de su protagonista y de lograr un espléndido diseño de la Alejandría del último cuarto del siglo IV y de los primeros tres lustros del siguiente, ¿qué más nos han dado los romanos?



domingo, 21 de noviembre de 2021

Te volveré a ver (1944)


Hay películas que exigen un final feliz, aunque el final sea el principio o la espera de un nuevo comienzo. Este es el caso de Te volveré a ver (I’ll Be Seeing You, 1944), al menos por dos motivos que le exigen abrirse a la esperanza. El primero es la propia Guerra, que todavía continuaba en Europa y en el Pacífico, y el segundo, William Dieterle, que era un romántico que creía que la soledad hiriente y las heridas psicológicas se curaban con amor, conocimiento, cercanía, confianza. El supo dotar de emotividad a ese final, pero también al resto de una película que, tras su apariencia de melodrama, plantea complejidades hasta entonces poco tratadas en la pantalla. Aparte de sus novedosas biografías para Warner Bros.en las que enfrenta a los personajes a su momento histórico, y le sirven para denunciar el presente de la segunda mitad de la década de 1930, el cine de Dieterle brilla en historias de amor que transcienden los tópicos y se sitúan en lugares poco comunes donde el amor libera a sus protagonistas del dolor y de los fantasmas que les asfixian. Ese amor, fuerza liberadora que desconoce límites temporales en Jennie (Portrait of Jennie, 1948) o que vence a los espectros de La senda de los elefantes (Elephant Walked, 1953), ya sublima esplendoroso y curativo en Te volveré a ver para liberar a una convicta, condenada a seis años por homicidio, y a un soldado, aquejado de neurosis de guerra. Mary (Ginger Rogers) y Zach (Joseph Cotten) tienen mucho en común, aunque lo ignoren cuando se conocen en el tren que les permite su primer encuentro, pues ambos sufren sombras psicológicas que oscurecen un presente en el que viven atrapados, más allá de las barreras físicas de una cárcel o de un hospital mental.


Rodada durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la situación bélica, vista desde el hogar, pintaba mejor para los aliados —que avanzaban en los dos teatros de operaciones—, aunque en el frente las cosas se sentían de otro modo, Te volveré a ver es de las primeras producciones en abordar los traumas psicológicos posbélicos, adelantándose a la magistral Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lifes, William Wyler, 1946) y a Hombres (Men, Fred Zinnemann, 1950). Contraria a la propaganda que ambos observan en la pantalla, durante su primera cita, la definición que Zachary ofrece a Mary de la guerra difiere de la magnificencia que observan en el cine. En ese instante de conversación, lo de menos podría ser la definición, pero ahí queda establecida la diferencia entre la imagen bélica creada para exhibirse al público y la impresión íntima de vivir en primera persona el momento bélico, que es lo que Zach conoce. Pero ese instante es importante porque es la primera vez que el sargento se abre a alguien, es la primera vez que se siente a gusto para hablar. Al principio, es un hombre roto, Mary así lo comprende y le ayuda a recomponerse, aunque para ello deba ocultarle que también ella es prisionera de sí misma, del pasado que no puede olvidar y del presente que le ha concedido una pausa en su condena. Mary ya ha cumplido tres años de encierro y, por buen comportamiento, le han concedido un permiso navideño de diez días, que pasará en compañía de sus tíos y de Barbara (Shirley Temple), su prima adolescente. Se trata de un hogar de clase media estadounidense, con su radio y su celebración navideña, pero Dieterle no es empalagoso —ni artificioso, como podría haberlo sido George Cukor, el director inicialmente previsto— y emplea la felicidad hogareña para explicar la situación de la protagonista y su imposible, puesto que ella desea una vida así, pero comprende que, debido a su pasado, nunca podrá ver cumplido su sueño; al menos eso cree, porque, aunque difiere del trauma bélico de Zach, también sufre y ha de superar las secuelas psicológicas de una experiencia traumática en la que incluso asume una culpabilidad que no le corresponde, como aclara la breve analepsis que Dieterle introduce cuando Mary cuenta a su prima —quien inicialmente se comporta como si ser convicta fuese algo contagioso— su historia.



sábado, 20 de noviembre de 2021

Dune (2021)


Ante una película de ciencia-ficción como Dune (2021), me pregunto qué necesidad hay de hacer pasar el infantilismo de su historia y de sus personajes, por una madurez y un misticismo que no funcionan o no encajan en un enfrentamiento y un despertar mil veces vistos en la pantalla. Puede que persigan hacer pasar su evasión por un ejercicio intelectual o filosófico: ¿para qué, si tampoco invita a reflexiones más allá de su capa superficial? ¿Metafísica? ¿Energía? ¿Libertad? ¿Espartaco? ¿Jesucristo? ¿La crisis del petróleo de los setenta o la impotencia de un mundo que sin electricidad regresaría al medievo o al Planeta de los Simios? Quizá esconda otra más profunda que me pase desapercibida; no lo descarto, puesto que soy miope. Pero en las distancias cortas, veo que sus personajes no dejan de ser héroes y villanos estereotipados que se oponen —el duque Leto Atreides (Oscar Isaac) y el conde Harkonen (Stellan Skarsgard) son dos ejemplos de antagonismo— durante el cumplimiento de la profecía que liberará Arrakis y el universo del totalitarismo imperial y de la Cofradía Espacial, la cual se sostiene sobre la economía de la “especia”, una sustancia que, extrapolada a mi infancia, podría pasar por petroleo, que se produce en ese planeta desértico donde el durmiente ha de despertar. Pero ¿por qué? ¿No estaría mejor babeando la almohada? Bien podía quedarse roncando o soñando que un buen héroe no es quien piensa que es un líder ni un líder es un héroe, y menos todavía un mesías. Un héroe es quien hace algo fuera de lo común y, con ello, beneficia a unos y joroba a otros; y quizá un buen líder también invite al resto a pensar por ellos mismos, para que sean los héroes y los villanos de sus existencias sin mesías ni ídolos. Pero, aparte de esta idea, que quizá me genere el film de Denis Villeneuve o ya la lleve puesta desde antes de leer a mis veinte la novela de Frank Herbert que me prestó mi cuñado, carezco de otra respuesta para la desgana que se apodera de mí mientras veo la película, salvo que la siento forzada en exceso, lo cual impide que fluya ligera ante mi pensamiento, por mucho que insista en su aspecto visual, el cual por sí solo está muy bien, pero al unirlo al resto que hace posible una película lo que veo se me antoja con ambiciones, pero que no pasan de la pretensión de homogeneizar realismo y misticismo, cuando no da para lo uno ni lo otro. El esfuerzo, que cobra su forma en las imágenes y los sonidos, en la insistencia del fondo musical, no implica que los resultados obtenidos sean los esperados, ya que, quizá, en esa intención, se pierda el mito, la fantasía y la capacidad de generar emociones, la épica y la diversión que podrían dar algún sentido a una enésima aproximación cinematográfica a la figura mesiánica…



Películas como Farenheit 451 (François Truffaut, 1966), 2001. Una odisea del espacio (2001. A Space OdysseyStanley Kubrick, 1968), Solaris (Andrei Tarkovski, 1972) o La llegada (ArrivalDenis Villeneuve, 2016) son ejemplos de films de ciencia-ficción que sí abrazan una madurez filosófica o reflexiva inusitada en el género cinematográfico, pero Dune, no. Más allá de su pretenciosa artificialidad y de su ritmo, que el cineasta canadiense pretende pausado, quizá recordando lo buenos resultados obtenidos en La llegada o en menor medida, en Blade Runner 2049 (2017), no me pregunto qué aporta al género, sino qué me aporta a mí, como espectador. Aquí sí encuentro respuesta, encuentro un desierto en el que todo semeja igual a otros tantos ya vistos en el cine y en otras formas expresivas contemporáneas. En la adaptación de Villeneuve veo un paso hacia ninguna parte en su filmografía. Sencillamente, veo un film más, de los muchos que desde hace años pretenden llamar la atención de un público mayoritario acostumbrado a consumir films que apenas susurran ideas, películas que aprovechan el tirón de sus actores o la fama de su fuente literaria, producciones que saben aprovechar las expectativas generadas gracias a una importante campaña de promoción y propaganda. Y cuando sale algo que parece grande, lo toman como tal, quizá sin llegar a serlo o sin explicarse porqué creen que ha de serlo. Pero, finalmente, dudo que Dune sea la gran película que prometía ser; ni tampoco mejora lo expuesto por David Lynch en su vapuleada adaptación de la novela con la que Frank Herbert inició la saga que acabaría siendo un filón económico y un despropósito literario de secuelas y precuelas, estas a cargo de su hijo Brian Herbert y Kevin J. Anderson. Sí, también he leído tres de estas, pero sentí la sensación de que estaba dedicándoles un tiempo que podía emplear en aburrirme sin necesidad de ayuda. Aunque diste de ser un film redondo, el Dune (1984) de Lynch no se toma en serio a sí mismo, ni su evidente mensaje conservador y mesiánico, sino que prefiere recrearse y pasearse por un mundo extraño, acorde con sus intenciones creativas. Sin sentirse a gusto, condicionado por los intereses y límites a los que tuvo que enfrentarse (y no superó), Lynch intentó encontrar su propia fantasía en Arrakis, mientras que el viaje de Villeneuve también lo intenta, pero su transitar por las arenas del planeta desértico se queda en tierra de nadie, quizá porque no se decide si apostar a la aventura, al mito, a la reflexión, o no encuentra la combinación exacta. Esa es una de las impresiones que me genera la película, que no tiene claro hacia dónde ir, o yo no sé verlo, y se queda a mitad de camino de todo y nada, quizá a la espera de encontrar su dirección y sentido en su segunda parte. Puede que ahí esté el problema, en la división de un todo en dos mitades que necesitan volver a unirse...




viernes, 19 de noviembre de 2021

Rosaura a las diez (1958)


Pensando en títulos con nombres de mujer, me llegan primero Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940), Laura (Otto Preminger, 1944) y Jennie (Portrait of Jennie, William Dieterle, 1948), tres películas que enlazan con Rosaura a las diez (1958) en el nombre femenino y en la presencia de un retrato de la mujer que les da título. Común a las cuatro también es el misterio que las envuelve y que envuelve a cada película con su propia personalidad y con su forma particular. En el caso de Mario Soffici y su Rosaura, cobra distintas formas, según quien narre los hechos que observamos en la pantalla; y que en mayor parte transcurren en el pasado. Lejos del cine social de la dramática Prisioneros de la tierra (1939) o de la cómica Kilómetro 111 (1938), Soffici nos lleva de la mano por momentos que se suceden melodramáticos, cómicos, oníricos, misteriosos, sombríos y de pesadilla. Nos conduce allí donde quiere ir y a donde llega gracias a sus cuatro personajes-narradores; tres de los cuales aportan las piezas del puzzle y una apunta la solución por carta —el medio epistolar también es el que introduce el conflicto y el misterio a resolver. La primera narradora, la que más extiende su relato, es doña Milagros (María Luisa Robledo), la dueña de la pensión donde se desarrolla la mayor parte del film y donde <<todo empezó seis meses atrás, en realidad, doce años atrás>> —explica a la policía.


En ese instante, las imágenes retroceden en el tiempo y se detienen con la llegada de un pintor que restaura cuadros. Se trata de Camilo Canegato (Juan Verdaguer), un infeliz a quien doña Milagros acoge y cuida como si se tratase de su familia Ella asume que, junto a sus tres hijas y sus huéspedes, forman una familia y que ella es la guía, lo que la justifica para interesarse por las intimidades de don Canegato cuando, pasados los años, una desconocida le remita cartas perfumadas que despierta la curiosidad en todos los habitantes de la pensión. Doña Milagros continúa narrando los hechos, como si lo más natural del mundo fuese invadir la intimidad del introvertido pintor que se convierte en el centro de interés de los inquilinos y del servicio, pero lo hace con un tono que desvela su idea romántica del amor y de la lucha por el amor, como si ella misma fuese una narradora romántica del siglo XIX. Muy diferente es el tono empleado por David Réguel (Alberto Dalbés), el huésped joven y universitario, que releva a la dueña de la pensión en el testimonio de la historia. Su perspectiva es obsesiva, negra, fruto de los hechos que ya conocemos, pero también de la contrariedad que siente y de celos que le despertó la relación de Camilo y Rosaura (Susana Campos), la remitente de las cartas y la mujer que se presenta en la pensión preguntando por Camilo Canegato. Por momentos, sobre todo en la segunda parte de Rosaura a las diez, cuando don Canegato toma el relevo en la narración, el tono psicológico se acerca al de Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955), en la presencia de espectros creados por la imaginación del triste e inseguro protagonista que, necesitado de la atención femenina, consigue gracias a las cartas recibidas que las mujeres le miren como hombre y no como al infeliz que él mismo siente ser.