*Charles Bukowski: Lo que más me gusta es rascarme los sobacos.
jueves, 21 de agosto de 2025
Factótum (2005)
miércoles, 20 de agosto de 2025
Green Zone: Distrito protegido (2009)
lunes, 18 de agosto de 2025
Werner Herzog y el camino
domingo, 17 de agosto de 2025
El fugitivo (1993)
Las pruebas le señalan, a pesar de ser inocente, porque esa es la interpretación de la policía, del tribunal y se supone que del jurado (que no vemos en pantalla). El veredicto dictamina su culpabilidad y se le condena a muerte. Así, de ejecutarse la sentencia, no dejaría de ser un homicidio a sangre fría, un asesinato no muy diferente del que le acusan. La ley, sus ejecutores, estaría matando a una persona que, además, resulta ser inocente. En este punto surge una de tantas contradicciones “legales”, pero lo que prima en El fugitivo es la acción, la persecución, la fiesta; no el entrar a debatir cuestiones incómodas como el matar bajo el amparo de la ley, tema que sí abordaría Tim Robbins en Pena de muerte (Dead Man Walking, 1995). A Davis, que venía de rodar dos thrillers de acción con Tommy Lee Jones, A la caza del lobo rojo (The Package, 1989) y Alerta máxima (Under Siege, 1992), (y a los guionistas) le interesa poner trabas en el recorrido del héroe inocente hacia su meta: dar con el verdadero culpable; hasta entonces, lo único que Kimball puede hacer es huir e investigar por su cuenta. Escapa aprovechando la situación generada por varios convictos, los que intentan fugarse del autobús que los traslada, y así el falso culpable también se convierte en fugitivo y en perseguido. Ahí, en la persecución, entra en juego Samuel Gerard (Tommy Lee Jones), una mezcla de cazador, asesino legal y agente federal a quien no le importa si su presa es culpable o inocente.
Cinco años después del estreno de El fugitivo, Gerard tendría su propia película, la menos afortunada US Marshall (Stuart Baird, 1998), pero en esta el protagonista es Harrison Ford, y la misión de Jones es la de ser su antagonista, aquel que debe atraparle y devolverle al corredor de la muerte. Aunque implacable, el agente no es un obcecado, ni un inepto, sino un tipo duro (y un personaje un poquito menos simple que Kimball, aunque para nada poliédrico) que va reflexionando el caso durante la búsqueda; al fin y al cabo, un poco de reflexión es lo que debería exigir cualquier búsqueda. Como en todos estas películas, el culpable ya ha salido al inicio, de modo que todo gira alrededor de la sorpresa que implica el descubrimiento de lo inesperado; aparte, resultan fundamentales el montaje, para conferir al conjunto apariencia de tensión, y el fondo musical de James Newton Howard, similar a tantos otros de la época, que abandona el fondo y, en no pocas ocasiones, cobra estruendo para enfatizar y condicionar esta película dirigida por Andrew Davis, responsable de varios éxitos comerciales en los 90, siendo El fugitivo la más exitosa de todas las suyas; aunque, si uno se detiene y contempla más allá del espectáculo y el ruido propuestos, ¿que queda? ¿Algo?
sábado, 16 de agosto de 2025
Rincones sin esquinas (historias)
<<Todos tenemos una historia detrás, a los lados y ante nosotros. También las ciudades poseen su propia historia y sus historias. Y todas son especiales y corrientes, y no hay nada de extraordinario en ser ambas, aunque el hecho de ser, lo sea. Dolor, felicidad, aflicción, esperanza, pérdida, culpa, búsqueda, memoria, sangre, amor, olvido,… existen en las piedras y en las casas, sobre el asfalto de hoy, en la tierra de ayer y en el aire de mañana. Caminan sus distancias, acompañando a los viandantes o aguardando en la siguiente esquina, en soledad acompañada o en compañía de la soledad. Las historias viajan con cada existencia, acuden a ella y forman parte de ella. A veces, la memoria las evoca o las rescata, otras aparecen cual fantasma que asusta, algunas llegan cual caricia que nos saca una o diez sonrisas. Las hay que recuperan lugares y personas, queridas y perdidas, olvidos que regresan en el sueño o en la vigilia. Las imágenes que preferimos nos traen dicha, viejos amigos y épocas en la que no logramos enfocarnos con nitidez porque ya son ensoñaciones. Nuestro rostro es la suma de las caras del ayer y del hoy, reflejos de interiores cambiantes. Las ciudades, los pueblos, el campo, la montaña, el mar, el río cercano, nos reflejan, nos acompañan y nos cambian, forman parte de nuestra identidad o, mejor dicho, nos identificamos con sus espacios, que son los nuestros o los creemos nuestros, según por donde se mueva nuestra cotidianidad y nuestra fantasía, puesto que cualquier lugar mezcla lo que es y lo que deseamos sentir que es…>>
El fragmento pertenece al libro Rincones sin esquinas, pp. 21-22.
Rincones sin esquinas se puede adquirir en el siguiente enlace: https://www.amazon.es/dp/B0DW4D4MRP?ref_=pe_93986420_774957520
viernes, 15 de agosto de 2025
Todo es mentira (1994)
El personaje de Coque Malla en El columpio (1993), el cortometraje con el que Álvaro Fernández Armero debutaba en la dirección, introduce el pensamiento de su personaje en la pantalla, afirmando <<Si es que todo es mentira…>>, para ir dejando escuchar su manera de pensar y de sentir hacia la desconocida interpretada por Ariadna Gil, quien, a su vez, piensa para sí y ambos para que los escuchemos. De esa manera, Fernández Armero nos hace testigos del diálogo entre dos interioridades que se desean, pero que temen dar el paso y descubrir la atracción que el uno despierta en la otra, y viceversa. Entre ellos, se establece un diálogo sin voz, sus cuerpos se muestran inseguros y evasivos, mientras que sus voces interiores dejan ver la atracción mutua que sienten. Es una relación efímera, solo posible en ese instante, hay que dar el paso o ya será demasiado tarde cuando el tren llegue a la estación y de allí arranque y los separe. Este tono de comedia juvenil, de pareja, de casualidad, agudiza el aparente hastío del personaje masculino en Todo es mentira (1994), el primer largometraje de Fernández Armero, en el que Coque Malla asume un papel similar, probablemente el mismo joven que en El columpio, que también siente hastío. Está harto de su entorno y asume la idea de irse a Cuenca, como idea de abandonar su vida madrileña, la cotidianidad que le aburre y en la que se encuentra a <<tías bordes y a tíos babosos>>. Pero Pablo, que así se llama el personaje, no se decide a emprender el cambio que, posiblemente, ni siquiera sepa hacia dónde orientar, salvo en la idea de cambiar, el “Cuenca” idealizado, aunque se verá obligado a un cambio real, cuando inicia su relación con Lucía (Penélope Cruz)…
jueves, 14 de agosto de 2025
Luces de candilejas (1954)
Alguna vez he leído que el musical es el género de la alegría y de la felicidad. Supongo que así será para quien eso piense, mas no para quienes lo ven como el género del kitsch (junto con las comedias de teléfono blanco, o rosa, y las más inaguantables: las protagonizadas por Doris Day), y quien no descubre la ensoñación rítmica prometida, la que presume fugarse de las leyes no escritas de la cotidianidad porque el protagonista habla al público o al vecino cantando, mientras una orquesta invisible musicaliza la partitura, o baila en las barbas a la policía que le sale al paso para imponerle su regreso a la falsa realidad. A veces, con excesiva frecuencia, se me atraganta el género, por insípido. Salvo sus canciones y el baile por el baile (la coreografía), ¿tiene algo más que expresar? ¿Alegría? ¿La transmite? ¿La contagia? Depende de quien conteste o en que películas se piense, pero, a veces, ni los ritmos ni las coreografías funcionan; tal vez porque hay ocasiones en las que ni siquiera los temas musicales ni las danzas pueden cubrir la ausencia de una farsa o de una fantasía que cantar y con la que atrapar la atención y la ilusión de quien contempla y escucha a los personajes cantando y bailando.
Cantar y bailar forman parte de la cotidianidad del musical, un género en el que la frivolidad también es cotidiana, y en el que la ñoñería suele reinar; aunque a veces lo hace con estilo, diría que también con cierta sabiduría, y un saber fugarse de la realidad digno de aplauso. Algunas de sus mejores obras escapan de la mediocridad y se asientan y deleitan en el espacio artificial donde sitúan su ritmo y su sobrado magisterio. En esos casos, que son los menos y suelen estar en manos de los mismos creadores (Arthur Fred, Stanley Donen, Gene Kelly, Vincente Minnelli, Mark Sandrich, Alan Jay Lerner…) hay magia cinematográfica y el género regala un Sombrero de copa (Top Hat, Mark Sandrich, 1934), que supera la mediocridad y la pesadez para ser ligera como los pasos de Fred Astaire, un Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), en la que, bailes y canciones aparte, se ofrece una caricatura (para nada hiriente) del paso del cine silente al sonoro, o un Camelot (Joshua Logan, 1967). Otras, también poseen renombre, pero no deparan la ilusión de estos dos títulos. Se tornan plomizas y la supuesta magia aburre hasta provocar el bostezo en los más aguerridos y el terror en quienes no tenemos ni el aguante ni la valentía para enfrentarnos a Brigadoon (Vincente Minnelli, 1954) o Luces de candilejas (There’s No Business Lilke Show Business, Walter Lang, 1954) y salir con la satisfacción y la sensación de haber vencido. Ante películas como estas, no puedo más que pensar que me divertiría más conversando con la mosca que acaba de entrar en la habitación. Pero ya se ha ido, así que regreso al musical, para decir que es un género complicado de llevar a la pantalla (y a un escenario). Precisa equilibrar bailes, canciones, humor o dramatismo, personajes e historia, si la tiene, y mostrar un todo homogéneo donde no desentonen ninguna de sus partes. Dicho equilibrio lo encontramos en El pirata (The Pirate, Vincente Minnelli, 1948), West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961) o en la ya citada Cantando bajo la lluvia, sin embargo, se encuentra ausente en Luces de candilejas. Aun así, este musical dirigido por Walter Lang se sitúa entre los mejores realizados en la 20th Century Fox, aunque tampoco es mucho decir, pues el de Darryl F. Zanuck no era un estudio que destacase precisamente por sus aportaciones al género...
miércoles, 13 de agosto de 2025
Arthur Schopenhauer y El arte de tener razón
martes, 12 de agosto de 2025
The Man Who Thought Life (1969)
La década de 1910 fue esplendorosa para la cinematografía danesa, que iba a la cabeza de la evolución cinematográfica, pero mediado el decenio, en parte debido a la situación bélica que atravesaba Europa, fue decayendo hasta pasar desapercibida para el resto del mundo, en el que se iba imponiendo el cine estadounidense. Sin embargo, la danesa nunca dejó de producir, mas sus películas no eran distribuidas en la mayoría de países. Así, su pequeña industria cinematográfica ha pasado desapercibida en otras latitudes, lo mismo que sucede con otras muchas, y títulos como The Man Who Thought Life (Manden der tænkte ting, 1969) no fueron estrenados en España, ni en Portugal, ni en Latinoamérica, entre otros lugares del globo; ya no digamos en otros planetas, que es un mercado al que aspiran el cine chino, el indio y el estadounidense. Descubrirla, pues, me parecía una idea atractiva, pero la primera impresión que me produjo, la deparada por sus primeros minutos, fue la de “esto ya lo he visto antes”. Posiblemente, se debiera a sus influencias, las que se dejan notar de las nuevas corrientes cinematográficas europeas, sobre todo de la nouvelle vague. Entonces, pensé que en esa época (la de los años sesenta) el director de cine quiere ser artista, que se le reconozca como tal, y para ello debe insistir en su obra. Así que lo de menos parece ser centrarse en los personajes y en la historia a contar. Se prioriza la forma, algunas de las cuales habían sido descartadas en el período silente, incluso hay que ni siquiera pretenden contar historia alguna. “¿Para qué insistir, si siempre son los mismos temas?”, quizá se plantease alguno y se respondiese que “hay que dejar claro que se conoce la técnica, que la cámara me obedece y mis planos aspiran a ser obras de arte”. Pero no por pretenderlo se consigue ni arte ni obras maestras. ¿Cuantas existen de estas? Muy pocas. ¿Una entre cada mil películas producidas?
El Hollywood clásico (y el actual, también) parecían tener un par de moldes de donde salían la mayoría de sus productos, salvo la de ciertos cineastas, unas y otras podrían pasar por obras de cualquiera y todas productos de su industria. Tal sensación de repetición también me la producen las producciones salidas de los nuevos cines u olas. Muchas me parecen salidas del mismo patrón. Es inevitable, tras la novedad, o lo novedoso, a base de repetirse, esta se convierte en hábito. No resulta complicado ubicarlas en el tiempo, ya sea por su iluminación, por sus ángulos de cámara o por planos filmados desde la Luna o allí donde el cineasta cree que lucirá su pericia e inspiración, que luego será elevada en un montaje al que no le importa parecer brusco. Esto iba pensando mientras contemplaba este film del danés Jens Ravn basado en la novela de Valdemar Holst, por lo tanto, también me dije que si tenía base novelística tendría que tener historia. Efectivamente, The Man Who Thought Life la tiene, igual que posee los rasgos característicos de los cines de los sesenta. Ravs mezcla géneros para hablar de la fantasía, la realidad y la locura. Introduce la idea de que todo lo que salga de la normalidad, que es aquello que se da por válido y ordenado, de la explicación aparentemente racional, está condenado al rechazo, a generar temor, al menos hasta que logre incorporarse a lo habitual y explicable dentro del orden que anteriormente lo habían rechazado. La excusa para hablar de ello la encuentra en el cerebro, ese íntimo desconocido desde el cual nos identificamos e interpretamos el mundo. El del antagonista es capaz de crear materia. La crea a su antojo, para su placer, salvo que no puede crear un ser humano y mantenerlo en el tiempo como sí hace con sus puros y su coñac. Por ello necesita la ayuda del doctor Max Holst (Preben Neergaard), un prestigioso neurocirujano, a quien cuenta su secreto y a quien presionará para que lo opera y así lograr liberar esa parte del cerebro que le posibilite que sus criaturas sobrevivan en el tiempo como cualquier otro ser vivo. Con su poder, Steinmetz (John Price) puede lograr comodidades materiales, pero, tal vez, aspire a tener compañía, pues la vida que crea no puede mantenerla más allá de un instante. Es efímera, mucho más efímera que la natural, y su deseo es que perdure. En realidad, su deseo y su aspiración es la de ser Dios y, para lograrlo, necesita la ayuda que el psiquiatra le niega. Esta negativa cambia el tono del film, introduce la intriga, la que depara la suplantación de identidad que despoja a Holst de cuanto es, salvo de sí mismo. Ya nadie lo reconoce como él, ni siquiera Susanne (Lotte Tarp), su prometida, que ahora está apunto de casarse con otro él, el que Steinmetz crea una y otra vez para presionarle y lograr lo que se propone…
viernes, 8 de agosto de 2025
Colors (1988)
El cine de policías de la década de 1980 toma la pareja de contrarios para crear sus héroes dispares, más o menos cómicos en la oposición de sus rasgos y comportamientos, en films que no pretenden ser un reflejo de la cotidianidad policial ni delictiva en las calles. Más bien, buscan la adrenalina, algún chiste fácil, la evasión de la realidad y el aumento del consumo de palomitas. Para ello, se potencia una imagen policial y urbana, que ya había asomado en “los setenta” en largometrajes como El rastro de un suave perfume (Hickey & Boggs, Robert Culp, 1972), en las antípodas del policiaco del decenio anterior, que era más amargo, pesimista y nada condescendiente con el público al que exigía un esfuerzo y al que situaba ante situaciones hirientes de una realidad en la que el “sueño americano” ya no tenía cabida.
Si hago un pequeño esfuerzo memorístico logro recuperar títulos de los ochenta como Límite 48 horas (48 Hours, Walter Hill, 1982), aunque en esta uno de los miembros del dúo es “caco”, Arma letal (Lethal Weapon, Richard Donner, 1985), Danko: calor rojo (Red Heat, Walter Hill, 1988), Tango & Cash (Andrei Konchalovsky, 1989), Socios y sabuesos (Turner & Hooch, Roger Spottiswoode, 1989), de pareja humana y canina, o El principiante (The Rookie, Clint Eastwood, 1990), que si bien está realizada en los 90 no desentona dentro de este puñado de títulos, al que también se podría añadir films posteriores; por ejemplo Colegas a la fuerza (The Hard Way, John Badham, 1991), en la que el dúo lo forman un policía y un actor que busca en su relación con el anterior su personaje para su próxima interpretación. Pero las únicas que me vienen a la memoria que pretenden tomarse en serio la relación entre policías, de estos con su oficio y con la realidad de las calles son Distrito Apache: el Bronx (Fort Apache, the Bronx, Daniel Petrie, 1981), que tiene más de los 70 que de los 80, y Colors (Dennis Hopper, 1988), que parece querer recoger el testigo de películas como Los nuevos centuriones (The New Centurions, Richard Fleischer, 1974), aunque no alcance el nivel de contundencia y pesimismo del film de Fleischer, cuya capacidad narrativa va por delante de la de Hopper, cuya película más popular fue su primer largometraje: Easy Rider (1969), en la que la pareja protagónica se encontraba al margen ya no solo de la “ley”, sino de la sociedad, en el desencanto y la huida…
En Colors, Hopper, que ya no era ni tan joven ni tan rebelde con o sin causa, cambia de lado y se posiciona dentro del orden. En concreto, concede el protagonismo a una típica pareja de policía, formada por un veterano y un novato cuyas veteranía y bisoñez ya quedan definidas en su primer encuentro; e irán desvelando sus modos de entender el oficio y las calles de una ciudad como Los Ángeles. El rótulo inicial habla de más de seiscientas bandas callejeras y de al menos setenta mil pandilleros. Ante esa cantidad de guerrilleros urbanos, jóvenes que nada tienen que perder, nihilistas de barrio, que encuentran en los colores de las pandillas la sensación de pertenencia que les niega una sociedad marcada por las diferencias de oportunidades, por las raciales, las educativas y las economías. Para ellos, las bandas, sus miembros, son sus familias, dicho de otro modo: el último refugio frente a una sociedad, un sistema y una situación que sienten les condenan a la marginalidad, a la violencia y, finalmente, a la criminalidad. Ante este elevado número de pandilleros, tanto la policía local como la oficina del sheriff han creado cuerpos especiales para combatir este tipo de crimen, en muchas ocasiones, relacionado con el narcotráfico y que depara la lucha entre bandas. A uno de estos cuerpos especiales, el C.R.A.S.H., pertenecen Bob (Robert Duvall) y Danny (Sean Penn), en quienes se descubren las dos perspectivas que Hopper nos acerca: el primero, conoce las calles y su oficio, su visión es amarga, pues comprende que la vida allí también lo es; el segundo presenta un aire chulesco, es vital, desconocedor de la realidad de esas mismas calles angelinas donde la marginalidad y las armas son parte del paisaje humano, esas mismas calles que unos interpretan de una manera y otros de otra diferente…
miércoles, 6 de agosto de 2025
Rapa Nui (1994)
Los temas y las situaciones se repiten en novelas, teatro o cine, pues todo parece reducirse a una serie de cuestiones humanas que van desde el amor a la venganza, pasando por las costumbres, la hipocresía social, la lucha contra las injusticias, la supervivencia, las supersticiones, el miedo a morir y, por ende, a vivir o la búsqueda de uno mismo en una vida que no sabemos si es sueño o pesadilla, o la mezcla de ambas. Vamos, lo que ya se encuentra en el teatro de Shakespeare y en el de Calderón, en el Quijote cervantino o con mayor burla en Gargantúa y Pantagruel. Todo ello se desarrolla en los más diversos espacios, algunos reales otros inventados, urbanos, marítimos y rurales, incluso en desiertos áridos o helados y, por supuesto, en paraísos insulares como los de Moana (Robert J. Flaherty, 1926), Tabú (Friedrich W. Murnau, 1931), Ave del Paraíso (Birth of Paradise, King Vidor, 1932) o mismamente King Kong (Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper, 1933), que no dejan de ser los hogares cotidianos de sus moradores. Aparte, estas películas acercan a la gran pantalla las costumbres y los espacios isleños. Se hace con intenciones documentales en la de Flaherty y, en menor medida, en la de Murnau, que también iba a ser de Flaherty, mas en las cuatro se desarrollan ficciones, más o menos familiares para el público continental. No dejan de plantear historias humanamente comunes, ya sean de maduración, de amor o de rivalidades que podrían ubicarse en otros lugares, en otras islas, tal que la de Rapa Nui (1994). Hubo otras islas cinematográficas entre medias, hasta que, sesenta años después, Kevin Reynolds, producido por otro Kevin, Costner, con quien ya había colaborado con anterioridad en Fandango (1985) y Robin Hood (1991), realizó su viaje cinematográfico a una isla remota, la de Pascua (Chile), pero su distancia no era solo la que la separa del suelo continental sino la que le alejaba de nuestros días…
Reynolds sitúa su historia siglos atrás, además aísla el espacio como si el mundo se redujese a esa tierra y al agua que la rodea. Y tiene lógica, pues nadie, salvo el padre de Noro, ha salido de la isla. Todo se reduce a Rapa Nui, que tal nombre recibe por parte de sus habitantes, que se dividen en dos pueblos: los orejas cortas y los orejas largas. Los primeros son la clase trabajadora, prácticamente esclava, y los segundos, la clase dominante, la que manda en la isla, pues solo un representan de alguno de sus clanes podrá gobernar; esa es la tradición, el deseo de los dioses. La elección del “hombre pájaro” no es democrática, es competitiva, es decir, uno de los nobles accede al poder tras la victoria de su representante en la competición anual. Noro (Jason Scott Lee) será quien represente a los suyos, quien participará por su abuelo, supersticioso e infantil, que podría pasar por idiota a ojos de cualquier individuo continental de la época. Pero la explicación de su comportamiento reside en la propia manera de entender el mundo, por parte de la población insular y también porque así se describe en el guion de Reynolds y de Tim Rose Price. Respecto a esto, solo Maki (Esai Morales) muestra un comportamiento diferente, cercano al de Espartaco o al de un revolucionario marxista de finales del XIX o de buena parte del XX. Maki y Noro son amigos de la infancia, y ambos están enamorados de la misma mujer: Ramana (Sandrine Holt), pero esta ya ha decidido que su amor es para el segundo, lo cual resulta un problema para ellos, pues pertenecen a distintas clases sociales. Esta situación, así como que se vive en la isla, posibilita a Reynolds introducir entre la acción notas de racismo, clasismo, injusticia social, competición, sacrificio, revolución, salvajismo y amor. Pero, de eliminar el paisaje y la construcción de los moais, las famosas figuras pétreas de la Isla de Pascua, el romance y la aventura no dejarían de ser dos más entre los miles ya filmados…
lunes, 4 de agosto de 2025
Miguel Gila y Un poco de nada
Hoy, 13 de diciembre de 2024, el cartero ha sido como una especie de Papa Noel, tal como aquellos que Miguel Gila recordaba de su niñez. Otros días es como una persona más, aunque vestida de uniforme azul y amarillo. Pero valga que en ambos casos herede, humanice y profesionalice por oposición el viejo cometido del olímpico Hermes. Mas el cartero es terrenal, bien lo sabía Bukowski, por ajeno al contenido de sus entregas, y cotidiano en su recorrido por calles, edificios y puertas a las que llamar. Casi siempre ignora quién le da acceso a los buzones, salvo que entregue en portería o establezca una relación como la mantenida con Neruda, a través de Antonio Skármeta en su Ardiente paciencia, o con algún vecino anónimo que sabe le abrirá porque siempre está en casa. Ignora si porta buenas o malas noticias, cumple su cometido y desaparece hasta la jornada siguiente. Esta mañana timbró y me trajo ilusión en formato tangible. Suena raro, pero a veces un objeto puede transportarla en su interior. Así de materialistas somos, incluso cuando respiramos, tal vez también cuando soñamos... Se trataba de un paquete bien embalado, así que no respeté el envoltorio y lo abrí lo más rápido que pude. Sabía que era un libro; de ahí las prisas y la ilusión que me desbordaba y que tuve que recoger para que nadie la pisara. No podía equivocarme: ¡qué forma tan insinuante!, mi vista y mi tacto así me lo comunicaban. El paquete envolvía un libro de tantos que ya me cuesta encontrar en las librerías físicas, salvo en las de segunda mano y descatalogados. ¿Cómo se puede descatalogar un libro? Suena triste. Pero hoy es un día alegre porque se trata de Un poco de nada, escrito por Gila, de quien había leído con anterioridad Y entonces nací yo. Memorias de un desmemoriado y Encuentros del más allá…
Ya por la tarde, avanzaba por sus páginas con la sensación de que Un poco de nada me recordaba en su estilo “libre” a mi libro Rincones sin esquinas, lo que me venía a recordar que existen similitudes creativas y emocionales entre desconocidos, más allá de espacio y el tiempo, son aquellas que nos hacen familiares y, contrariamente a lo que las similitudes apuntan, también únicos. Se trataba de un texto imaginativo, pero realista, sin una narración lineal, pero sincera y directa a las cuestiones que plantea. Gila es mucho más que un humorista, es alguien que se expresa desde el humor, que hace de él una herramienta para abordar cuestiones carentes de gracia, como el momento en el que lo fusilaron y sobrevivió. Su lectura me deparó un instante humano que me acercaba a la persona y a su pensamiento, plasmado en escenas que existen entre lo que sucedió, el recuerdo y la evocación del protagonista: el propio cómico que recuerda sus inicios y su transitar abriendo vías y posibilidades. Gila no se limita a una narración habitual, eso sería atípico en un creador que no se limita ni reduce su historia a la sucesión de anécdotas ni al capricho sospechoso de un resultadista que quiera aprovechar su nombre para vender un título; pero resulta que Un poco de nada no es más de lo mismo si no un posible viaje por la evocación literaria e imaginativa de un tipo singular en quien más allá de lo contable está lo incontable: la sensibilidad, la honestidad, el talento y una pizca de amargura y de humor con la que aderezar la historia, la suya. Sus páginas me depararon instantes vitales, que son los que me llenan, los que me hacen reflexionar. Ahora, si alguien me preguntase un solo motivo por el que volvería a leer este libro, no le respondería al momento, pero me quedaría pensando y, tal vez, concluyese que la motivación para releer este viaje escrito por la memoria y por el pensamiento de Gila reside en su cercanía, en encontrarme de lleno en un espacio literario y emocional honesto, reflexivo, abierto a experiencias y a ideas compartidas, a otras ya leídas, algunas que en un primer momento me pasaron desapercibidas, las que pasan de largo en una primera lectura. Volvería a sus páginas porque se trata de una persona y de una obra que me valen la pena reencontrar. Soy de los que dicen lo que hoy no he visto, lo veré cuando vuelva, no tengo prisa en los viajes físicos ni el los literarios, no porque tenga más tiempo que el resto, sino porque el vivir los momentos que me deparan tipos como Gila, sin acelere ni objetivos, más allá de la propia lectura, me permite el transitar que deseo, incluso me permite volver a lugares y líneas recorridas en el pasado, un pretérito que ahora, en el presente en el que escribo, ya es otra, ya es diferente, ya es un poco de nada y tanto de mucho…
domingo, 3 de agosto de 2025
Leones por corderos (2007)
Por su fe en el sistema, Redford quizá ya dé la respuesta a las cuestiones que plantea y a la duda que siembra en el alumno de su personaje, aunque parezca que quiere abrir un debate sobre si se persigue alguna mejora, si esta es posible, o si todo (incluida la postura aparentemente rebelde del alumno) se sitúa dentro del orden establecido por un poder cuya meta es perpetuarse, pero no analizarse en busca de sus males, de sus contradicciones y de sus fantasmas internos. Este encuentro entre docente y universitario abre uno de los tres espacios desde el que Robert Redford, a partir del guion de Matthew Michael Carnahan, aborda la política internacional estadounidense, la que desde la Doctrina Monroe (1823) aplica una especie de intervencionismo amigable —en el que parece decir: “haz lo que te digo y así no tendré que enfadarme”— allí donde los intereses llamen. Mientras que el no amigable depararía presiones, bloqueos, actos en la sombra y, finalmente, si nada de lo anterior funciona, la intervención directa.
Las primeras actividades de este estilo datan del siglo XIX, cuando se desata la colonización del oeste y la expansión meridional en la que arrebatan Texas, Nuevo México y Alta California al vecino del sur. Años después, se precipita la guerra hispano-estadounidense, que implantaría su influencia sobre Puerto Rico y Cuba, que se revelaría décadas más tarde, deparando una situación de inestabilidad para las pretensiones de la potencia del norte, que decidió en época de Kennedy el bloqueo estratégico y asfixia económica de la isla caribeña. Pero aquel 1898 también fue el año de la anexión de las islas Hawaii, las cuales, junto a las Filipinas, abrían la puerta al dominio del Pacífico. Su política internacional empezaba a cobrar cuerpo en el continente americano y aumentaba su presencia en el Pacífico, donde la japonesa, otra potencia en auge, tenía sus planes de expansión. ¿Era presumible que los intereses de ambas chocasen?
Del “América para los americanos”, o dicho sin americanismos, “el continente para los estadounidenses”, se pasó a “el mundo libre para nosotros y el que no lo quiera así, lo liberaremos a la fuerza”. Esta política tuvo su periodo de pausa entre guerras, cuando la política que dominaba era el aislacionismo y el New Deal. Aun así, algunas de sus empresas abastecieron combustible a los rebeldes franquistas durante la guerra civil española (1936-1939) o, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), Roosvelt logró aprobar la “ley de préstamo y arriendo” con la que suministrar armas a Reino Unido y a la Unión Soviética, respectivamente su aliada de siempre y su enemiga natural. Tras la conclusión del conflicto y con la victoria aliada, la expansión estadounidense y la soviética cobraron nuevos bríos. La geopolítica había cambiado, se creaban dos grandes bloques.
Una demostración del nuevo poderío norteamericano fueron las bases en Alemania Occidental y Japón, que le permitían una mayor presencia sobre el terreno en Centroeuropa, al borde mismo de su rival, y en el Extremo Oriente (geográficamente, visto desde aquí). De paso, establecía una puerta de entrada para sus productos, que no tardarían en dominar los mercados nacionales de medio mundo y cambiar los usos de sus habitantes —la forma de vestir, jeans, camisetas, zapatillas deportivas, medias de nylon, nuevos hábitos, refrescos de cola, chocolatinas, goma de mascar o el jazz y el rock, sirvan de ejemplos de su colonización mercantil y “cultural”—, se pretendía guiar la política y la economía de sus países “amigos” e intentaba por la fuerza o por medios cuestionables marcar las del resto. Para ello siempre sirve la excusa de la seguridad del país y de sus ciudadanos, tal como sucedió con la intervención en Vietnam, un país al otro lado del Pacífico, adonde cientos de miles de soldados estadounidenses llegaron con la idea de estar defendiendo su modo de vida, pero no había ningún enemigo ocupando su suelo soberano, ni amenazaba con hacerlo...
Mirando de pasada la historia del siglo XIX y XX, Estados Unidos es la única potencia moderna que no ha sufrido una ocupación extranjera —al contrario que China, India, dominada por la corona británica, la Unión Soviética, Alemania, Japón o Francia— ni una serie continuada de ataques militares a su territorio —tal como los bombardeos alemanes sobre Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial o mismamente los aliados sobre Francia, antes y durante el desembarco de Normandía—. Su único ataque militar lo sufrió el 7 de enero de 1941, en Pearl Harbor, el que deparó su entrada en La Segunda Guerra Mundial, de la cual salió reforzada como la nueva gran potencia capitalista, sustituyendo a la británica. Desde entonces parece que Estados Unidos quiere llevar su ideología y sus marcas al resto del mundo, obtener recursos y controlarlos, escudándose tras el abstracto “libertad” —en palabras del senador Irving: <<como impulsor de la justicia y la rectitud>>—, pero sin contar con las ideas de aquellos a los que impone su política, apoyando, aupando o deponiendo a sus gobernantes. La historia aún recuerda muchos de esos manejos, solo basta buscarlos, pero la postura del senador republicano Jesper Irving (Tom Cruise) apela al presente, rechaza mirar ese pasado del que le habla la periodista Jannine Roth (Meryl Streep), a quien, por su ideología liberal de izquierdas, quiere convencer porque tenerla de su parte eliminaría cualquier duda, respecto a su política, por parte de la opinión pública. En todo esto, la meta no difiere de la perseguida por anteriores imperios que se expandían y ocupaban territorios en busca de aumentar su poder, su influencia y su economía…
Durante el siglo XX, ese movimiento imperialista estadounidense tuvo su reflejo antagónico en el practicado por la Unión Soviética en sus países satélites. Pero desaparecido el imperio soviético en 1991, el enemigo a señalar se había difuminado, ya podía ser cualquiera o ninguno, pero era inevitable encontrar alguno. Uno de ellos había sido un aliado cuyo comportamiento disgustó cuando invadió Kuwait en 1990; estaba claro que eso no se podía permitir, no por la invasión de un estado soberano —ya en 1979 la URSS había invadido Afganistán y en la década de 1980, en 1983, Reagan había ordenado la invasión de la isla de Granada, más que nada, quizás para tapar las operaciones militares clandestinas que se estaban llevando a cabo en algunos países de Centroamérica; nadie dijo ni pio, excepto Johnny en Rambo III (Peter MacDonald, 1988), que apoyó a los talibanes frente a los soviéticos, tal vez porque vivía día a día—, sino por la situación estratégica y su principal materia prima: el petróleo. Esta invasión por parte del líder iraquí era injustificable, pero también los crímenes cometidos por su régimen cuando todavía era amigo y se dedicaba a acabar con parte de la población del país que gobernaba dictatorialmente, en buena medida porque la política estadounidense lo quiso ahí, y nadie de fuera protestaba —obviamente, en un régimen totalitario como aquel, dentro, tampoco—. Era su aliado, hasta que se le fue de las manos y desafió a quien no debía.
Tras la guerra del golfo, Sadam continuó en el poder, puesto que todavía podía ser útil; mas no resultó así y hubo que deponerlo de una vez por todas. Así que en 2003, apenas una década después de la guerra liderada por George Bush, padre, el hijo, W., tuvo la suya en el mismo lugar que su progenitor y, para ello, necesitaba una justificación, su propia casus belli. La suya fue la supuesta tenencia iraquí de armas de destrucción masiva. Para tales justificaciones, la prensa resultaría determinante, puesto que la opinión pública —manejada por los medios— era la testigo de los hechos que había que legitimar de algún modo. De ahí que en el presente de Leones por corderos, con la guerra de Afganistán llamando a las puertas, el senador Irving conceda una entrevista a Jannine Roth, a quien quiere venderle una realidad que justifique el intervencionismo bélico estadounidense en Oriente Medio, apelando a la guerra contra el terrorismo que se desata tras el 11 de septiembre de 2001. Esta fecha, clave en el devenir mundial, suena en el film en boca de varios personajes. Aquel trágico día, el mundo estaba del lado estadounidense, tal como Jannine le recuerda al senador, las naciones le ofrecían su pesar y las simpatías internacionales que se fueron dilapidando tras los hechos y las decisiones que salieron a la luz más adelante; algunas han sido expuestas en el cine posterior, que se ha hecho eco de situaciones como la caza de terroristas, las instalaciones de Guantánamo o las intervenciones como la que cuenta Redford en el tercer espacio de su film: sobre el terreno, atendiendo a los dos soldados sitiados en algún punto de Afganistán, cuando en su despacho, el senador Irving habla de la guerra contra el terrorismo, la que afirma deben ganar a cualquier precio, tal vez para insistir en su poderío o que este no se ha visto mermado, una guerra en la que su tecnología y sus fuerzas especiales se enfrentan, según afirma, a un enemigo que considera medieval y fácil de derrotar. Algo similar debieron suponer aquellos que en la década de 1960 ocupaban cargos similares al suyo respecto al ejército de Vietnam del Norte…
sábado, 2 de agosto de 2025
Del vicio de caminar
viernes, 1 de agosto de 2025
Emil Cioran y Del inconveniente de haber nacido
<<El pensamiento no es nunca inocente. Porque es implacable, porque es agresión, nos ayuda a romper nuestras trabas. Si se suprimiera lo que entraña de maldad, e incluso de demoníaco, habría que renunciar también al concepto de liberación.>> La lucidez es vicio que rompe cadenas y que no gusta a lo políticamente correcto, al orden establecido, ni a las multitudes que lo acatan fuera de ese desierto donde vaga quien disiente no por el hecho de disentir, sino por pensar y ver que no todo va bien, e intentar <<romper nuestras trabas>>. Claro que si al menos se callara, pero no, la mayoría de los lúcidos, van y hablan. Ay, presumidos de vuestro luminoso vicio, ¿cómo no vais a caminar por el desierto o permanecer en él cual Simón? O mismamente vivir aislados, en un cuarto de baño, en un intento de apartarse del mundo. Tal vez, por similar lucidez, ya sabe el dicho “dios los cría y ellos se juntan”, a Buñuel le diese por colaborar con Julio Alejandro y rodar Simón del desierto (1964) y a Juan Estelrich, partiendo del guion de Rafael Azcona, El anacoreta (1976). Y es que a Cioran tampoco le falta humor para hablar de la vida, ni sinceridad para abordar la no la muerte y decir que <<es imposible sentir que hubo un tiempo en que uno no existía. De ahí ese apego al personaje que se era antes de nacer>>. El verdadero inconveniente de haber nacido no es morir, que sí, por supuesto, aunque una vez muerto, ya siempre seremos el <<personaje que se era antes de nacer>>. Cioran habla de la vida, de como pueden arrebatarte la libertad, de como se puede vivir a ciegas o cegado, algunos menos buscando una posible luz que pueda evitar la sensación de que algo falla en todo este tinglado. Incluso llega a decir que <<el sabio es aquel que consiente en todo porque no se identifica con nada. Un oportunista sin deseo.>> ¿A qué se refiere? ¿A la postura de Lao Tsé o a donde hemos llegado, a la indiferencia? En cualquier caso, su visión, la expuesta en este tratado, contempla lo fanáticos e idiotas que somos y lo expresa sin vergüenza. Faltaría, pues Cioran es un auténtico vicioso de la lucidez y un tipo al que no le falta arte para exponer los resultados de su vicio…
El entrecomillado pertenece a Emil Cioran: Del inconveniente de haber nacido (traducción de Esther Seligson). Editorial Taurus, Madrid, 1981.