domingo, 31 de agosto de 2025

La virgen de los sicarios (1999)


La única novela que he leído de Fernando Vallejo, El desbarrancadero, apenas la recuerdo. Por mucho que intente recuperar la impresión que me produjo entonces, solo me llega la idea de que su narrativa buscaba ser diferente, “a trompicones”, incomoda, sin refinamientos ni concesiones al lector. En definitiva, lo único que recuerdo, o quizá sea fruto de la propia evocación, es que el escritor pretendía tener voz propia, sin disimular que la forzaba. Barbet Schroeder también la persigue a lo largo de su obra. Quiere un cine suyo, tal vez por ello no se adapte al comercial y busqué exigir a su público una actitud que abandone la comodidad en la que se sitúa el cine mayoritario. Pero no siempre me convence, ni me estimula, que sería el caso de La Virgen de los sicarios (1999), la adaptación que realiza de la novela de Vallejo; aunque no le niego sus momentos, ni su intención de ser distinta ni su humor negro, que funciona. Al contrario, me parecen aciertos, puesto que esas intenciones son las que mantienen a flote la relación que se expone en la pantalla, tanto la paterna-filial entre amantes como la de estos con el espacio violento que transitan para hacernos partícipes de una ciudad (un ambiente, una sociedad, un mundo) donde la vida no vale un peso y la muerte se visibiliza en los asesinatos callejeros o en cualquier lugar donde los disparos y los cadáveres ya forman parte del panorama urbano y humano. Y no me convence porque, y esto es evidentemente subjetivo, se me hace un tanto plomiza en su insistencia, la cual no mata, al contrario que el plomo de las balas que el joven amante de Fernando “regala” a quienes les molestan, pero, por momentos, sí me rompe la conexión con esos dos personajes que recorren Medellín y que comparten lecho y amor en el espacio cerrado donde el maduro escritor, que acaba de regresar a su país natal, asume el rol de Pigmalión del joven prostituto del que se enamora y que le corresponde mientras vemos que la vida alrededor no se respeta, no se ama, no florece, pues en la marginalidad, la violencia, la corrupción, la delincuencia, el desarraigo…, parece que, salvo milagro, ya vale nada.

viernes, 29 de agosto de 2025

Billy Wilder habla (2006)

En 1988, por la época en la que Volker Schlölondorff se encontraba trabajando en Hollywood, su primera producción estadounidense fue Muerte de un viajante (Death of a Salesman, 1985), tuvo la suerte de poder entrevistar a Billy Wilder, suerte porque el director y guionista nacido en Galitzia, en la actual Polonia, era bastante reacio a ser filmado y a conceder entrevistas, tal vez porque conocía el periodismo de primera mano, suya es una de las mejores películas que abordan la profesión, El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951), por su relación con la crítica o por el motivo que fuese. Lo hizo en varios encuentros que depararon la miniserie documental Billy Wilder, wie haben Sie’s gemacht? que la televisión alemana emitiría en enero de 1992. De esos encuentros, años después, se haría un montaje de una hora y diez minutos de duración para el canal TCM, estrenado como Billy Wilder habla (Billy Wilder Speaks, 2006) —en el que también intervino Gisele Grischow, que ya había codirigido la serie—, en el que el director de Perdición (Double Indemnity, 1944) habla de sus experiencia cinematográfica y las comenta con su ingenio y humor habituales. Scholöndorff y Wilder, también andaba por allí el crítico Hellmut Karasek, hablan en inglés y en alemán, idioma materno de ambos, sobre toda la filmografía estadounidense del responsable de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), incluso hablando de su película documental, nunca exhibida en salas comerciales, sobre los campos de exterminio nazis…

Fábricas de muerte (Death Mills, 1945) fue un documento producido por el ejército estadounidense del que Wilder formaba parte por entonces, cuando fue enviado a Europa con el grado de coronel y con la misión de ayudar a reconstruir la industria cinematográfica alemana. Empleando imágenes reales, tal vez algunas filmadas por George Stevens, que fue el cineasta que, también formando parte del ejército, junto a su equipo descubrió y filmó Dachau, sus recintos, los hornos, los cuerpos, mostraba el crimen cometido por los nazis en los campos de la muerte. En uno de ellos, murieron la madre, el padrastro y la abuela de Wilder, que se enteró de la suerte que corrieron millones de personas, entre ellas sus seres queridos, al descubrir esa realidad oculta, aunque sospechada y, probablemente, conocida por muchos de los que decían que no sabían nada. El desparpajo de Wilder domina en la pantalla, es el protagonista indiscutible, quien ocupa el centro de la escena y acapara nuestra atención, como antes lo hicieron los protagonistas de sus veintiséis películas de ficción, aunque Schlöndorff dice veinticinco, pues deja fuera Curvas peligrosas (Mauvaise graine, 1933), la comedia que Wilder rodó en París, antes de partir para Hollywood e iniciar una nueva vida, la cual comenzó en la sección de guionistas de 20th Century Fox, para pasar de inmediato a Paramount, donde conocería a Charles Brackett y donde ambos trabajarían para Ernst Lubitsch en La octava mujer de Barbaazul (Bluebeard’s Eighth Wife, 1938) y Ninotchka (1939). Fueron dieciocho años en los que Wilder se convirtió, primero, en uno de los guionistas más exitosos del estudio y, más adelante, en uno de sus directores estrella. Posteriormente, tras el conflicto que surgió a raíz de Traidor en el infierno (Stalag 17, 1952), Wilder asumiría un nuevo rumbo que, a partir de Ariane (Love in the Afternoon, 1957), le llevaría a trabajar con Izzy Diamond y en la empresa de los hermanos Mirisch… En todo caso, estamos ante un cineasta de los que sí puede decirse único, irrepetible, irreverente, creativo… de los <<más entrañables y talentosos del cine>>.



jueves, 28 de agosto de 2025

Unha idea breve e imprecisa de Galicia


Se pretendese facerme unha idea breve e imprecisa de Galicia, aínda poética, humana e histórica, acudiría ao terreo, mais no meu caso xa estou nel, ou aos numerosos libros que falan sobre esta fermosa terra ubicada no noroeste da península Ibérica; ou, como mínimo, dubidaría dalgúns textos e comentarios que corren polas redes sociais e acudiría a fontes máis fiables e elaboradas, pois en ditas liñas noto a intención de condicionar apelando á sensiblería e ao mito, pero a un que expón ao servicio da finalidade dos autores en non ás lendas e supersticións galegas. O que leo, detrás de cada un deses textos, é a intención de captar a atención para acadar seguidores e acumular “me gusta”. Pero, e que hai de acercar Galicia, a súa realidade, a súa historia, os seus mitos, as súas xentes, tan dispares como noutros lugares, con lazos comúns como o poídan ser a súa propia historia e os seus contos, os que tantos xa ignoran? O que segue só é un intento de percorrer, no menor espacio posible, para maior amplitude xa teño un libro, algúns deses aspectos que soen confundirse adrede ou por ignorancia, como ese que asegura e presume das raíces celtas de Galicia. Neste punto, esquécese que nunca foron probadas, só cantadas e exaltadas a partir do nacionalismo decimonónico propulsado por Faraldo, Rosalía, Aguirre, Murguía e máis precursores do Rexurdimento —máis adiante, xa no XX, tamén por autores como Otero Pedrayo— que atoparía en Curros e Pondal dúas puntas de lanza que unirse á poetisa de Follas Novas, a súa mellor obra en lingua galega, e Cantares Gallegos, o título que inicia e reivindica literariamente a identidade galega moderna…

Xeográficamente, Galicia presume dunha costa tan variada que hai prácticamente todo tipo de paisaxe, dende os acantilados da Capelada (en Cedeira), os máis altos da faciana atlántica europea, á rasa lucense, que irmana a galega coa costa de Asturias, pasando pola desembocadura do Xallas, que cae ao mar formando unha cascada única en Europa, aínda que o auxe hidroeléctrico da década de 1960 quiso impedirllo, polas dunas de Corrubedo que na nenez servíanos de lugar de xogo, por tanto entrante e saínte costeiro que nos deparan kilómetros e kilómetros de praías que acumúlanse fora e dentro das rías Baixas, Medias e Altas, sendo a máis extensa a de Arousa, na provincia de Pontevedra. Nesa ría desemboca o Ulla e por este río, conta a tradición xacobea, os discípulos de Santiago trouxeron o seu corpo terra adentro, tras a viaxe marítima dende Jaiffa, en Palestina, atravesando o Mediterráneo. Foi un percorrido imaxinario por un mar que quédanos lonxano. O que baña Galicia é o océano Atlántico, pero, ao contrario que acontece no Caribe ou nas Canarias, aquí a agua atlántica chéganos fría, mais non tanto que impida o chapuzón. Tampouco da medo, aínda que, en ocasións, cóbrese vidas e depare a dor e o pranto dun pobo costeiro. Nós non o tememos porque o coñecenos, o amamos polo que nos da e non o odiamos polo que nos quita. Só os tolos, os inconscientes ou os suicidas o desafiarían cando roxe na costa de mar aberto. O das rías é de augas tranquilas. En todo caso, dentro ou fora delas, flúe vida mariña e humana, a pesar dos excesos que as veces cometemos cos nosos tesouros naturais, que, en realidade, non son nosos, pois, por idade e espazo, porque xa estaban antes e estarán despóis, somos nós quen lles pertencemos. No plano persoal, o anaco de costa máis cercano, aquel co que rápidamente me identifico, exténdese entre os cabos Fisterra e Roncudo, ampliando a súa superficie ao norte ata Malpica de Bergantiños e cara o sur ata Carnota. A esa franxa costeira a chamamos “Costa da Morte”, pero o seu nome xa non significa morte, senón que converteuse nunha especie de orgullo vital dos distintos lugares e xentes que a conforman…

Galegas e galegos somos igual de festeiros que en calquer lugar, ou iso imaxino, só que celebramos as nosas festas de xeito distinto ao diferente doutros lares. Aínda que sospeito que iso era antes; agora todo tende a homoxeneizarse. Entón, perdimos parte da nosa tradición ou a evolucionaron por nós? Supoño que todo cambia e que todo esquécese e que o novo chega para sustituir o de onte, incluso sen que algúns, sobre todo ás novas xeneracións, coñezan que algo cambiou. Isto non é triste nin alegre, só forma parte dese devir histórico non escrito. Mais se o penso, quizais no fondo non cambiase tanto, pois todo xira arredor da vida e da morte: a unha celébrase con romerías, festas e cotidianidade, é a outra asúmese malamente con enterros, dor e pranto...

A nosa historia está infestada de distintos estratos, froito do contacto das diferentes civilizacións e pobos que nos visitaron e ficaron; dende os prerromanos, como os castrexos, ata os xermanos, os suevos fundaron aquí o seu reino, con capital en Braga; entremedias o amplo dominio romano. Na Alta Idade Media, Galicia ábrese ao Camiño que percorre polo norte, de este a oeste, a península Ibérica, dende os Pirineos (e alén) ata a tumba que Teodomiro, o bispo de Iria Flavia (se non me equivoco, a única sé episcopal en territorio cristiano, cando se encontra a tumba en Compostela, o resto, Mérida, Ossonoba, Toledo,… atopábase en terra andalusí), a poderosa orde monacal francesa de Cluny e o monarca astur Alfonso II, o Casto, quixeron apostólica en Santiago de Compostela…

Galicia nunca foi castelán, xa era antes de que nacera Castela, aínda que os seus reis e raiñas quixeron dominala e anexionarona ao seu reino; claro que, debido á teima do noso silencio, non puideron facer máis que esquecela, o tal vez asfixiala ou acantoala, nos séculos que chamamos Escuros e noutros que se supoñen máis claros. Antes de formarse a España (política) actual, o topónimo tiña un significado de diversidade de pobos e reinos, cristiáns e musulmáns, mozárabes e mudéxares, o de Galicia foi reino, con capital en Santiago, en cuxa catedral o Arcebispo Xelmírez coroou ao neno Alfonso Raimúndez rei galego, posteriormente o xoven monarca preferiría lucir a coroa de León co nome de Alfonso VII…

Cando se fala de que os pobos celtas deixaron os castros circulares cáese nun erro común, pode que froito da paixón celtista ou dun celtismo que escurece a figura dos castrexos, que foron os seus constructores e non os celtas, que tampouco aportaron nin ritos nin gaitas, que aquí soan distintas ás que sopran en Escocía ou en Irlanda. Non fai tanto, en Galicia, as supersticións e a realidade fundíanse para crear lendas, contos, lubisomes, sacaúntos, meigas, santa compaña, trasnos, bruxas, mouros e mouras. Pero, entre o mito e a realidade, moito antes tamén formouse unha identidade que atopa unha das súas pedras angulares no idioma galego, unha lingua que asoma polo século XI e que, debido a independencia do condado portugués, dará orixe ao galego e ao portugués actuais; polo que pódese dicir que o galaico-portugués sería a nai de ambos idiomas. Digo nai porque en Portugal, antes de ser reino (o que abarcaba a súa zona norte, posto que o resto era territorio musulmán) e tamén tempo despóis da coroación de Afonso Henriques, falábase este idioma que derivou do latín, o mesmo que se falaba en Galicia, que xa fora reino independiente con García (e incluso con anterioridade a este), eran no século XI dos dous condados nos que Alfonso VI dividiu a antiga Gallaecia romana. Galicia entregoulla a Urraca e Portugal a Teresa, a filla ilexítima que casou con Enrique de Borgoña, o curmán de Raimundo, a quen o VI enlazaría coa lexítima. Entre tanto enlace, Teresa e Enrique debían vasalaxe ao condado gobernado por Urraca e Raimundo de Borgoña; aparte, a Igrexia Bracarense sentíase nun plano de inferioridade respecto á Compostelana, que lle quitou protagonismo (e tamén certo número de reliquias que, posteriormente, seríanlles devoltas), e as rivalidades no tardaron en actuar e definir o futuro, xa pasado, xa historia.

O galaicoportugués foi o idioma dos trovadores medievales peninsulares, tamén o escollido por Alfonso X o Sabio para a súa poesía. Na Idade Media brillaron os Meendiño, Airas Nunes, Joan Airas, Martín Códax,… era tempo de cancioneiros, de cantigas de amor, de amigo, de escarnio e maldicir. Logo, coa subida ao poder dos Trastámara, casa-título que nace en Galicia, “tras do Tambre”, o idioma foi silenciado durante o que dimos en chamar Séculos Escuros. Se o idioma sobreviviu, lembra Castelao, foi grazas ás persoas, ao pobo, ás xentes dos campos e das vilas costeiras como o seu Rianxo natal. A mesma Rosalía o aprendería na parroquia de Ortoño, de nena, onde pasaría varios anos antes de regresar a Santiago xunto a su nai. Hoxe, agardo que por moito tempo, o galego se escoita (en igualdade a o castelán) nas rúas e prazas de cidades e pobos, nas aldeas, nas voces de nenos e de maiores… tamén asoma na literatura, no cine e na televisión.

Galicia mestura paisaxe de costa e de interior, marítimo e rural, é de xeografía de sube e baixas mareante, de montes, vales, depresións como a de Ourense, de límites naturais como Os Ancares e O Caurel, regada por numerosos ríos, sendo o de maior kilometraxe o Miño, que lévase a fama, mentras o dito continúa e di que o Sil, que nace na provincia de León, leva a agua. Ata fai apenas setenta anos, como moito, en Galicia a terra e o mar eran os medios de vida, había minufundio, caciquismo, conserveras, unha industria cuxa orixe remóntase ao XIX e a emprendedores cataláns, bosques —algúns equivocadamente repoblados con eucaliptos, especie foránea de veloz medrar e de non menor velocidad de combustión—, montes, máis ríos, rápidos e pequenos, perfectos para os saltos de agua, aislamiento, esquecemento, marxinalidade, á que foi condeada polo centralismo, emigración, máis realidades e as mesmas lendas, aínda adaptándose aos novos tempos e aos novos contistas, entre eles dous imprescindibles: Rafael Dieste e Álvaro Cunqueiro. O primeiro foi un dos centos de miles que cruzaron o Atlántico, pois quedaba máis a man que o Pacífico o o Índico, para chegar a América. Algúns, a maioría, tiveron que partir obrigados polas necesidades económicas, outros, supoño que os menos, por afán de aventura, e non poucos para fuxir das represalias da dictadura franquista que se impoñía trala guerra civil (1936-1939). Dieste foi destos últimos, tamén Castelao, dous rianxeiros que chegaron a Buenos Aires, unha cidade a miudo ambigua cos galegos, pois se ben os acolleu, nunca recoñeceu a importancia que estos tiveron no seu desenvolvemento; máis ben, os galegos convertíronse en centro de burlas, sendo moitos dos burladores descendentes dos burlados. Pero os destinos da emigración foron do máis diverso, pois non só Arxentina abriu as súas portas, tamén o fixeron Venezuela, México ou Cuba. Máis adiante chegaría a migración a países europeos como Suiza, Reino Unido ou Alemania…

O escrito arriba só é un breve e impreciso percorrido pola historia da terra que os romanos chamaron Gallaecia, onde descubriron un dos seus finisterrae, aínda que, en realidade, o cabo Fisterra non sexa o punto xeográfico máis occidental de Galicia nin da península, tal honra recae no cabo Touriñán; pero na tradición permañece e o fin do mundo, a onde algúns peregrinos acércanse, é Fisterra. Alí, tamén en Touriñán e noutros cabos atlánticos, como poída ser o portugués de San Vicente, unha posta de sol ben merece retrasar o regreso aos fogares…

Una idea breve e imprecisa de Galicia

Si pretendiese hacerme una idea breve e imprecisa de Galicia, aunque poética, humana e histórica, acudiría al terreno, aunque en mi caso ya lo estoy, o a los numerosos libros que hablan sobre esta hermosa tierra ubicada en el noroeste de la península Ibérica; o, como mínimo, dudaría de algunos comentarios que corren por la redes sociales y acudiría a fuentes más fiables y elaboradas, pues en dichas líneas noto la intención de condicionar apelando a la sensiblería y al mito, pero a uno que se expone al servicio de la finalidad de los autores y no a las leyendas y supersticiones gallegas. Lo que leo, detrás de cada uno de esos textos, es la intención de captar la atención para lograr seguidores y acumular “me gusta”. Pero ¿y que hay de acercar Galicia, su realidad, su historia, sus mitos, sus gentes, tan dispares como en otros lugares, con lazos comunes como pueda ser su propia historia y sus cuentos, los que tantos ya ignoran? Lo que sigue solo es un intento de recorrer, en el menor espacio posible, para mayor amplitud ya tengo un libro, algunos de esos aspectos que suelen confundirse adrede o por ignorancia, como ese que asegura y presume de las raíces celtas de Galicia. En este punto, se olvidan que nunca han sido probadas, solo cantadas y exaltadas a partir del nacionalismo decimonónico propulsado por Faraldo, Rosalía, Aguirre, Murguía y más precursores del Rexurdimento —más adelante, ya en el XX, también por autores como Otero Pedrayo— que encontraría en Curros y Pondal dos puntas de lanza que unirse a la poetisa de Follas Novas, su mejor obra en lengua gallega, y Cantares Gallegos, el título que inicia y reivindica literariamente la identidad gallega moderna...

Geográficamente, Galicia presume de una costa tan variada que hay prácticamente todo tipo de paisaje, desde los acantilados da Capelada (en Cedeira), los más altos de la fachada atlántica europea, a la rasa lucense, que nos hermana con la costa de Asturias, pasando por la desembocadura del Xallas, que cae al mar formando una cascada única en Europa, aunque el auge hidroeléctrico de la década de 1960 quiso impedírselo, por las dunas de Corrubedo que en la niñez nos servían de lugar de juego, por tanto entrante y saliente costero que nos deparan kilómetros y kilómetros de playas que se acumulan fuera y dentro de las rías Baixas, Medias y Altas, siendo la más extensa la de Arousa, en la provincia de Pontevedra. En esta ría desemboca el Ulla y por este río, cuenta la tradición xacobea, los discípulos de Santiago trajeron su cuerpo tierra adentro, tras el viaje marítimo desde Jaiffa, en Palestina, atravesando el Mediterráneo. Fue un recorrido imaginario por un mar que nos queda lejano. El que baña Galicia es el océano Atlántico, pero, al contrario que sucede en el Caribe o en las Canarias, aquí el agua atlántica nos llega fría, aunque no tanto que impida el chapuzón. Tampoco da miedo, aunque, en ocasiones, se haya cobrado vidas y deparado el dolor y el llando de un pueblo costero. Nosotros no lo tememos porque lo conocemos, lo amamos por lo que nos da y no lo odiamos por lo que nos quita. Solo los locos, los inconscientes o los suicidas lo desafiarían cuando ruge en la costa de mar abierto. El de la rías es de aguas tranquilas. En todo caso, dentro o fuera, fluye la vida marina y humana, a pesar de los excesos que a veces cometemos con nuestros tesoros naturales, que, en realidad, no son nuestros, pues, por edad y espacio, porque ya estaban antes y estarán después, somos nosotros quienes le pertenecemos. En un plano más personal, el trozo de costa más cercano, aquel con el que más me identifico, se extienden entre los cabos Fisterra y Roncudo, ampliando su superficie al norte hasta Malpica de Bergantiños y hacia el sur hasta Carnota. A esa franja costera la llamamos “Costa da Morte”, pero su nombre ya no significa muerte, sino que se ha convertido en una especie de orgullo vital de los distintos lugares y gentes que la conforman…

Gallegas y gallegos somos igual de fiesteros que en cualquier lugar, o eso imagino, solo que celebramos nuestras fiestas de modo distinto al diferente de otros lares. Aunque sospecho que eso era antes; ahora todo tiende a homogeneizarse. Entonces, ¿hemos perdido parte de nuestra tradición o nos la han evolucionado? Supongo que todo cambia y que todo se olvida y que lo nuevo llega para sustituir lo de ayer, incluso sin que algunos, sobre todo las nuevas generaciones, sepan que algo haya cambiado. Esto ni es triste ni alegre, solo forma parte de ese devenir histórico no escrito. Mas si lo pienso, quizá en el fondo no haya cambiado tanto, pues todo gira alrededor de la vida y de la muerte: la una se celebra con romerías, fiestas y cotidianidad, y la otra se asume malamente con entierros, dolor y llanto.

Nuestra historia está plagada de distintos estratos, fruto del contacto de las diferentes civilizaciones y pueblos que nos visitaron y se quedaron; desde los prerromanos, como los castrexos, hasta los germanos, los suevos fundaron aquí su reino, con capital en Braga; entremedias el amplio dominio de los romanos. En la Alta Edad Media, Galicia se abre al Camino que recorre por el norte, de este a oeste, la península Ibérica, desde los Pirineos (y allende) hasta la tumba que Teodomiro, el obispo de Iria Flavia (si no me equivoco, la única sede episcopal en territorio cristiano, cuando se halla la tumba en Compostela, el resto, Mérida, Ossonoba, Toledo,… se encontraban en zona andalusí), la poderosa orden monacal francesa de Cluny y el monarca astur Alfonso II, el Casto, quisieron apostólica en Santiago de Compostela.

Galicia nunca fue castellana, ya era antes de que naciera Castilla, aunque sus reyes y reinas quisieron dominarla y la anexionaron a su reino; claro que, debido a la terquedad de nuestro silencio, no pudieron hacer más que olvidarla, o tal vez asfixiarla o arrinconarla, en los siglos que llamamos Oscuros y en otros que se suponen más claros. Antes de formarse la España actual, el topónimo tenía un significado de diversidad de pueblos y reinos, cristianos y musulmanes, mozárabes y mudéjares, el de Galicia fue reino, con capital en Santiago, en cuya catedral el Arzobispo Gelmírez coronó al niño Alfonso Raimúndez rey gallego, posteriormente el joven monarca preferiría lucir la corona de León con el nombre de Alfonso VII.

Cuando se habla de que los pueblos celtas dejaron los castros circulares se cae en un error común, puede que fruto de la pasión celtista o de un celtismo que oscurece la figura de los castrexos, que fueron sus constructores y no los celtas, que tampoco aportaron ni ritos ni gaitas, que aquí suenan distintas a las que soplan en Escocía o en Irlanda. No hace tanto, en Galicia las supersticiones y la realidad se fundían para crear leyendas, cuentos, lubisomes, sacaúntos, meigas, santa compaña, trasnos, bruxas, mouros e mouras. Pero, entre el mito y la realidad, mucho antes se formó una identidad que encuentra una de sus piedras angulares en el idioma gallego, una lengua que asoma por el siglo XI y que, debido a la independencia del condado portugués, dará origen al gallego y al portugués actuales; por lo que se puede decir que el galaico-portugués sería la madre de ambos idiomas. Digo madre porque en Portugal, antes de ser reino (el que abarcaba su zona norte, puesto que el resto era territorio musulmán) y también tiempo después de la coronación de Afonso Henriques, se hablaba este idioma que derivó del latín, el mismo se hablaba en Galicia, que ya había sido reino independiente con García (incluso con anterioridad a este), eran en el siglo XI los dos condados en los que Alfonso VI dividió la antigua Gallaecia romana. Galicia se la entregó a Urraca y Portugal a Teresa, la hija ilegítima que casó con Enrique de Borgoña, el primo de Raimundo, a quien el VI enlazaría con la legítima. Entre tanto enlace, Teresa y Enrique debían vasallaje al condado gobernado por Urraca y Raimundo de Borgoña; aparte, la Iglesia Bracarense se sentía en un plano de inferioridad respecto a la Compostelana, que le había quitado protagonismo (y también cierto número de reliquias que, posteriormente, les serían devueltas), y las rivalidades no tardaron en actuar y definir el futuro, ya pasado, ya historia…

El galaicoportugués fue idioma de los trovadores medievales peninsulares, también el escogido por Alfonso X el Sabio para su poesía. En la Edad Media brillaron los Meendiño, Airas Nunes o Martín Códax, era tempo de cancioneiros, de cantigas de amor, de amigo, de escarnio e maldicir. Luego, con la subida al poder de los Trastámara, casa-título que nace en Galicia, “tras del Trambre”, el idioma fue silenciado durante lo que dimos en llamar Séculos Escuros. Si el idioma sobrevivió, recuerda Castelao, fue gracias a las personas, al pueblo, a las gentes de los campos y de los pueblos costeros como su Rianxo natal. La misma Rosalía lo aprendería en la parroquia de Ortoño, de niña, donde pasaría varios años antes de regresar a Santiago junto a su madre. Hoy, espero que por mucho tiempo, el gallego se escucha en (en igualdad de condiciones al castellano) las rúas y plazas de ciudades y pueblos, en las aldeas, en las voces de niños y de mayores… y también asoma en literatura, cine y televisión.

Galicia mezcla paisaje de costa y de interior, marítimo y rural, es de geografía de sube y bajas mareante, de montes, valles, depresiones como la de Ourense, de límites naturales como Os Ancares e O Caurel, regada por numerosos ríos, siendo el de mayor kilometraje el Miño, que se lleva la fama, mientras el dicho continúa y dice que el Sil, que nace en la provincia de León, lleva el agua. Hasta hace apenas setenta años, como mucho, en Galicia la tierra y el mar eran los medios de vida, había minufundio, caciquismo, conserveras, una industria cuyo origen se remonta al XIX y a emprendedores catalanes, bosques —algunos equivocadamente repoblados con eucaliptos, especie de veloz crecimiento y de no menor velocidad de combustión—, montes, más ríos, rápidos y pequeños, perfectos para los saltos de agua, aislamiento, olvido, marginalidad a la que fue condenada por el centralismo, emigración, más realidades y las mismas leyendas, aunque adaptándose a los nuevos tiempos y a los nuevos cuentistas, entre ellos dos imprescindibles: Rafael Dieste y Álvaro Cunqueiro. El primero fue uno de los cientos de miles que cruzaron el Atlántico, pues les quedaba más a mano que el Pacífico o el Índico, para llegar a América. Algunos, la mayoría, tuvieron que partir obligados por las necesidades económicas, otros, supongo que los menos, por afán de aventura, y no pocos para huir de las represalias de la dictadura franquista que se imponía tras la guerra civil (1936-1939). Dieste fue de estos últimos, también Castelao, dos rianxeiros que llegaron a Buenos Aires, una ciudad a menudo ambigua con los gallegos, pues si bien los acogió, nunca reconoció la importancia que estos tuvieron en su desarrollo; más bien, los gallegos se convirtieron en centro de burlas, siendo muchos de los burladores descendientes de los burlados. Pero los destinos de la emigración fueron de lo más diverso, pues no solo Argentina le abrió sus puertas, también lo hicieron Venezuela, México o Cuba. Más adelante llegaría la migración a países europeos como Suiza, Reino Unido o Alemania…

Lo escrito arriba solo es un breve e impreciso recorrido por la historia de la tierra que los romanos llamaron Gallaecia, donde descubrieron uno de sus finisterrae, aunque, en realidad, el cabo Fisterra no sea el punto geográfico más occidental de Galicia ni de la península, tal honor recae en el cabo Touriñán; pero la tradición ha permanecido y el fin del mundo, adonde algunos peregrinos se acercan, es Fisterra. Allí, también en Touriñán y en otros cabos atlánticos, como pueda ser el portugués de San Vicente, una puesta de sol bien merece el retrasar el regreso a los hogares…

miércoles, 27 de agosto de 2025

La última solución de Grace Quigley (1984)


Producida por The Cannon Group, Menahem Golam y Yoram Globus, una productora de serie B que tuvo su momento en la década de 1980, La última solución de Grace Quigley (Grace Quigley, Anthony Harvey, 1984) contó con dos estrellas de primer orden; además, volvía a reunir a Katharine Hepburn con su amigo Anthony Harvey, quien ya la había dirigido en El león en invierno (The Lion in Winter, 1968) y en la adaptación televisiva de El zoo de cristal. Posteriormente, ambos colaborarían de nuevo en otra película para televisión: Volver a enamorarse (This Can’t Be Love, 1994), que la actriz protagonizaría junto a Anthony Quinn, otro icónico que había debutado en el cine en la década de 1930. En La última solución de Grace Quigley fue Nick Nolte quien se apuntaba a la fiesta, para dar réplica en pantalla a la mítica actriz en este deambular cinematográfico entre la comedia negra y el esperpento que se establece en una relación edípica, materno-filial, extraña o no tan extraña, entre la anciana interpretada por Hepburn y el asesino profesional que encarna Nolte, a quien la primera pretende transformar en un eliminador humanitario que solo “ayude” a los necesitados y sufridores que desean poner fin a sus dolorosas existencias. De ese modo, a ojos de los ancianos que requieren sus servicios, Nolte, que idealiza a Grace, que no tarda en ocupar el lugar de la madre que el profesional nunca tuvo, se convierte en un ser de esperanza para quienes sufren y acuden a él como si fuese algo así como un ángel que acabará con sus sufrimientos, con el verse ninguneados y desamparados en un mundo sin freno en el que su entorno parece decirles que ya no tienen cabida ni un motivo por el que vivir. Esto mismo siente Grace cuando le entregan la orden de desahucio al inicio de la película; pero ella, gracias a la idea que le brinda su encuentro con el asesino, se emociona, pues encuentra una razón para vivir: ser la representante de alguien que acabará con los problemas y el dolor de quienes piensan que ya no tienen ningún motivo vital o que buscan liberarse de sus miserias, lo cual, en palabras de Grace, sería algo así como ayudar a quienes por voluntad propia han decidido morir porque sus vidas están heridas y se desangran, duelen. En este aspecto, la película resulta valiente, pues apunta una situación de desamparo social a la que se enfrenta parte de la población; en este caso aquellas personas que, al alcanzar una edad, sienten como el aislamiento y el ninguneo forman parte de su existencia, como si les borrasen en vida la posibilidad de vivir una vida digna en la que sentirse parte. Ese necesidad vital es la que siente Grace cuando empieza su labor altruista, pero es la íntima que mantiene con Seymour la que le da un sentido profundo y pleno donde antes solo había desilusión. Algo similar le sucede al joven profesional, quien, hasta que se produce la asociación madre-hijo, acude al psiquiatra en busca de una solución para el mal que le aqueja, el que surge cuando se enfrentan su conciencia y su labor profesional…

martes, 26 de agosto de 2025

Aceptar lo que te viene cual Buster Keaton

Paseando con Marco Aurelio, medito que lo que dice me parece bastante razonable, además de obvio, y que eso de ser estoico está muy bien si eres Buster Keaton, y vives en una comedia silente en la que la comicidad se agudiza porque no te dejas superar por los acontecimientos ni permites que tus sentimientos y emociones influyan en tus actos, o si eres terminator o un Kenobi cuyo pensamiento me recuerda lo lineales, simples, repetitivos y previsibles que podemos llegar a ser, o si vives en un mundo teórico o en el de los privilegiados cuya realidad se encuentra menos expuesta a las miserias materiales y humanas que las vividas por los desamparados, los pobres, los esclavos, las víctimas de las guerras y de las hambrunas que todavía hoy existen y se provocan. Ni unos ni otros tendrían el privilegio de hablar con libertad ni de desarrollar sus propuestas sin más trabas que su grado de valía, ni darse <<por satisfecho con el trabajo presente>>, pues o no lo tendrían o no sería conforme a su naturaleza o al derecho natural en el que Marco Aurelio y los estoicos creían pero, tal vez, todavía no para todos igual. De cualquier modo, era un primer paso y estos son imprescindibles en cualquier recorrido.

El pensamiento del emperador filósofo gira alrededor de vivir únicamente el presente, que no le discuto que sea brevísimo, porque solo de pensarlo ya se nos escapa, y tanto el pasado como el futuro no importan porque uno ya no existe y el otro resulta incierto. Por tanto, interpreto que la cosa vendría a ser algo así como “lo que hagas y lo que recibas es en el ahora; acepta la <<condición de no esperar nada ni nada evitar>>, y podrás alcanzar la felicidad”. Mas sospecho que este tipo de condición ancla en un mismo punto, es decir si la idea motora es ser una roca, los cambios serían fruto de la erosión provocada por agentes externos al individuo encerrado en la idea de que todo lo que sucede obedece a una necesidad y nada se puede contra ella. Los cambios serían lentos, y la humanidad, tal vez, estaría estancada en algún punto de ese pasado que no importa porque ya no existe; aunque discrepo de esa inexistencia, pues, de algún modo, el pasado ha condicionado el presente. La felicidad estoica difiere de la epicúrea, más sensual y placentera, y de la hedonista y materialista consumida por la mayoría actual, ya que la estoica se trata de una felicidad que se alcanzaría siguiendo una máxima del estilo “quien nada quiere, nada le falta”, que me recuerda a Lao Tsé: <<quien cierra la boca y calla sus sentidos, no encuentra agobio en su vida>>. En ese aspecto y en otros, yo mismo me descubro a medio camino —medio camino porque callo la mitad de las veces y porque no quiero más que la media— de esta filosofía que, allá por el 300 a. C., Zenón inauguró en Grecia, influenciado por los cínicos, y cuyos ecos acabaron llegando a la península itálica y a oídos del buen Marco; ruego no confundir con el de la ruta de la seda y las especias ni con el niño que viajó, acompañado por su mono, de los Apeninos a los Andes.

Ya en lo alto del monte Gaias, le digo que la suya solo es una postura posible en condiciones de privilegio, pues —repito algo similar a lo de arriba— el estoicismo vale para privilegiados porque su realidad les permite desarrollar y poseer una filosofía, la cual sería imposible para los esclavos, los siervos y los plebeyos más vulnerables económicamente hablando, pues carecerían de momentos de quietud y de conocimientos para desarrollarla. De modo que no es curioso que los estoicos romanos sean patricios, los más populares en la actualidad: Séneca, Cicerón o el propio emperador romano cuyas meditaciones, normas y consejos no me convencen del todo porque, tal vez, yo sea un cínico de los de hoy, no de los que siguieron a Antístenes… Claro que lo importante es que le convenciesen a él, y eso parece a lo largo de los doce libros (capítulos o partes) en los que va numerando su manera de pensar, de entender y de encarar la vida. No me arrepiento de su compañía, pero unos pasos más adelante, no puedo evitar que de nuevo me asalte la duda que me lleva rondando parte del paseo, desde que leí, al inicio de Meditaciones, que aprendió de su madre <<la piedad, la liberalidad, y la abstinencia no solo de ejecutar acción mala, sino también de pensarla>>. ¿Cómo lo hizo? Y de no pensarla, ¿cómo saber que esta acción o aquella acción son malas? Le digo que algo no cuadra y que a veces pensamos con ventaja, es decir, reflexionamos y exponemos lo que queremos a partir de las ideas que sabemos que nos permiten desarrollar y alcanzar lo que buscamos. ¿Somos tramposos o somos de honestidad engañosa? Mira, Marco Aurelio, para tipos como tú o como yo, con el estómago tranquilo, que no ven su vida amenazada por el hambre, ni por las bombas ni por la enfermedad o por una catástrofe natural que arrase tu entorno, tu por inexistente y yo por ahora, es sencillo hablar de principios y de aceptar lo que te viene manteniendo el tipo tal como hace Keaton, pero este vive en su película y nosotros en un espacio-tiempo donde nadie puede saber a ciencia cierta si lo que vendrá no te superará, pues, por muy estoico que uno asuma, presuma o crea ser, es difícil prever nuestras reacciones y emociones ante lo incierto, si nos desbordará o lo contendremos cuando el futuro ya solo sea el brevísimo presente que se convertirá en parte de ese pasado que, como pretérito, señalas que <<ya se acabó de vivir>>…

lunes, 25 de agosto de 2025

De la inutilidad de escribir un blog


Casi al final de la cuesta, volví la vista atrás y miré el lugar de donde venía. Tan lejos, tan cerca, me dije como expresaron tantos antes que Wenders. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿En la misma distancia? Eran dos interrogantes malintencionados como otros cualquiera cuya intención pretendía alejarme de la comodidad del sí y del no, interrogantes con los que no buscaba una respuesta precisa, sino un instante para divagar sobre lo relativo de las distancias y de la medida (no científica) de las cosas. Son varias las cuestiones que me planteo acerca de esto y de aquello, algunas se aproximan, otras se distancian; supongo que son tiras y aflojas similares a los que entretienen a las personas que aspiran a contemplar algunos paisajes y tiempos físicos y emocionales que nos suman y nos restan. Muchas se repiten en intermitencia, otras desaparecen para no regresar, al menos todavía, y las hay que nacen de experiencias y emociones que siento de este modo y no de ese, ni de aquel, porque, en ese instante, que siento de modo distinto a otro, también las preguntas son otras, aunque no dejen de referirse a prácticamente lo mismo: la existencia, el caminar por la vida consciente de que, aunque en la quietud, siempre doy pasos, algunos de “ciego” y no pocos que me adentran en callejones sin salida. En aquel instante, observando en la distancia “a Cidade da Cultura”, me pregunté qué es cultura y a quién le importa. Por hoy, guardo las respuestas que me di, porque tal vez mañana descubra aspectos desconocidos o que me pasaron por alto; aunque cualquiera que haya leído algunas de las entradas de este blog o mi libro Rincones sin esquinas puede hacerse una idea de mi sentir al respecto. Contemplando aquella estampa y pensando en sus posibles significados, también me planteé para qué publico entradas en un blog, si apenas se lee lo publicado. Ya no digamos si se trata de un libro. No era la primera vez, y supongo que no será la última, pero, cuando surge, no tardo en olvidar la cuestión y sigo escribiendo sin el menor sentido práctico, que es mi sentido…

Carezco de ambiciones prácticas, no compito con nadie salvo conmigo mismo y me dejo poseer por una desgana natural a la hora de promocionarme, puesto que no le veo más razón que la venta y considero que existen otras prioridades. Dicha desgana me impide crear una imagen falsa con la que atraer y engatusar a quienes ya tantos medios y “creadores” no miran como personas, sino como consumidores, seguidores o fans, lo cual da que pensar, si uno piensa que cualquiera de esos sustantivos remiten al no pensar o a la incapacidad crítica, y me planeta en qué nos hemos o nos han convertido. En todo caso, me resulta indiferente caer simpático o antipático —personalmente, me caigo bien los días impares y mal los pares— y rechazo fingir ser quien no soy para lograr un objetivo cualquiera. No soy lo que se dice maquiavélico y el modo de hacer y los medios que escojo me determinan, así que me niego a negarme y en esta doble negación me reafirmo sin rubor y continuo ya más cerca del final que del principio; aunque, desde que nacemos, ya nunca estamos más cerca del principio que del final porque, sencillamente, nos es imposible regresar. Empecé el blog en 2011, sin embargo, si miro atrás en el tiempo, me veo escribiendo por gusto desde niño y, si miro adelante, sé que, si una causa de fuerza mayor no lo impide, seguiré haciéndolo hasta que muera… El hablar de cine, tema supuestamente dominante en el blog, solo es un entretenimiento y una “tapadera” que me permite desarrollar ideas a partir de esta o de aquella película; incluso sin contar con aquella o con esta película. En realidad, nunca he sentido aspiraciones en este medio ni necesidad de expresarme audiovisualmente, ni siquiera he sentido la tentación de escribir un guion, pero la literatura la siento de forma distinta. Me atrapa, me apasiona y, además, quiero que así sea.

Para bien y para mal, los libros forman parte de mí desde la infancia. Vivo rodeado de ellos, y me sumerjo en ellos, apenas tengo espacio para amontonar el número creciente de volúmenes —que acumuló por puro vicio y placer, pero más por curiosidad e ilusión—, de los que prácticamente he leído todos. Los lugares donde más cómodo me encuentro o con los que mejor identifico, a parte de los espacios abiertos y sin excesiva gente, son las bibliotecas y las librerías, pero muchas de las que hoy veo, las descubro impersonales y atendidas por personas que, sospecho, no han leído ni un 0,01 % de los títulos que tienen a la venta. Claro que, tal vez, ahora eso ya no forme parte de su trabajo, más dedicado al cobro y a la consulta de fondos en el programa informático. De niño, me encantaba estar en la calle, donde, gracias a que apenas había tráfico, pasaba horas y horas jugando, pedaleando o peleándome, y en la biblioteca del colegio, también en la del pueblo de mi padre, entre libros. Por eso, en séptimo y octavo curso, llegaba antes y me quedaba después de las clases, encargado junto a otros compañeros de gestionar la biblioteca de la escuela: prestábamos libros, los ordenábamos cuando los devolvían y podía leer los que quisiera. Mis primeros relatos son de aquella época, la de la Educación General Básica, pero no conservo ninguno de los que escribí (recuerdo que eran de dos o tres folios de extensión), ni ningún ejemplar de la revista del colegio en la que participaba, para ella escribí algún texto e hice un par de entrevistas a adultos conocidos por su ocupación laboral. Mis periodos en el instituto y en la universidad fueron un continúo desfase, o lo era yo, que ocupaba la mayor parte de mi atención, aun así a los veintiún años terminé mi primera novela, que me sirvió como experiencia y de paso torpe en un aprendizaje literario y humano que todavía continúa. Más adelante, llegaron otras que tampoco publiqué, pero que me hicieron caminar nuevos pasos en busca de más caminos; algunas inacabadas, otras las concluí, y así andamos entre la posibilidad y lo ya imposible…

El blog, como apunto arriba, surgió en 2011, a raíz de una idea compartida con una persona cercana y a la (nula) promoción de otra novela, la primera que publiqué (y que ahora pretendo corregir y volver a publicar). Las primeras entradas fueron pensamientos sueltos y comentarios sobre alguna película y libros, entre estos La iliada, A sangre fría, Las ratas, 20.000 leguas de viaje submarino, El idiota, Nostromo, A esmorga, El Jarama y alguno más que se podrá encontrar en el archivo. La idea era crear un espacio personal en el que mezclar literatura, cine, historia y pensamientos; por un tiempo me desvíe de ese camino, pero tal como vengo haciendo desde hace algunos años, desde que comprendí lo inútil e insignificante que es un blog como este, salvo para quien lo escribe, volví a la idea original, aunque ahora prestando mayor atención a la literatura y a otras cuestiones que no estén directamente relacionadas con el cine…

Gremlins 2: la nueva generación (1990)

Viendo una película como Gremlins 2: la nueva generación (Gremlins 2: The New Batch, 1990), y tantas otras de las suyas, me da por pensar que Joe Dante es un cineasta “niño” que hace gamberradas para divertirse y divertir a su público, el cual encontrará en el cine de este enamorado de la fantaciencia cinematográfica de serie B guiños y referencias cinematográficas; incluso autorreferencias, concretamente en esta Gremlins 2, comedia que no aporta nada nuevo a su cine (ni al del resto), salvo que le permite mirar a su propia obra y burlarse. La película se justifica en la idea de crear una imagen grotesca y paródica de las famosas criaturas creadas por Chris Columbus, guionista de la original y popular Gremlins (1984), que Dante había dirigido seis años atrás, pues, en la memoria de los aficionados estaba su héroe animado y los bichos malos que, en realidad, eran los que proporcionaban la diversión y la rebeldía al asunto y a una pequeña localidad donde “nunca pasa nada”. En esta secuela, Dante traslada la acción de la familiar y pacífica Kingston Falls a la moderna e impersonal Gran Manzana, para darle un toque musical y cosmopolita a la broma que en sí es su cine, lúdico, que toma la representación como juego en el que la aventura y la fantasía, más que el terror, se combinan con las referencias, el chiste y el humor gamberro que encuentra en las criaturas nocturnas sus máximos exponentes; tal vez por compartir nocturnidad toleren a Fred (Robert Prosky), la imagen televisiva de Drácula, noctámbulo y condenado nocturno por excelencia de la cultura popular. Ese gamberrismo se desata cuando, a partir de una nueva e involuntaria mojadura de Gizmo, cuyo modelo a intimar será el belicoso protagonista de Rambo (First Blood Part II, George Pan Cosmatos, 1985), se multiplica y sus retoños se transforman en rebeldes sin causa después de alimentarse superada la medianoche…

La fiesta ya está montada, en esta ocasión en Manhattan, en las inmediaciones de los escenarios de Broadway, en plena jungla de asfalto; en concreto, en el interior de un edificio de última tecnología. Ese será el escenario donde Dante celebra el evento. Allí, en el interior de la construcción, caricaturiza el “progreso”, que no deja de ser el desequilibrio de un entorno mecanizado donde la tecnología desplaza lo humano, lo deshumaniza y al tiempo ridiculiza el interior (y a sus ocupantes) donde, fruto de la casualidad provocada por el guion, trabajan Billy (Zach Galligam) y Kate (Phoebe Cates), también el doctor Catheter, a quien Christopher Lee presta sus rasgos físicos. La presencia del inolvidable actor británico le brinda a Dante la posibilidad de rendir homenaje a la mítica Hammer, la productora londinense en la que Terence Fisher, Jimmy Sangster, Val Guest o el propio Lee, en ocasiones junto al no menos mítico Peter Cushing, hicieron de las suyas y bien. Otro rostro que recuerda el cine fantástico, en este caso el hecho en la factoría de Roger Corman —que fue uno de los productores Piraña (Piranha, 1978)— es Dick Miller, que aparece en todas las películas de Dante desde Esas locas del cine (Hollywood Boulevard, 1976) hasta Enterrando a las ex (Burying the Ex, 2014). Sumando a lo dicho, los paródicos números musicales de las criaturas —acaso ¿existe un género cinematográfico que se aleje más de la realidad que el musical?—, Rhapsody in blue de George Gershwin incluida, así como los numerosos momentos que remiten a otras películas, entre ellas Batman (Tim Burton, 1989) y El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939), o la introducción Looney Toones protagonizada por el pato Lucas/Daffy, o eso pretende esta antagónica ave animada que compite sin fortuna con el conejo de la suerte, queda claro que el propósito de esta secuela, beneficios económicos aparte, es el homenajear a ese cine de fantasía y serie B que alegraría muchos momentos de la juventud de Dante…

domingo, 24 de agosto de 2025

El chip prodigioso (1987)

Una mirada que recorra su obra fílmica desde el hoy al ayer, lo que suele decirse una retrospectiva, permite ver que el primer largometraje de Joe Dante fue toda una declaración de intenciones y de gustos que vertebrarían el resto de su carrera, pues en Movie Orgy (1968) tomaba de diversas películas de serie B de la década de 1950 para dar forma a una orgía cinematográfica de monstruos y etes que amenazan la Tierra. Esa afición por las películas de bajo presupuesto, que le deleitarían en su infancia y adolescencia —como también lo harían con Steven Spielberg, el productor ejecutivo de varios de sus títulos más populares—, por el humor y la fantasía que desprenden, marcó su rumbo profesional desde sus primeros pasos. Solo hay que ver sus películas para darse cuentan de ello —su segundo largo, Esas locas del cine (Hollywood Boulevard, 1976) lo ambienta en la industria cinematográfica, en una productora de serie Z, más que B—, y también para disfrutar de un tipo de cine sin prejuicios, que busca divertir sin mayor pretensión que el entretenimiento, similar al que el propio director sentiría ante aquellas películas de su juventud que le harían acudir a los cines donde, entre palomitas, gritos, risas y tal vez también un refresco en vaso de cartón, se sentiría como en casa y dejaría volar su ilusión. En general, su obra me divierte, sobre todo algunos títulos de la década de 1980, Gremlins (1984), El chip prodigioso (Innerspace, 1987) y No matarás… al vecino (The ‘Burbs, 1989), y del decenio siguiente, Matinee (1993), en la que el homenaje, más que evidente, es uno de los motores del film. Recuerdo que también Pequeños guerreros (Small Soldiers, 1998) me entretuvo lo suyo, aunque en menor medida que las anteriores. En cualquier caso, todas las nombradas tienen en común la fantasía, el tono de serie B y la pretensión de divertir a su público; algo que, por cierto, creo que logra y no por azar, sino por su habilidad narrativa, su precisión y su sentido del ritmo, claro que también por la desvergüenza de un cineasta sin pretensiones de grandeza ni de reconocimiento artístico e intelectual…

Presumo que Dante quiere un cine de palomitas, divertido, que saque unas risas, precipite saltos sobre el asiento y algún grito de sorpresa, incluso de susto. Comprende y asume que su campo de acción es heredero de los lugares comunes de aquellas producciones fantásticas en las que los monstruos y los invasores de otros planetas eran tan protagonistas (o más) que los humanos; de ahí que tampoco extrañe que dos de sus primeros trabajos fuesen Piraña (Piranha, 1978) y Aullidos (The Howling, 1981), que contaron con guiones de John Sayles, o que fuese el director ideal para llevar a la pantalla las criaturas ideadas por Chris Columbus, ni que en sus películas siempre haya guiños y referencias cinematográficas. En El chip prodigioso hay dos claras: villanos tipo a los que se enfrenta el James Bond interpretado por Sean Connery y Roger Moore y la odisea corporal Viaje alucinante (Fantastic Voyage, Richard Fleischer, 1966). En esta, Fleischer, a partir del guion de Harry Kleiner, tomaba la excusa de una operación a vida o muerte para el viaje y la aventura, pero carecía de humor, quizá tomándose demasiado en serio. Dante hace lo contrario, abandona cualquier opción de seriedad y sale victorioso; es decir: logra un viaje similar al propuesto por Fleischer pero desde la comedia de acción y el cine de colegas tan de moda en los 80, aunque la relación entre Tuck (Dennis Quaid) y Jack (Martin Short) es más íntima de lo habitual, ya que el primero viaja en el interior del segundo. Y como en todo tipo de viaje en el que dos se embarcan, ya sea por carretera o por venas y arterias, se produce un acercamiento y un intercambio, vamos, un aprendizaje del que ambos salen favorecidos. Pero eso es lo de menos, puesto que lo que prima es la aventura y el tono cómico del asunto en el que los héroes, un teniente díscolo y un cajero de supermercado algo bercianos y con problemas de confianza, y la heroína, la intrépida periodista a la que da vida Meg Ryan, se las ven contra una organización que se dedica al robo y venta de tecnología que comprende los beneficios económicos que le puede reportar la tecnología de miniaturización que ha desarrollado el doctor Ozzie Wexler (John Hora) y de la que Tuck, sin más opciones, debido a su carácter entre rebelde y chulesco, se ofrece voluntario para probarla. En definitiva, de las películas que disfruté en mi adolescencia, allá por la segunda mitad de los años 80, El chip prodigioso es de las pocas que aún sigo disfrutando…

sábado, 23 de agosto de 2025

Azucre, instantes de esclavitud


Capítulos breves, más bien fragmentos o instantes que se suceden lineales a lo largo de sus ciento cuarenta páginas, frases cortas, algunas simples y todas precisas, la autora de Azucre no se complica (ni cae en lo pedante), ni pretende que sus lectores se sumerjan en una lectura crítica y dialogante; dicho de una manera clara y particular: no hallo aquella que te lleva a subrayar y a escribir en los márgenes de los libros dudas, interrogantes, signos de exclamación e ideas propias generadas a partir del encuentro entre dos mentes complejas: la que escribe y la que lee. Esa ausencia de diálogo y conflicto —imprescindible para que el primero, ya sea interior o exterior, adquiera sentido pleno— le confiere sensación de velocidad a la narrativa, que bien podría ser adaptable al cómic, y posibilita la accesibilidad a cualquier lector, salvo que este quiera algo más que una narración de las que suele decirse que “engancha y entretiene” (y lo hace hasta que su tono empieza a resultar monótono). En este aspecto, su limpieza expositiva desbroza y allana; en cierto modo, es una escritura impecable a la par que obedece a los gustos que corren; como si no quisiera “perder tiempo”, cuando cualquiera que se lo plantee sabe que este ni se pierde ni se gana —se vive y se muere en él, somos nosotros los que le pertenecemos—, o hacérselo perder a su consumidor. Para ello, Bibiana Candia lo da todo hecho, puesto que, al menos que haya pasado algo por alto, la lectura de Azucre no exige leer más allá de las líneas escritas, las que describen el viaje de los malditos, a quienes individualiza sobre todo en Orestes y Rañeta, inspirados en la travesía y estancia reales que sirven de reclamo en la contraportada del libro: <<Azucre es el relato novelado de la auténtica historia de mil setecientos jóvenes que viajaron a Cuba para trabajar y terminaron vendidos como esclavos por obra de Urbano Feijóo de Sotomayor, un gallego afincado en la isla que, aprovechando la situación de necesidad de sus compatriotas, promovió una campaña de colonización blanca y sustitución de la mano de obra llevada desde Africa.>>

Podría extrapolar el hecho particular aquí expuesto y hablar de la emigración general actual, pero su lectura no me llevo a ello, tampoco me hizo sentir que me trasladaba al momento que la inspira. Hay otros textos que se prestan mejor para mirar cara a cara a la emigración, incluso la propia realidad circundante se abre a tal posibilidad o algunas películas, de ficción o documentales, que miran de cara los movimientos migratorios a los que se ven forzados quienes sufren condiciones de vida tan precarias y dolosas como las de los héroes-víctimas de Azucre. Así, me quedo con la impresión de que lo escrito es lo que hay, sin un espacio fuera de texto natural y consecuente a este a donde acudir para sentirme parte de la lectura —una de las sensaciones más vacías que me depara leer, es descubrirme ajeno al texto—. Lo que hay es un lo tomas o lo dejas. Y así, comprendiendo que solo serás un pasajero pasivo, aceptas o te niegas a acompañar a la escritora coruñesa que embarca a sus jóvenes emigrantes tras un tercio de relato por tierras gallegas, y por breves evocaciones de momentos del pasado reciente que dudo logren aprehender y expresar la realidad migratoria que se viviría en aquella Galicia condenada a ver partir a los suyos, en parte sabiéndose responsable de condenar a los suyos a la emigración. El destino de los emigrantes de Azucre es Cuba, pero más que una realidad geográfica, inicialmente la isla es la posibilidad y la incertidumbre en la que hay cabida para el miedo y la esperanza. Parten hacia la isla caribeña porque en su tierra natal no hay lugar para ellos, obligados por el hambre, las enfermedades, el caciquismo, los localismos, la marginación y el ninguneo secular político, social e histórico por parte del Estado… ni para un porvenir que, de camino al puerto de A Coruña, en el barco que navega el Atlántico y en la isla caribeña, se convierte en presente hiriente en el que los sueños y las esperanzas se transforman en la realidad esclava, la que nunca han abandonado, aunque ahora se trate de una esclavitud visible. El narrador o narradora viaja con ellos, es uno de ellos, a veces habla en primera persona del singular y del plural, otras en tercera en tiempo presente e incluso en pretérito, pero siempre culto y preciso, lo cual hacer dudar que sea uno de los muchachos. ¿Se trata de un viajero temporal, diferente a los que acompaña? ¿O es una decisión narrativa para acercarse y acercarnos a los personajes y su tragedia, cuál crónica que te guía sin invitarte a pensar?…

viernes, 22 de agosto de 2025

Updike, el trompetista y el profesor

<<Los cinco cines de Weiser Street eran el Loew, el Embassy, el Warner, el Astor y el Ritz. Fui al Warner y vi El joven de la trompeta, con Kirk Douglas, Doris Day y Lauren Bacall. Tal como había prometido a mi padre, dentro se estaba caliente. Y tuve además la suerte, lo mejor de todo el día, de entrar cuando empezaban los dibujos animados. Era día 13 y por lo tanto no esperaba tener suerte. Los dibujos eran, naturalmente, del Conejo de la Suerte. En el Loew’s ponían Tom y Jerry, en el Embassy Popeye, en el Astor o bien Disney, el mejor, o bien Paul Terry, el peor. Me compré una caja de palomitas de maíz y otra de almendras Jordan, a pesar de que las dos cosas resultaban perjudiciales para mi piel. Las luces del cine eran de un amarillo muy pálido y el tiempo se fundió rápidamente. Solo al final de la película, cuando el chico, un trompeta cuya historia estaba basada en la vida de Bix Beiderbecke, había logrado por fin librarse de la mujer rica que con sus sonrisa insinuante (Lauren Bacall) había corrompido su arte, y volvía a unirse a la mujer buena y de espíritu artístico (Doris Day), que cantaba mientras detrás de su artística voz sonaba la trompeta de Harry James que Kirk Douglas fingía tocar, y la melodía se elevaba cada vez más como una fuente plateada con las notas de With a Song in My Heart, solo en ese momento, en la última nota, cuando se alcanzaba el éxtasis amoroso más completo, me acorde de mi padre. Me levanté impulsado por una perentoria sensación de llegar tarde…>>*


La película a la que alude Peter, uno de los dos narradores de El centauro, novela escrita por John Updike en 1962, se estrenó en España como El trompetista (Young Man with a Horn, 1950), la dirigió Michael Curtiz, para el estudio en el que llevaba trabajando desde su salida de Hungría a mediados de los Años Veinte. Tal como apunta Updike en su novela, el film de Curtiz atiende al triángulo amoroso, entre la música de trompeta y las recreaciones del trío protagonista… Se inspira en la vida del músico aludido, pero el párrafo de la novela me llama la atención por los cines de la calle, cines que, como el Loew o el Warner, pertenecían a los estudios que producían las películas que en ellos se exhibían. En el Warner, donde Peter entra más que nada para hacer tiempo y guarecerse del frío exterior, se proyecta el film de Curtiz tras el cortometraje de Bugs Bunny, el conejo de la suerte y la estrella animada de la productora. Estrellas también lo eran Tom y Jerry en Metro Goldwyn Mayer, empresa propiedad de Loew’s, o Popeye, en Paramount, después de que la major se hiciese con el control de los estudios de Dave y Max Fleischer.

A través de su narrador, Updike evoca un momento en el que el cine, su producción, su distribución y su exhibición, estaba controlado por los grandes estudios; los cuales poseían sus propias salas y su sistema de distribución, lo que deparaba el monopolio que vería su fin hacia finales de la década de 1940. En 1948, la Corte Suprema confirmaba la sentencia que un par de años antes había dictaminado un tribunal neoyorquino, cuando una sentencia judicial ponía fin a esta práctica (obligación a comprar películas en bloque, imposición del precio mínimo de la entrada, licencias exclusivas), y abría un nuevo horizonte para la industria. Ese fallo posibilitaba un horizonte sin nubes para el desarrollo de la televisión, al tiempo que suponía el fin de los contratos de “por vida” y la proliferación de pequeñas productoras y distribuidoras. Así, fue corriente que los actores y las actrices más populares se convirtieran en los productores de las películas que protagonizaban. Tal sería el caso de John Wayne y su Batjac (fundada en 1952), de Ida Lupino y The Filmakers, creada junto al guionista Collier Young (por entonces, su marido), o de Kirk Douglas, que creó Byrna, la compañía en la que Senderos de gloria (Path of Glory, 1957) y Espartaco (Spartacus, 1960), ambas dirigidas por Stanley Kubrick.


Pero la película evocada por Peter en la novela es un ejemplo más del cine que domina en la pantalla de antes y de ahora, un tipo de cine hecho para ser consumido, no pensado, un cine sin preguntas, sin más respuesta que “confía en el sistema”, “nosotros te entretenemos” y “tú déjate llevar”. Esto no llenaría a los personajes de Updike, tampoco al propio escritor. Los suyos son tipos como Cadwell, que despiertan a una realidad que les atrapa y asfixia, que les merma, incluso que les condena a una existencia de no existir. Tal vez, debido a ello, sean pesimistas; supongo que cualquiera que abra los ojos a la realidad que le rodea no podría volver al optimismo infantil, solo natural en la niñez, en la ingenuidad, en la ilusión, en la ceguera y en la alienación. En El centauro, el autor de Corre, Conejo (1960), escribe el recorrido por la agonía de Cadwell, que sufre un cansancio existencial que pesa como una losa, ¿o es su entorno el que cae sobre él para aplastarle, únicamente porque es diferente, porque hace y se hace preguntas? Parece que ya es el único dispuesto a plantear cuestiones, a ser autocrítico, a preguntarse las mismas preguntas que tantos se plantearon antes que él y que tampocos semejan hacerse después. Cadwell no se encuentra, tal vez por no dejarse llevar por el hedonismo y el consumismo, él continúa pensando e interrogando, aunque sea en silencio, aun consciente de que no obtendrá respuestas ni podrá cambiar el presente ni el futuro de sus alumnos, quizá ni siquiera pueda proteger el de su hijo Peter.


El personaje central de El centauro, uno de los dos, puesto que el otro es Peter, ejerce de profesor en un instituto donde no pocas veces se siente agredido y amenazado, sea por la realidad o por lo que imagina que es la realidad; en todo caso, el centro educativo resulta un medio inhóspito para alguien como él, alguien que comprende que la educación es algo más que lo que observa a diario. Aún así, también resulta su medio natural, puesto que, según dice, enseñar es lo único que sabe hacer esta especie de Quirón moribundo. Updike mezcla dos tiempos, presente y pasado, también mitología griega y costumbrismo del medio oeste, y en tal mezcolanza sitúa a sus personajes, en una narración con dos narradores: en primera persona y en tiempo pretérito (Peter) y en tercera omnisciente en presente. Y desarrolla la acción en tres días y dos noches, el tiempo que Cadwell y Peter tardan en regresar a casa. Como le sucede a Odiseo en su retorno a Ítaca, los encuentros y las trabas dan sentido a los personajes, les hace mostrarse al lector, tal como son, tal como Updike quiere que sean…

*John Updike: El centauro (traducción de Enrique Murillo). Círculo de Lectores, Barcelona, 1993.

jueves, 21 de agosto de 2025

Factótum (2005)


Alter ego literario de Charles Bukowski, Henry Chinaski (Matt Dillon) no se rebela contra la vida, sencillamente es alguien que va por libre, tal vez huyendo de ella para no verse atrapado y devorado. Habita en los bares, en los asilos, en pensiones de mala muerte, entre otros lugares marginales donde comprende que la comedia de la vida es el drama y que el drama es su comedia. Chinaski asume que dicha comedia consiste en ir dando tumbos, en sobrevivir, en beber, en escribir, en tener sexo y en seguir golpeándose. <<Me parece que la vida está totalmente desprovista de interés —comenta Bukowski en Lo que más me gusta rascarme los sobacos—, y esto sucedía especialmente cuando trabajaba ocho o doce horas al día. Y la mayor parte de los hombres trabajan ocho horas por día un mínimo de cinco días a la semana. Y tampoco ellos aman la vida. No hay ninguna razón para amar la vida para alguien que trabaja ocho horas al día, porque es un derrotado. Duermes ocho horas, trabajas ocho, vas de un lado a otro con todas las tonterías que tienes que hacer. Una vez discutimos esto con un amigo y vimos que uno que trabaja ocho horas al día con todas las restantes cosas que tiene que hacer, recoger el permiso de conducir, comprar neumáticos nuevos para el coche, pelearse con la novia, comprar comida: a alguien que trabaja ocho horas al día le quedan solo dos horas o una hora y media libres para sí mismo. Puede vivir de veras solo hora y media al día. ¿Cómo es posible amar la vida si solo se vive una hora y media por día y se pierden todas las demás horas? Y esto es lo que yo he hecho durante toda la vida. Y no la he amado. Creo que si hay alguien que la ama es un enorme idiota. No hay manera de poder amar este tipo de vida.>>* De hecho, el Chinaski cinematográfico de Factótum (Bent Hamer, 2005), también el de Barfly (Barbet Schroeder, 1987) y el literario, no ama ese tipo de vida programada por otros y cuyo esfuerzo (y beneficio) es para otros, de horarios laborales y cansancio o vacío existencial que no le permiten existir en plenitud; tal vez, por ello, se decante por la bebida, el sexo y la escritura, por la marginalidad y la filosofía de la barra de bar, pues estas le alejan de esa cotidianidad que esclaviza y que él rechaza, aunque a veces deba vivir en ella.



*Charles Bukowski: Lo que más me gusta es rascarme los sobacos.

miércoles, 20 de agosto de 2025

Green Zone: Distrito protegido (2009)


Un soldado que hace preguntas, que duda de lo que le dice el mando, es un mal soldado, puesto que obedece antes a su pensamiento crítico que al total acatamiento del discurso de sus “superiores”. Si uno acepta tal afirmación y se atiene a ella, podría decirse que el alférez Miller (Matt Damon) es uno pésimo, porque resulta que piensa y reflexiona, cuestiona en alta voz y quiere conocer la verdad sobre las causas que han deparado la guerra y la intervención estadounidense en Iraq. Para él, los motivos lo son todo, es decir, ha de haber una justificación para que estén allí, a miles de kilómetros de sus fronteras y de sus hogares; en los hogares de otros, matando y muriendo. Pero esa causa que, a sus ojos, legitima no aparece más que sobre el papel y en las palabras de Clark Poundstone (Greg Kinnear), el maquiavélico funcionario de Defensa encargado de conducir la situación hacia donde le interesa; maquiavélico porque para el político el fin lo es todo y todo vale para alcanzarlo, aunque tal final no depare más que un cambio en el conflicto. De modo que no sorprende que Miller acepte trabajar para Martin Brown (Brendan Gleeson), el agente de la CIA en Bagdad; pues esta colaboración le brinda la oportunidad de descubrir qué se esconde tras tantos “palos de ciego” por territorio iraquí, sin que las “armas de destrucción masiva” aparezcan. Miller quiere encontrarlas, de hecho, su equipo se encarga de la búsqueda, pero los resultados son estériles. No hay ni rastro, tal como ya habían apuntado los investigadores enviados por la ONU antes del ataque estadounidense sobre Bagdad que sirve de prólogo para Green Zone: Distrito protegido (Green Zone, 2009). Pero, como le dice el agente, <<la cosa es más compleja>>…

Al igual que hizo en las películas de la saga Jason Bourne, Paul Greengrass prioriza en Green Zone la acción adrenalítica o, como suele decirse, no concede un momento de respiro al público, aunque en el film haya algo más que pirotecnia, como lo hay en Domingo sangriento (Bloody Sunday, 2002), en United 93 (2006) o en 22 de julio (2018), también en Capitán Phillips (Captain Phillips, 2013). Las cinco beben de la historia contemporánea y reproducen cinco momentos puntuales en los que la violencia y el terror cobran protagonismo. En ellas, se detallan los hechos en presente, cual reportaje sobre el terreno, pero, en cierta medida, en Green Zone dicha crónica expone el instante presente como una ventana al pasado en el que se gesta la excusa que, cara Miller y el resto de la opinión pública, había legitimado la guerra de Iraq en 2003; esa “casus belli” que da vía libre a lo que sucedió después. Es decir, dicha causa depara el ahora durante el cual Miller deambula por el caos en compañía de Freddy (Khalid Abdalla). La situación resultante es fruto de la mentira que se hizo pasar por verdad, para legitimar la intervención y la guerra, la de Bush, hijo, la continuación de aquella de 1991 liderada por su padre; aunque ahora poniendo fin al viejo amigo americano Sadam, el mismo que habían apoyado en la década de 1980, para que les sirviese de colaborador en Oriente Medio, sin juzgar ni censurar sus brutales métodos totalitarios.

La “casus belli” no es novedad del siglo XX. Existe desde las primeras guerras y siempre suele ser similar, aunque adaptada a la época y a los actores. Sus variantes no exigen excesiva inventiva. Sus creadores y promotores solo aprovechan la posibilidad que se presenta a su alrededor o las que ellos mismos apuran para justificar su agresión o su decisión. La diferencia reside en la propaganda y en los medios disponibles. En la actualidad, las herramientas de la propaganda son numerosas y capaces de borrar de la memoria general lo que se dijo unos minutos antes para afirmar, segundos después, lo contrario. Pero más curioso todavía, lo que me llama más la atención, es el porqué la gente se deja arrastrar por esa propaganda. ¿Por qué la cree y no la duda? ¿Por qué la obedece y a quién beneficia esa obediencia ciega que, de tan común, ya pasa desapercibida? ¿Cuales son los fines que persiguen? Hay tantas preguntas que se nos escapan, que alguien como el personaje de Matt Damon no se plantea las suyas hasta que duda, entonces deja de acatar y actúa como individuo pensante, también como héroe, ya que en el cine de Greengrass los héroes (o la actitud heroica) existen, surgen en determinados momentos, cuando la situación lo exige. La búsqueda infructuosa, la ausencia de la causa bélica que justificaba la intervención y su sacrificio (para él, el de todos los soldados), le plantea interrogantes que necesitan respuestas veraces, precisas y reales, y precipita su toma de conciencia: el ser persona consciente de qué la teoría (la versión oficial) y la práctica (la realidad que vive sobre el terreno) difieren. Así, su deambular por Irak cambia, más si cabe al conocer al personaje que le hará las veces de guía y traductor. Un hombre que solo pretende lo que cualquiera: vivir sin miedo; y que le dice <<no eres tú quien tiene que decidir qué tiene que pasar aquí>>. Obviamente, las palabras de Freddy pretenden hacerse oír más allá del alférez; se dirigen al público, también a un país que ha intervenido fuera de sus fronteras justificando u ocultando, de forma amistosa o belicosa, poniendo y deponiendo, a la luz y en la sombra…

lunes, 18 de agosto de 2025

Werner Herzog y el camino


Siempre que camino, pienso; y siempre que pienso, camino. ¿Son dos actividades distintas, aún cuando van acompasadas? Me cuesta encontrar respuestas, a menudo ni las quiero, porque me gusta el caminar y pensar sin precisar objetivos, sin explicarme finalidades en las que solo veo etapas que transitar o de las que alejarse. No me obsesionan las metas, no son importantes; solo hacen e insisten en que lo parezcan. Me decanto por dar pasos propios que en ocasiones siento extraños. Antonio Machado versificó <<Caminante no hay camino, se hace camino al andar…>>, y no le faltaba razón ni sentimiento al poeta al escribirlo, pues la existencia humana no deja de ser un sendero repleto de curvas y de ramificaciones que cada quien ha de andar hasta que deje de hacerlo. Tal como el poeta, muchos otros lo hemos visto así y vivimos conscientes de estar caminando, en la quietud y en movimiento. ¿Cuál es nuestro destino? La respuesta no es importante, lo importante es el caminar. <<Mi primer paso es firme. Y la tierra tiembla. Cuando camino, es un bisonte el que camina. Cuando descanso, es una montaña la que reposa>>, dice Werner Herzog una vez en marcha. Así es su vida y su cine: un constante caminar, lo que quiere decir, que se encuentra dispuesto al movimiento, al viaje, a aceptar los imprevistos del camino, intentando superar los obstáculos no siempre salvables, tantas veces sin rumbo fijo, avanzando o retrocediendo, pues, en ocasiones, regresar sobre los pasos dados posibilita el descubrir nuevos caminos o aquellos que, con anterioridad, pasaron desapercibidos. También el descansar forma parte de cualquier viaje, es necesario el detenerse y contemplarnos y contemplar nuestro alrededor. ¿Qué queda atrás? ¿Qué hay delante? A menudo ignoramos el pretérito y fantaseamos el porvenir en un presente siempre en fuga. Por mucho que caminemos atrapados en él, se nos escapa. Nacido en 1942, en Múnich, cuando el curso de la guerra anunciaba un cambio en el devenir del conflicto mundial, los aliados ya bombardeaban suelo alemán y uno de esos devastadores ataques aéreos convenció a la madre de Herzog para salir de la capital bávara y establecerse en las montañas de Sachrang, en el pueblo más remoto de Baviera, situado en un estrecho valle junto a la frontera con Austria. Allí creció el niño, en contacto con la naturaleza, con la tierra, lejos del mar, con sus costumbres y sus misterios, hasta que a los trece años regresaron a Múnich y descubrió la ciudad. Herzog inició su etapa educativa formal, mas esta no le atraía. La suya era la informal: el vivir en esa educación que uno comprende que nunca se completa, porque es la humana, la que se va haciendo y deshaciendo a lo largo de caminos que conducen a ninguna parte, a paradas imprevistas, a otras esperadas, y a encrucijadas donde elegir sin saber qué se esconde tras el horizonte, si picos o depresiones, si valles fértiles o desiertos en los que alguna fata morgana nos engaña, tal vez para hacernos ver que la vida es sueño o que soñamos vivir hasta que nuestro devenir nos despierte a orillas del fin del mundo o del mar manriqueño…

domingo, 17 de agosto de 2025

El fugitivo (1993)


Primero la televisión bebió del cine y después este lo hizo de aquella, cuando acudió a las series para inspirarse y jugar (lo que las productoras suponían) una apuesta segura, al menos a priori, puesto que se trataba de adaptar seriales cuya popularidad atrajera a las salas a su público, a menudo nostálgico —y el de la nostalgia es un buen negocio—, y a otro tipo de espectadores. Valgan de ejemplo Star Trek (Robert Wise, 1979), La familia Addams (The Addams Family, Barry Sonnenfeld, 1991), Maverick (Richard Donner, 1994), Misión imposible (Mission Imposible, Brian de Palma, 1996), Corrupción en Miami (Miami Vice, Michael Mann, 2006) o El equipo A (The A-Team, Joe Carnahan, 2010). Salvo excepciones, los resultados no deparan películas que se alejen de la mediocridad imperante en los medios de expresión más populares: cine, cómic, música o narrativa. Tal vez por gusto, más que por una mirada objetiva, diría que Misión imposible y Traffic (Steven Soderbergh, 2000) superan la media, y que algunas logran conquistar al público: la saga de Agárralo como puedas (The Naked Gun, David Zucker, 1988) o la de Misión imposible. Una de las más exitosas adaptaciones de teleseries a la gran pantalla ha sido El fugitivo (The Fugitive, 1993), basada en los personajes creados por Roy Huggins, también productor ejecutivo de la película dirigida por Andrew Davis, a partir del guion de David Twohy y de Jeb Stuart. La trama fílmica recoge la propuesta del falso culpable, Richard Kimball (Harrison Ford), que escapa para dar con el verdadero asesino de su mujer y demostrar su inocencia, pues fue hallado culpable de asesinato. La policía apunta que su móvil fue el dinero, pero esto choca con la realidad económica del buen doctor, en la que su labor de neurocirujano le permitía ganarse muy bien la vida. ¿Qué más quería, si tenía cuanto necesitaba? Sobre todo, para el público, resulta chocante tal idea, la descarta porque, desde el primer instante, Davis muestra la inocencia de un personaje enamorado de la víctima. Así nos posiciona a favor del protagonista, simpatizamos con él…

Las pruebas le señalan, a pesar de ser inocente, porque esa es la interpretación de la policía, del tribunal y se supone que del jurado (que no vemos en pantalla). El veredicto dictamina su culpabilidad y se le condena a muerte. Así, de ejecutarse la sentencia, no dejaría de ser un homicidio a sangre fría, un asesinato no muy diferente del que le acusan. La ley, sus ejecutores, estaría matando a una persona que, además, resulta ser inocente. En este punto surge una de tantas contradicciones “legales”, pero lo que prima en El fugitivo es la acción, la persecución, la fiesta; no el entrar a debatir cuestiones incómodas como el matar bajo el amparo de la ley, tema que sí abordaría Tim Robbins en Pena de muerte (Dead Man Walking, 1995). A Davis, que venía de rodar dos thrillers de acción con Tommy Lee Jones, A la caza del lobo rojo (The Package, 1989) y Alerta máxima (Under Siege, 1992), (y a los guionistas) le interesa poner trabas en el recorrido del héroe inocente hacia su meta: dar con el verdadero culpable; hasta entonces, lo único que Kimball puede hacer es huir e investigar por su cuenta. Escapa aprovechando la situación generada por varios convictos, los que intentan fugarse del autobús que los traslada, y así el falso culpable también se convierte en fugitivo y en perseguido. Ahí, en la persecución, entra en juego Samuel Gerard (Tommy Lee Jones), una mezcla de cazador, asesino legal y agente federal a quien no le importa si su presa es culpable o inocente.

Cinco años después del estreno de El fugitivo, Gerard tendría su propia película, la menos afortunada US Marshall (Stuart Baird, 1998), pero en esta el protagonista es Harrison Ford, y la misión de Jones es la de ser su antagonista, aquel que debe atraparle y devolverle al corredor de la muerte. Aunque implacable, el agente no es un obcecado, ni un inepto, sino un tipo duro (y un personaje un poquito menos simple que Kimball, aunque para nada poliédrico) que va reflexionando el caso durante la búsqueda; al fin y al cabo, un poco de reflexión es lo que debería exigir cualquier búsqueda. Como en todos estas películas, el culpable ya ha salido al inicio, de modo que todo gira alrededor de la sorpresa que implica el descubrimiento de lo inesperado; aparte, resultan fundamentales el montaje, para conferir al conjunto apariencia de tensión, y el fondo musical de James Newton Howard, similar a tantos otros de la época, que abandona el fondo y, en no pocas ocasiones, cobra estruendo para enfatizar y condicionar esta película dirigida por Andrew Davis, responsable de varios éxitos comerciales en los 90, siendo El fugitivo la más exitosa de todas las suyas; aunque, si uno se detiene y contempla más allá del espectáculo y el ruido propuestos, ¿que queda? ¿Algo?