La década de 1910 fue esplendorosa para la cinematografía danesa, que iba a la cabeza de la evolución cinematográfica, pero mediado el decenio, en parte debido a la situación bélica que atravesaba Europa, fue decayendo hasta pasar desapercibida para el resto del mundo, en el que se iba imponiendo el cine estadounidense. Sin embargo, la danesa nunca dejó de producir, mas sus películas no eran distribuidas en la mayoría de países. Así, su pequeña industria cinematográfica ha pasado desapercibida en otras latitudes, lo mismo que sucede con otras muchas, y títulos como The Man Who Thought Life (Manden der tænkte ting, 1969) no fueron estrenados en España, ni en Portugal, ni en Latinoamérica, entre otros lugares del globo; ya no digamos en otros planetas, que es un mercado al que aspiran el cine chino, el indio y el estadounidense. Descubrirla, pues, me parecía una idea atractiva, pero la primera impresión que me produjo, la deparada por sus primeros minutos, fue la de “esto ya lo he visto antes”. Posiblemente, se debiera a sus influencias, las que se dejan notar de las nuevas corrientes cinematográficas europeas, sobre todo de la nouvelle vague. Entonces, pensé que en esa época (la de los años sesenta) el director de cine quiere ser artista, que se le reconozca como tal, y para ello debe insistir en su obra. Así que lo de menos parece ser centrarse en los personajes y en la historia a contar. Se prioriza la forma, algunas de las cuales habían sido descartadas en el período silente, incluso hay que ni siquiera pretenden contar historia alguna. “¿Para qué insistir, si siempre son los mismos temas?”, quizá se plantease alguno y se respondiese que “hay que dejar claro que se conoce la técnica, que la cámara me obedece y mis planos aspiran a ser obras de arte”. Pero no por pretenderlo se consigue ni arte ni obras maestras. ¿Cuantas existen de estas? Muy pocas. ¿Una entre cada mil películas producidas?
El Hollywood clásico (y el actual, también) parecían tener un par de moldes de donde salían la mayoría de sus productos, salvo la de ciertos cineastas, unas y otras podrían pasar por obras de cualquiera y todas productos de su industria. Tal sensación de repetición también me la producen las producciones salidas de los nuevos cines u olas. Muchas me parecen salidas del mismo patrón. Es inevitable, tras la novedad, o lo novedoso, a base de repetirse, esta se convierte en hábito. No resulta complicado ubicarlas en el tiempo, ya sea por su iluminación, por sus ángulos de cámara o por planos filmados desde la Luna o allí donde el cineasta cree que lucirá su pericia e inspiración, que luego será elevada en un montaje al que no le importa parecer brusco. Esto iba pensando mientras contemplaba este film del danés Jens Ravn basado en la novela de Valdemar Holst, por lo tanto, también me dije que si tenía base novelística tendría que tener historia. Efectivamente, The Man Who Thought Life la tiene, igual que posee los rasgos característicos de los cines de los sesenta. Ravs mezcla géneros para hablar de la fantasía, la realidad y la locura. Introduce la idea de que todo lo que salga de la normalidad, que es aquello que se da por válido y ordenado, de la explicación aparentemente racional, está condenado al rechazo, a generar temor, al menos hasta que logre incorporarse a lo habitual y explicable dentro del orden que anteriormente lo habían rechazado. La excusa para hablar de ello la encuentra en el cerebro, ese íntimo desconocido desde el cual nos identificamos e interpretamos el mundo. El del antagonista es capaz de crear materia. La crea a su antojo, para su placer, salvo que no puede crear un ser humano y mantenerlo en el tiempo como sí hace con sus puros y su coñac. Por ello necesita la ayuda del doctor Max Holst (Preben Neergaard), un prestigioso neurocirujano, a quien cuenta su secreto y a quien presionará para que lo opera y así lograr liberar esa parte del cerebro que le posibilite que sus criaturas sobrevivan en el tiempo como cualquier otro ser vivo. Con su poder, Steinmetz (John Price) puede lograr comodidades materiales, pero, tal vez, aspire a tener compañía, pues la vida que crea no puede mantenerla más allá de un instante. Es efímera, mucho más efímera que la natural, y su deseo es que perdure. En realidad, su deseo y su aspiración es la de ser Dios y, para lograrlo, necesita la ayuda que el psiquiatra le niega. Esta negativa cambia el tono del film, introduce la intriga, la que depara la suplantación de identidad que despoja a Holst de cuanto es, salvo de sí mismo. Ya nadie lo reconoce como él, ni siquiera Susanne (Lotte Tarp), su prometida, que ahora está apunto de casarse con otro él, el que Steinmetz crea una y otra vez para presionarle y lograr lo que se propone…
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