Alguna vez he leído que el musical es el género de la alegría y de la felicidad. Supongo que así será para quien eso piense, mas no para quienes lo ven como el género del kitsch (junto con las comedias de teléfono blanco, o rosa, y las más inaguantables: las protagonizadas por Doris Day), y quien no descubre la ensoñación rítmica prometida, la que presume fugarse de las leyes no escritas de la cotidianidad porque el protagonista habla al público o al vecino cantando, mientras una orquesta invisible musicaliza la partitura, o baila en las barbas a la policía que le sale al paso para imponerle su regreso a la falsa realidad. A veces, con excesiva frecuencia, se me atraganta el género, por insípido. Salvo sus canciones y el baile por el baile (la coreografía), ¿tiene algo más que expresar? ¿Alegría? ¿La transmite? ¿La contagia? Depende de quien conteste o en que películas se piense, pero, a veces, ni los ritmos ni las coreografías funcionan; tal vez porque hay ocasiones en las que ni siquiera los temas musicales ni las danzas pueden cubrir la ausencia de una farsa o de una fantasía que cantar y con la que atrapar la atención y la ilusión de quien contempla y escucha a los personajes cantando y bailando.
Cantar y bailar forman parte de la cotidianidad del musical, un género en el que la frivolidad también es cotidiana, y en el que la ñoñería suele reinar; aunque a veces lo hace con estilo, diría que también con cierta sabiduría, y un saber fugarse de la realidad digno de aplauso. Algunas de sus mejores obras escapan de la mediocridad y se asientan y deleitan en el espacio artificial donde sitúan su ritmo y su sobrado magisterio. En esos casos, que son los menos y suelen estar en manos de los mismos creadores (Arthur Fred, Stanley Donen, Gene Kelly, Vincente Minnelli, Mark Sandrich, Alan Jay Lerner…) hay magia cinematográfica y el género regala un Sombrero de copa (Top Hat, Mark Sandrich, 1934), que supera la mediocridad y la pesadez para ser ligera como los pasos de Fred Astaire, un Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), en la que, bailes y canciones aparte, se ofrece una caricatura (para nada hiriente) del paso del cine silente al sonoro, o un Camelot (Joshua Logan, 1967). Otras, también poseen renombre, pero no deparan la ilusión de estos dos títulos. Se tornan plomizas y la supuesta magia aburre hasta provocar el bostezo en los más aguerridos y el terror en quienes no tenemos ni el aguante ni la valentía para enfrentarnos a Brigadoon (Vincente Minnelli, 1954) o Luces de candilejas (There’s No Business Lilke Show Business, Walter Lang, 1954) y salir con la satisfacción y la sensación de haber vencido. Ante películas como estas, no puedo más que pensar que me divertiría más conversando con la mosca que acaba de entrar en la habitación. Pero ya se ha ido, así que regreso al musical, para decir que es un género complicado de llevar a la pantalla (y a un escenario). Precisa equilibrar bailes, canciones, humor o dramatismo, personajes e historia, si la tiene, y mostrar un todo homogéneo donde no desentonen ninguna de sus partes. Dicho equilibrio lo encontramos en El pirata (The Pirate, Vincente Minnelli, 1948), West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961) o en la ya citada Cantando bajo la lluvia, sin embargo, se encuentra ausente en Luces de candilejas. Aun así, este musical dirigido por Walter Lang se sitúa entre los mejores realizados en la 20th Century Fox, aunque tampoco es mucho decir, pues el de Darryl F. Zanuck no era un estudio que destacase precisamente por sus aportaciones al género...
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