Siempre que camino, pienso; y siempre que pienso, camino. ¿Son dos actividades distintas, aún cuando van acompasadas? Me cuesta encontrar respuestas, a menudo ni las quiero, porque me gusta el caminar y pensar sin precisar objetivos, sin explicarme finalidades en las que solo veo etapas que transitar o de las que alejarse. No me obsesionan las metas, no son importantes; solo hacen e insisten en que lo parezcan. Me decanto por dar pasos propios que en ocasiones siento extraños. Antonio Machado versificó <<Caminante no hay camino, se hace camino al andar…>>, y no le faltaba razón ni sentimiento al poeta al escribirlo, pues la existencia humana no deja de ser un sendero repleto de curvas y de ramificaciones que cada quien ha de andar hasta que deje de hacerlo. Tal como el poeta, muchos otros lo hemos visto así y vivimos conscientes de estar caminando, en la quietud y en movimiento. ¿Cuál es nuestro destino? La respuesta no es importante, lo importante es el caminar. <<Mi primer paso es firme. Y la tierra tiembla. Cuando camino, es un bisonte el que camina. Cuando descanso, es una montaña la que reposa>>, dice Werner Herzog una vez en marcha. Así es su vida y su cine: un constante caminar, lo que quiere decir, que se encuentra dispuesto al movimiento, al viaje, a aceptar los imprevistos del camino, intentando superar los obstáculos no siempre salvables, tantas veces sin rumbo fijo, avanzando o retrocediendo, pues, en ocasiones, regresar sobre los pasos dados posibilita el descubrir nuevos caminos o aquellos que, con anterioridad, pasaron desapercibidos. También el descansar forma parte de cualquier viaje, es necesario el detenerse y contemplarnos y contemplar nuestro alrededor. ¿Qué queda atrás? ¿Qué hay delante? A menudo ignoramos el pretérito y fantaseamos el porvenir en un presente siempre en fuga. Por mucho que caminemos atrapados en él, se nos escapa. Nacido en 1942, en Múnich, cuando el curso de la guerra anunciaba un cambio en el devenir del conflicto mundial, los aliados ya bombardeaban suelo alemán y uno de esos devastadores ataques aéreos convenció a la madre de Herzog para salir de la capital bávara y establecerse en las montañas de Sachrang, en el pueblo más remoto de Baviera, situado en un estrecho valle junto a la frontera con Austria. Allí creció el niño, en contacto con la naturaleza, con la tierra, lejos del mar, con sus costumbres y sus misterios, hasta que a los trece años regresaron a Múnich y descubrió la ciudad. Herzog inició su etapa educativa formal, mas esta no le atraía. La suya era la informal: el vivir en esa educación que uno comprende que nunca se completa, porque es la humana, la que se va haciendo y deshaciendo a lo largo de caminos que conducen a ninguna parte, a paradas imprevistas, a otras esperadas, y a encrucijadas donde elegir sin saber qué se esconde tras el horizonte, si picos o depresiones, si valles fértiles o desiertos en los que alguna fata morgana nos engaña, tal vez para hacernos ver que la vida es sueño o que soñamos vivir hasta que nuestro devenir nos despierte a orillas del fin del mundo o del mar manriqueño…
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