martes, 25 de abril de 2023

Jeanne Dielman, 28 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975)


Visto desde la perspectiva de los hábitos diarios, laborales y ociosos, la vida es una rutina de la que solo se puede salir en la brevedad de la novedad, la cual, no tarda en dejar de ser novedosa para ser costumbre que vuelve a ser rutina. Los días son distintos pero repiten su patrón, lo que me lleva a plantearme si sería posible vivir en la perpetua novedad sin caer en la rutina de la novedad. La rutina es cansina, adormece, obliga a dormirse, nos dormimos en ella. A veces porque nos sedan, otras por sedación propia, para protegernos de ella y de nosotros mismos, ya que genera una falsa sensación de seguridad. Todo parece en su sitio, el orden de las cosas se mantiene inalterable, o eso parece, pero siempre acaba por generar cierta sensación de malestar que se acalla, una pesadez en el alma que amenaza con su aburrimiento y con interrogantes sin respuestas o con las que se le quieran dar; que para el caso sería lo mismo. ¿La vida es esto? ¿Para esto nací? ¿Qué es lo que quiero? ¿Qué puedo hacer para que algo cambie? La vida de Jeanne Dielman (Delphine Seyrig) no me resulta rutinaria, sino artificial, pues existe un exceso de artificio naturalista en su puesta en escena, en los movimientos de la protagonista, madre, ama de casa y prostituta, en la mirada inmóvil de la cámara, en su fijación por esa mujer de mediana edad a quien ve desesperada, en una desesperación muda, que parece no existir porque se obliga o se ve obligada a entregarse a un orden que raya lo enfermizo. Ella es la protagonista de esta película que no se borra del recuerdo —y ahí reside o demuestra su grandeza— y cuyo título lleva su nombre y sus señas. Es un título de larga duración, una proporcional a la film. Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) centra su mirada intrusiva en la cotidianidad privada del sujeto observado. Pero quien llama mi atención, más bien quién me exaspera, es su hijo, un adolescente imposible, sin sangre aparente, sin pizca de adolescencia; al menos en el hogar, el único lugar donde el muchacho asoma, para fortalecer la sensación de distanciamiento, alienación y aislamiento de la protagonista. Me pregunto si en la realidad puede existir un adolescente así. Carezco de respuesta. Noto ese artificio desbordante en la relación madre e hijo, en la obligatoriedad a compartir mesa cada día, repitiendo los mismos ritos. Increíble son esos besos diarios, esa intromisión de la madre en su privacidad, acaso, ¿no se rebela en busca de su espacio, de afianzar su carácter, en una búsqueda natural en cualquier adolescente?


En esta película, Chantal Akerman se lleva la palma a la mirona del año, pero sin la gracia de un Hitchcock irónico y consciente de que somos máscaras obsesivas de varios rostros en busca de identidad. Se la lleva en su afán por crear una imagen que va desvelando de modo tan obsesivo como el comportamiento de su sujeto de estudio, la superficie y la interioridad de Jeanne. La capacidad y la paciencia fílmica de Chantal Akerman merecen mi respeto, pero más si cabe lo merece la capacidad de quien aguanta sin plantearse qué hace viendo la película o sin preguntarse si realmente son necesarios ciento noventa minutos de cansino ejercicio vouyerísco para que comprendamos que la protagonista vive apresada en la angustia, en la ansiedad, en el vacío de su relación con ella misma y con el resto, un vacío que intenta olvidar entregándose a una rutina que ya se comprende asfixiante en los primeros minutos. Las más de tres horas de Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, dan para reflexionar sobre su protagonista, también sobre su hijo adolescente o sobre los hombres maduros que acuden a su habitación, pero es ella en quien se fija la cámara, lo hace insistente, en apariencia tranquila, pero de forma tan obsesiva como Jeanne consume su tiempo, impidiéndose pensar en su realidad, en la ansiedad que le genera (y que también ella misma se genera, al no querer o no poder enfrentarse).


La persistencia de Ackerman nos obliga a observar a Jeanne en su cotidianidad externa e interna; al mismo tiempo, Jeanne es su objeto y su sujeto de estudio. De puertas a fuera quizá se podría decir que Jeanne es una mujer, viuda y madre, buena vecina, alguien “normal”, pero en su intimidad, la que la insistencia de Akerman revela, se comprende que es alguien que necesita ocupar su tiempo para sentirse protegida de su mente, de sus preguntas, de sí misma y de su entorno. Semeja que siempre quiere ser útil, sentirse imprescindible, estar haciendo algo, aunque ese algo sea tan rutinario como lo observado en la pantalla. Precisamente mejor si es rutinario, así no sale de su orden, porque su desorden implicaría conflicto, uno diferente al que es incapaz de enfrentarse en su alienación. Su manera de hacer, de actuar y de pensar hace que no exista, aunque siempre esté ahí, en ella, en esa cotidianidad enfermiza y plomiza a la que Akerman obliga, mas que invita a su público, conteniendo sus emociones, evitando enfrentarse a sí misma y al mundo que la rodea y le genera parte de su conflicto. Akerman recrea ese universo cerrado, lo capta a la perfección, y en el aprisiona a Jeanne, no le da posibilidad de escape, ya no en los espacios que la cámara vigila insistente: piso, ascensor, calle, algún establecimiento al que Jeanne acude a hacer la compra diaria —o la extraordinaria, cómo sería un botón o un ovillo de lana—, sino también el espacio interior que habita en un conflicto al que evita enfrentarse ocupando su tiempo y vaciando su mente con labores domésticas.



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