El paisaje costero de Almas en pena de Inisherin (The Banshees of Inisherin, 2022) es de belleza agradecida, atlántica, mágica y fotogénica, atributo que juega a favor de las emociones que desbordan en su quietud y en su tristeza; el sonido de la guerra civil en la distancia también ayuda a la hora de hacer de la isla un espacio irreal, aislado, apartado del tiempo y del mundo, pero a la vez atrapado en los conflictos mundanos, en la lucha entre divergencias y posturas egoístas irreconciliables; en cierto modo, similares a las que se parten la cara, el cuerpo y el alma en “la isla grande” (me refiero al enfrentamiento entre catolicos y protestantes irlandeses en 1923). El aislamiento, sus víctimas, la creatividad (artística) como única posibilidad de que algo de uno perdure o de darle un sentido a la existencia —esa brevedad en la que dormimos y a la que a veces despertamos—, no sorprende a estas alturas, ni es novedad temática, pero, narrativa y cinematográficamente, aquí funciona gracias al paisaje, a la ruptura de la cotidianidad, a la que solo tenemos acceso por los diálogos, y al humor negro, negrura que es lo que mejor sienta a la película de Martín McDonagh, porque sin ese humor todo lo expuesto sonaría falso.
El mundo queda fuera de Inisherin, como ya quedaba Innisfree en El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952); pero donde en John Ford había puñetazos alegres y ensoñación de un regreso imposible al hogar perdido, es decir, a la infancia, borrachera de alegría, de vivir, de comunión belicosa y al tiempo amistosa con el entorno, con otros niños y con uno mismo, en espacio insular donde McDonagh destierra y encierra a sus personajes, el sueño no es alegre, más bien se va tornando en pesadilla de aislamiento, de egoísmos mezquinos, de imposibilidad de reconciliación y, por tanto, de liberación y creación imposibles. Rodeados por la sensación de vacío, similar al que llevan dentro, de la que resulta difícil desprenderse, la atmósfera de Inisherin es densa, a veces triste y otras violenta, pero siempre humorística en su negrura y de belleza melancólica en sus paisajes. Ambientada durante la guerra civil irlandesa, aunque esta parece desarrollarse en otro mundo, la lucha que se desata en Inisherin es otra distinta aunque también podría tomarse por una guerra fratricida que estalla el día que Colm (Brendan Gleeson) expresa con sencillez y laconismo el motivo de su ruptura con su amigo Pádraic (Colin Farrell).
Hasta ese día, para Pádraic todo era “su”: su mundo, su pequeña isla en la costa oeste de Irlanda, aislada y ajena a la realidad allende esa especie de purgatorio donde la guerra civil resuena en el sonido de cañonazos en la distancia, sus animales, su burrita enana golosa de dedos, su hermana Siobhán (Kerry Condon), sus pintas diarias en el pub de Jonjo (Pat Shortt), el primer y último refugio para almas vacías más que perdidas o en pena, su tonto del pueblo y ese su mejor amigo que se niega a seguir siéndolo porque siente necesidades que Pádraic no puede llenarle. La conversación de este (su ausencia, más bien) agudiza en Colm la sensación de aburrimiento, improductivo y sedante, del que desea alejarse para crear algo que perdure y que calme la angustia de quien abre los ojos y descubre su insignificancia, su mortalidad, y se pregunta si eso es todo. Nunca hasta entonces, ni después, Pádraic ha pensado más allá de “su”, es decir, de sí mismo. Su pensamiento, simple, de “buen hombre” (asi lo definen sus parroquianos), ajeno a temas metafísicos y artísticos, le imposibilita ver que Siobhán se consume (y consume sus cualidades) en esa isla donde le cuida. Tampoco es capaz de comprender el porqué Colm, en una decisión egoísta, pero de otro tipo de egoísmo —llámenle sí quieren, necesidad del artista frente a un espacio que ahoga cualquier intento de creatividad, siempre necesitada de la soledad que le permita germinar y fluir—, decide romper con él por considerarle aburrido; aunque en realidad se trata de inquietudes de mayor calado existencial que la monotonía en la que Pádraic desea permanecer.
Que nada cambie, que nada altere su orden. Quiere su pequeño mundo inmóvil, sin más pretensión que respirar, cuidar y pasear a sus animales, emborracharse en el pub, continuar anclado en un lugar alejado de todo, en la que todos acepten el orden del nunca pasa nada, ese con el que rompen (o lo pretenden) Colm, Siobhán o Dominic (Barry Keoghan), cuya sensibilidad confunden con idiotez o con la debilidad que atrae las palizas paternas. Pero lo dicho, Almas en pena de Inisherin es una comedia negra sobre algo más que una amistad rota, es una reflexión amarga, con un resquicio para la esperanza, sobre diferentes modos de sentir la angustia de vivir: quienes la acallan, quienes son inconscientes de su existencia, quienes la matan y quienes se obligan a mirarla de cara, lo que conlleva plantearse el sentido de la vida, su absurdo, sus porqué y para qué, su finitud. Pádraic empieza a sentir esa angustia a raíz de la pérdida, y de su incapacidad para asimilar la ruptura, que su mundo pueda cambiar así, sin más, de repente, sin explicación aparente o convincente para él. De modo que insiste y fuerza la situación para recuperar su estado previo, el de su amistad y su orden, roto por la decisión de Colm. Y esa imposibilidad de entendimiento se lleva hasta el extremo donde se desata un conflicto que literalmente escapa las manos de uno y arde en el fuego prendido por las del otro; y en medio, las penas y deseos de Siobhán y de Dominic, los de ella quizá se cumplan o no, en todo caso logra ampliar su horizonte; los del muchacho, se ahogan en Inisherin.
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