jueves, 13 de abril de 2023

El hombre que cayó a la Tierra (1976)

Solo hay que ver los cineastas que contaron con David Bowie: Uli Edel, Nagisa Ôshima, Martin Scorsese, David Lynch y Julien Schnabel fueron algunos, y sin ir más lejos Nicolas Roeg en esta curiosa película de ciencia-ficción de conflicto existencial más allá de las estrellas, para darse cuenta de que era un actor diferente, del tipo si quieres un personaje ambiguo, misterioso, quizá extraño, llama a Bowie, él sabrá aportar su magnética e inclasificable presencia, una de otro planeta dentro de este. Así lo hizo en el primer largometraje que protagonizó, El hombre que cayó a la Tierra (The Man Who Fell to Earth, 1976), un film igual de inclasificable que su director Nicolas Roeg o que su personaje (el de mítico astro pop, por supuesto), Thomas Jerome Newton, el viajero espacial que llega a la Tierra en busca de una solución para su familia y su planeta, cuya falta de agua amenaza con erradicar la vida. La desertificación de su hogar empuja a Newton al planeta del agua, donde inicialmente parece algo desorientado y sediento. Camina, errante por la Tierra donde apaga su sed. Saborea el agua, más adelante se ahogará en alcohol, de la que dicen insípida, pero que todos reconocemos su sabor, quizá por sus minerales, o porque su no sabor sabe diferente al resto. La saborea, al tiempo que saborea la vida y la esperanza de regresar a su hogar, junto a los suyos, con una solución que les salve. Siempre piensa en su mujer y sus dos hijos, allí arriba, solos, en un planeta desértico y moribundo. Piensa en ellos, los recuerda. Su relación sexual con Mary-Lu (Candy Clark) solo es un paso más en su prolongada estancia terrestre, a la espera de ponerle fin. Pero es justamente cuando decide construir una nave, cuando todo se tuerce. Primero muestra su verdadero rostro y cuerpo a Mary-Lu en un instante en el que ella se sobresalta, más que aterrorizada, impresionada por el descubrimiento. Después, lo secuestran, le apartan de sus negocios, el dinero resulta el motor terrestre, y le hacen pruebas médicas para determinar su naturaleza extraterrestre.

El pelo entre rubio, anaranjado y cobrizo de Newton, sus ojos de dos colores, uno azul claro y otro negro (en realidad, del mismo color, pero la anisocoria provoca que la pupila izquierda esté permanente dilatada), la palidez de su piel, su aparente ausencia o indiferencia del mundo, su obsesión por la televisión y los televisores, los acumula y en ellos ve desde películas —Ariane (Love in the Afternoon, Billy Wilder, 1957), La fragata infernal (Billy Budd, Peter Ustinov, 1962) o El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949),  en las que observa fascinación, injusticia, traición— hasta anuncios de su empresa, su inadaptación y la obligación a adaptarse, así como su no envejecimiento, llaman la atención y, en este caso, agudiza su diferencia respecto a los pocos humanos con los que mantiene algún tipo de contacto. Para el mundo, Thomas Jerome Newton es un excéntrico millonario, alguien celoso de su intimidad, que difiere de quienes le rodean, más allá de que su origen y su meta sean de otra galaxia. Lo que lo convierte en un ilegal y en un espécimen de estudio. Difiere precisamente porque tiene un objetivo y, para lograrlo, contrata los servicios de Nixon (Buck Henry), un prestigioso abogado al que confía las patentes que le harán dueño de una multinacional, con la que pretende solucionar el problema que le ha llevado a la Tierra y desarrollar el proyecto de la nave espacial que le lleve a casa.



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