Desde el siglo pasado, más o menos, a partir de la Primera Guerra Mundial, se dieron pasos agigantados hacia una civilización de tecnología, de grandes corporaciones, de guerras bélicas, ideológicas y económicas a gran escala, de manipulación propagandística y mediática —antes la propaganda solía estar al servicio y en manos de las distintas religiones—, de confusión, de distanciamiento, de espejismos, de mentes igual de maleables y dormidas que siempre, de reinado del beneficio económico… Ahora, mi duda es si la anterior suma es un desvarío propio, algo cotidiano, tiende a imponerse o ya forma parte de nuestro día a día. Lo anterior no es un chiste, como tampoco lo es la distancia que existe entre el mundo tecnológico y la naturaleza en la que nacimos y de la que nos alejamos tiempo atrás, cuando presumimos poder dominarla. Presunción que no se sustenta sobre ninguna base solida. Esas presencias, arriba apuntadas, que delatan la intervención occidental (británica, en este caso) en espacios colonizados, alteran el paisaje de Walkabout (1970), el orden natural y la simbiosis entre el aborigen australiano (David Gulpilil) y el medio que transita primero en una soledad de la que no somos testigos y, posteriormente, en compañía del niño (Luc Roeg) y de la adolescente (Jenny Agutter) a quien el nativo australiano mira con ojos enamorados. Ella es una superviviente, él es un viviente. La diferencia reside en el propio espacio (y en el origen de ambos: ella es inglesa y él nacido en la gran isla oceánica), ajeno a la chica y natural al chico que lo recorre como parte de su formación —su paso de la niñez a la edad adulta— y de la tradición cultural del pueblo aborigen. Pero la civilización occidental, su invasión del espacio natural para uso comercial o de basurero donde “enterrar” lo ya inservible, y la caza masiva e indiscriminada que el chico contempla en la distancia, resultan para el “walkabout” un momento extremadamente triste, mortuorio: el adolescente es incapaz de comprender la matanza que ha visto. El hecho, común para el occidental que dispara, provoca el fin de la inocencia aborigen: ya nada podrá ser igual que antes. Nunca podrá regresar a casa porque, en ese impactante descubrimiento, el hogar ha dejado de existir. A diferencia de los occidentales, el aborigen se sabe parte de la naturaleza, comprende y acepta que existe y es en ella, que ella le ofrece lo necesario (el muchacho solo caza lo justo para alimentarse, ni por placer ni por dinero) y, por ello, merece su respeto, aun más, merece su amor…
sábado, 15 de abril de 2023
Walkabout (1970)
Dudar es una acción que se abre a múltiples direcciones, movimientos y posibilidades, por eso me agrada, porque me pone en marcha, sin rumbo fijo, situándome inicialmente ante la posibilidad, incluso ante la de negarme y negar el conocimiento asumido. Esto puede resultar desconcertante, no mucho o demasiado; justo el tiempo que acarrea reconocer los conflictos que obligan a replantearse lo que se cree saber o lo que se da por hecho. En cualquier caso, esto no es lo que aquí me interesa desarrollar, más allá de que me sirva de introducción, tampoco que a veces soy incapaz de distinguir entre lo que sé, lo que creo saber y lo que quieren que acepte que sé. Debido a ese gusto por conjugar en primera persona “dudar”, no solo dudo de mí, sino del conjunto de cual formo parte marginal, no por capricho, sino porque la singularidad margina. Así, desde ese singular que es el individuo, dudo que haya algo más “incivilizado” que la propia civilización. ¿La existencia e insistencia de la civilización crea la incivilización? La duda anterior es casi una afirmación, lo que me lleva a pensar que “incivilizado” es un adjetivo mal empleado para definir a pueblos llamados “primitivos” o “bárbaros”, que también son calificativos impuestos por culturas que se atribuyen superioridad (moral, política, racial, social,…) respecto a otras. ¿Lo son o solo son más fuertes (de fuerza bruta) y más presuntuosas? A lo largo de la Historia, las “grandes civilizaciones” han querido confundir civilización y desarrollo con poder, apariencia, fuerza, tutela (sometimiento), elitismo, tecnología, economía… Y en su “confusión” han dominado y arrasado culturas y espacios que no comprenden o, debido a su complejo de superioridad, que acarrea intolerancia, y a sus fines “alimenticios”, que no han respetado. Dicho de otra forma, parece que los consideran inferiores, y necesitados de que se les imponga un orden cultural, moral, social que borre o entierre el previo. Pero ¿qué pueblo, al que la civilización llama bárbaro, ha pensado de sí mismo serlo o ha sentido la necesidad de que lo civilicen?
Que sea un cineasta inglés (ajeno al espacio donde se desarrolla el film) quien mejor exprese en la pantalla el encuentro y el choque entre el mundo aborigen y el occidental, y el final de uno de ellos, la relación entre el individuo y la tierra, la diversidad australiana, el mundo físico y el espiritual, quizá no sea tan extraño, sobre todo si ese inglés es un tipo tan singular, y por tanto, marginal o, mejor dicho, apartado de lo común y al margen de las modas, como Nicolas Roeg. Era su segunda película como director, la primera en solitario, pero Roeg llevaba más de una década en labores de cámara y fotografiando escenarios naturales cuando rodó Walkabout, uno de los títulos indispensables de las cinematografías británica y australiana. El paisaje, la comunión humanidad-naturaleza, su fin, la diversidad, el aprendizaje, el despertar, son los protagonistas de la película, tanto como puedan serlo la adolescente a quien da vida Jenny Agutter, el chico aborigen o el niño, hermano de la primera. La espléndida fotografía, también a cargo de Roeg, como ya había hecho en Perfomance (1970), película codirigida junto Donald Cammell, resalta esa diversidad australiana de grandes extensiones arenosas, desérticas, rocosas, de verdes zonas fluviales, bajo cielo azulado y surcado por aviones, y hacia el que se elevan los globos meteorológicos; en definitiva, contrastes del paisaje natural y humano por donde transita la supervivencia, el fin de la inocencia, la comunión, el despertar sexual, el aprendizaje como parte de la aventura de la vida, interior y exterior, a veces liberadora y puntualmente estremecedora…
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Has escito una reflexión hermosa y perfectamente atinada al espíritu de la película.Es extraordinaria a nivel filosófico, sensual, embriagadora, en lo visual y en lo corporal, devastadora en la esencia.Es la cumbre de un creador efectivamente singular, muy especial, y muy pegado al humanismo más evocador, y a las premisas contraculturales de su tiempo. Aquí especialmente generoso de espíritu.Yo siempre recuerdo que mi gran aprendizaje en mi limitadísimo contacto con el saber antropológico es el luminoso concepto de etnocentrismo.Es una clave universal.-aparte de la teoría propiamente dicha, siempre recomiendo la lectura de 'Orientalismo' de Edward Said, uno de los libros que más me han enseñado, ¿no sé si lo conoces?-.
ResponderEliminarGracias, Maria. Me ha encantado tu comentario. En cuanto al libro que recomiendas, no lo conocía, pero ahora, gracias a ti, sí. Y me queda pendiente 😉
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