miércoles, 26 de abril de 2023

La sombra del actor (1983)


Una de las grandes diferencias entre el cine y el teatro la encuentro en que este último precisa el texto como nosotros el aire. El diálogo, la palabra, es su oxígeno, su sangre. Mientras que el segundo no precisa hablar; miento, el mejor cine sí habla, pero lo hace de modo visual, también desde que en el cine empezaron a escucharse las voces de sus personajes. Antes estaba obligado por su naturaleza, llamada muda o silente, cuando, en realidad, hablaba mediante imágenes y el sonido era la música que se podía escuchar en directo en las salas. También nos dicen, y mucho, el montaje, los planos y los encuadres que encierran a los personajes; son básicos para desvelarnos información. Por ejemplo, el paso del tiempo, la distancia o la posición dentro del marco, que no libera, sino que atrapa a los personajes en su espacio, delimitando lo que vemos y lo que queda fuera, pero también informando de sensaciones y de ánimos sin tener que insistir con la palabra, insistencia que disminuiría la veracidad del conjunto audiovisual (en el periodo sonoro). Me vienen a la mente Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), La isla desnuda (Hadaka no Shima, Kaneto Shindo, 1960), en la que nadie habla, y Deseando amar (In the Mood of Love, Wong Kar Wai 2000), magistrales ejemplos que hablan más allá de las voces de sus protagonistas; de hecho la información sustancial la recibimos a través de gestos, del uso del color, de la distancia que asume la mirada de la cámara, del marco escogido. En esto difiere del teatro, cuyo escenario resulta la totalidad recorrida por los ojos del público. Si no fuese por los encuadres cinematográficos, que difieren del escenario teatral (para el público un todo espacial donde situar su mirada con mayor libertad) y obligan a jugar con ellos, con la posición de lo que vemos (escogida por el director, decisión que sustituye la nuestra), La sombra del actor (The Dresser, 1983) sería teatro. Igual es teatro filmado; y no lo digo porque adapte la obra teatral de Ronald Harwood, sino por vivir de la palabra y la teatralidad de sus protagonistas.

Decía que Igual es teatro filmado; y no porque se adapte la obra homónima de Harwood, quien también es el guionista del film y aparece como coautor del mismo junto al australiano Peter Yates, sino porque vive del histrionismo oral y gestual de sus personajes los que recae el peso de la película. La sombra del actor es de esos films que se dicen para lucimiento actoral, en este caso el de Albert Finney y Tom Courtenay, dos de los grandes rostros de aquel free cinema de finales de la década de 1950 e inicios de la siguiente. Por entonces, interpretaban a jóvenes inconformistas, que se rebelaban contra el sistema, mejor sería decir que se enfadaban con el sistema, pero aquello era síntoma de su juventud, época estival que ya queda lejana para los personajes que interpretan en este film sobre la relación entre un actor en su decrepitud y su asistente, entregado en cuerpo y alma a su patrón. Hay actuaciones mejores y otras peores, hay días buenos, días felices y días grises. Y un día hay derrumbe emocional, el sentirse viejo, sin fuerza para seguir, con miedo a seguir, entregándose en ese escenario donde Sir (Albert Finney) se crece siendo Ricardo III, Otelo o el rey Lear, personaje este último que ha interpretado en más de doscientas ocasiones, pero que parece superarle el día en el que se desarrolla la película tras el prólogo que sitúa temporalmente La sombra del actor durante la Segunda Guerra Mundial y presenta a los personajes en una representación de Otelo que sirve para situar las relaciones entre personajes; algo así como quién es quien.

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