Dos años después de escribir para Antonio del Amo el guión de Cuatro mujeres (1947), su primer guión cinematográfico, Manuel Mur Oti debutó en la dirección con este melodrama rural en el que ya se observan las bases del estilo que iría perfeccionado en sus siguientes películas —un estilo en el que cobran importancia los simbolismos, el protagonismo femenino o el enfrentamiento del individuo con el conjunto que lo juzga—. Como su título apunta, Un hombre va por el camino se inicia con un vagabundo (Fernando Nogueras) que, tumbado sobre la hierba y bajo el azul celeste, lee a Shakespeare antes de proseguir su deambular sin rumbo ni metas, huyendo de las responsabilidades y de las ataduras que le obliguen a permanecer en cualquier parte. La vitalidad y sus ansias de libertad son las características que lo definen en ese primer instante, pero su destino lo conduce hasta Monte Oscuro, nombre que Mur Oti volvería a emplear en Orgullo (1955), un espacio inaccesible y simbólico donde el viajero descubre a una mujer que trabaja la tierra en soledad. La aparición de Julia (Ana Mariscal) en la pantalla esboza la que el cineasta emplearía en Condenados (1953), aunque, a diferencia de Aurelia, la protagonista de Un hombre va por el camino no emerge de la tierra que habita, trabaja y la condena. Julia, viuda y con una hija (Pacita de Landa) a su cuidado, desea poner fin al aislamiento de ambas, por ello ve en Luis la figura masculina que sustituya a la del hombre ausente (marido para ella y padre para Blanca) y, con su presencia, la posibilidad de hacer real el sueño que ha heredado del fallecido. A pesar de la evidente atracción que el viajero siente por la mujer y del bienestar que le producen las comodidades con las que madre e hija colman su estancia en Monte Oscuro, se resiste a convertirse en sedentario, consciente de que cualquier relación duradera implicaría su enfrentamiento con el pasado que ha arrinconado en su memoria.
Durante el breve contacto con su huésped, Julia lo maneja con sutileza (no comen para que él se sacie, le da tabaco para que fume, le presta ropas de su marido o le habla de sus ilusiones), de tal manera que consigue su ayuda para arar los campos y sembrar sus tierras, pero, también lo asusta, pues a él no se le escapa la intención de quien pretende retenerlo. De nuevo la llamada del camino hace eco en la mente del vagabundo y, sin despedirse (de hacerlo correría el riesgo de quedarse), emprende el vuelo para continuar su recorrido sin rumbo por espacios abiertos donde el esplendor del trigo que observa le devuelven la imagen de aquella mujer, de Blanca y de la tierra virgen que sembraron juntos. El tono cómico con el que se presenta al personaje masculino lo muestra culto y refinado —su lectura del bardo inglés sobre la hierba, su conocimiento de los libros que Julia guarda en su casa o su modo de expresarse—, pero ese tono va dejando paso a otro más sombrío y melodramático, aquel que permite intuir que la negativa a asentarse nace de un hecho pretérito que le impide establecer lazos afectivos en el presente, también asumir responsabilidades como las de formar parte de la vida de quienes en él despiertan las imágenes de aquel tiempo pretérito que lo persigue durante su recorrido actual. La huida perpetua de Luis lo opone al personaje de Ana Mariscal, quien, viviendo en el pasado, no huye —guarda las ropas del fallecido (como si algún día aquel pudiese regresar), sus libros o el retrato con el que habla el vagabundo— ya que desea revivirlo durante el tiempo que comparte con el desconocido. Pero si los recuerdos de la mujer quedan definidos en varias escenas en el interior de la casa, los de Luis no salen a la luz hasta el final del fin, como consecuencia de las circunstancias que provocan su enfrentamiento con la realidad que le afecta —cuando Blanca enferma— y con el dolor que guarda en su interior, un dolor que podría simbolizar el de un país que comparte la desorientación de quien camina por los remordimientos que le generan aquellos hechos pasados que, sin éxito, intenta dejar atrás.
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