martes, 24 de enero de 2023

La diosa arrodillada (1947)

Un personaje que sentaba bien al actor Arturo de Córdova era el hombre maduro y atormentado, acosado por fantasmas de deseos, represiones, miedos, celos,… que lo hace (auto)destructivo en las magistrales Él (Luis Buñuel, 1953) o Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955). También en La diosa arrodillada (Roberto Gavaldón, 1947) su personaje se desdobla entre el deseo y la lucha por vencerlo, para controlarlo. Claro que quien se impone en el film de Roberto Gavaldón, cada vez que asoma en la pantalla, es María Félix, actriz de innegable presencia y fuerza magnética. Su Raquel es la modelo que presta su anatomía desnuda a la escultura “la diosa arrodillada” —obra cuya desnudez generó las protestas de los sectores más conservadores de la sociedad mexicana de la época—, la misma pieza que Antonio Ituarte (Arturo de Córdova) compra como regalo de aniversario de su boda con Elena (Charito Granados), por quien decide vencer el deseo del que habla con uno de sus empleados: <<¿Qué entiendes por deseo?>>, pregunta el industrial químico, a modo de introducción para su respuesta: <<Una fuerza que te obliga y te impulsa a obtener lo que quieres, y a conservarlo si ya lo has obtenido, ¿no es así?>> —cuestiona sin otra intención que reafirmar sus palabras, antes de continuar hablando—. <<Pero esa fuerza puede crecer y tomar cuerpo, verse libre, superior a ti, entonces termina destruyéndote. Y lo que es peor, destruyendo a los que están más próximos a ti>>. En ese instante ya tiene decidido luchar contra el deseo, pero, cuando cree haberlo vencido, el destino vuelve a cruzar su camino con el de Raquel, quien, en el prólogo, desarrollado en Guadalajara (México), decide, por amor, desaparecer de la vida del rico empresario que, a su vez y sin que ella lo sepa, pretende no volver a verla. Sin embargo, su posterior encuentro, en el estudio donde compra la estatua que le obsesiona y adorna la fuente de su jardín, precipita el drama y la trágica y sospechosa muerte de Elena, de la que Antonio se siente culpable mientras que Raquel la ve como una prueba de amor hacia ella. Dividida en dos partes, antes y después del fallecimiento, la primera mitad de La diosa arrodillada funciona mejor que la segunda, cuando el film se resiente —más allá de que los números musicales que separan ambas mitades me desconecten del film— y cae en la exageración. Gavaldón intenta remontar el vuelo intercalando el melodrama y el cine negro, el tormento, el espectro del asesinato y la culpa que consume a Antonio, convencido de que, queriendo asesinar su objeto de deseo, acabó matando lo que amaba, pero, si bien logra una estética negra atractiva, el cineasta fuerza las posibilidades narrativas de una película que pudo ser más de lo que finalmente fue.



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