La primera parte de Parásitos (Gisaengchung, Bong Joon-ho, 2019) se desarrolla cual comedia picaresca en la que el engaño se erige en seña de identidad de la familia protagonista, cuya ética desaparece sustituida por la mentira y por la amoralidad a la que su supervivencia les empuja —la moralidad quizá sea algo así como un privilegio de quienes no sufren el peso de miserias que asfixian y obligan a sobrevivir, a la espera de poder vivir—. Actúan sin escrúpulos para salir del hoyo e iniciar su desesperada conquista del paraíso, la ilusión de bienestar que acarician instantes antes de su recaída en el fango y de la que disfruta la minoría económicamente privilegiada a la que sueñan pertenecer: la representada por el matrimonio que les contrata como miembros de su servicio doméstico. Ya en la primera sociedad o civilización hubo servidores y servidos, siervos y amos; y en esencia, esto no ha cambiado. El tema que plantea Bong Joon-ho no es, por tanto, novedoso, pero sí prolongado en el tiempo, incluso él mismo lo abordó en Snowpiercer (2013). Tampoco importa, pues, sin ser novedad, siempre es actual. La “lucha de clases” es una constante histórica, sobre todo desde el fin de la Edad Media.
Las diferencias socioeconómicas existen (y existían) igual que existen desamparados y desprotegidos. Esto es común a los distintos sistemas históricos, igual que el conceder prioridad a la economía. Es su base. A partir de ahí, se construye y destruye pero sin llegar a un equilibrio social que quizá no se desee alcanzar o no se pueda lograr. El dinero, el poder y los recursos son ejes de cualquier sociedad, y su falta y su abundancia marcan los comportamientos de sus miembros. En Parásitos, la solvencia económica permite al joven matrimonio que contrata a los cuatros Ki, sin saber que son familia, ser amables con sus empleados, incluso cercanos, aunque, en su realidad, vivan a años luz. Para ellos, los asistentes son objetos de usar y tirar, cuando ya no les conviene o su presencia les disgusta. Podría decirse que los toleran, porque los necesitan, y los desprecian, porque desprecian lo que significan para ellos y que el film apunta en el “olor a pobreza” de Ki Taek (Song Kang-ho), del que Dong Ik (Lee Sun-kyun) habla a Yeon Kyo (Cho Yeo-jeong), sin que ninguno de los dos lo comprenda —no han vivido la pobreza, la carestía, la miseria—, como se descubre hacia el final, cuando la película oscurece su tono. Solo la locura y las situaciones de extrema necesidad precipitan acciones impensables para quienes no las padecen. Y los cuatro Ki ni están locos ni son criminales; son desesperados y actúan en consecuencia de su desesperación… aunque lo único que pueden hacer es soñar antes de que el sueño se transforme en la pesadilla que se inicia la noche durante la que festejan su buena fortuna en el salón de la lujosa propiedad que sienten como suya. A partir de ahí, la situación se tuerce para ellos, también para el resto de personajes con quienes, aun sin saberlo, comparten espacio donde no se da la simbiosis, que podría favorecer a todos, sino el parasitismo por privilegio o por falta de recursos. Finalmente, locura, lucha, derramamiento de sangre y calma. La ilusión, quizá espejismo imposible, y el pesimismo se imponen. Es curioso que el plan final de Ki Woo (Choi Woo-sik), el único que él considera válido para acceder a la felicidad, sea hacerse rico; pero se trata de un sueño, más que una opción real.
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