sábado, 21 de enero de 2023

As bestas (2022)


Hay actores y actrices que me cuesta creer en algunos o en muchos de sus papeles; no sé qué me pasa, pero sus actuaciones me resulta entre forzadas y exageradas. Claro que, un día cualquiera, van y me convencen. Esto último me ha sucedido con Luis Zahera. Habitualmente, en los films que le he visto actuar, su tono, sus tics y sus expresiones me saturan y me sacan de la mayoría de las escenas en las que interviene. En esos instantes no me creo a sus personajes, en cambio, en As bestas (2022) sí me creo a Xan, sobre todo en sus silencios, en sus miradas y en sus gestos —en los que la amenaza resulta más amenazante que expresada verbalmente o a gritos—, igual que me creo a Diego Anido, espléndido en su papel de Lorenzo. Ambos interpretan a los hermanos que acosan al matrimonio francés que se ha negado a vender su propiedad a las eólicas, negativa que, en parte, explica la persecución que Antoine (Denis Ménochet) y Olga (Marina Foïs) sufren a manos de sus dos vecinos. No se trata de xenofobia, como pueda aparentar a primera vista, sino de dinero, de complejos, de ignorancia, de cansancio de una “vida de mierda”, de brutalidad, de imponerse, de ser unos desgraciados condenados a levantarse cada día a las cinco y media de la mañana conscientes de que al día siguiente, la jornada de mierda será la misma —a este respecto, la conversación que mantienen Antoine y Xan en la tasca, ante la presencia de Lorenzo y de una botella que los tres comparten en tensión, es aclaratoria; por si todavía quedaban dudas—. Pero nada de lo que Xan exprese justifica su violencia, de la que son víctimas Antoine y Olga, personaje que va adquiriendo presencia e importancia a medida que el metraje avanza hacia su desenlace. Hasta que asume el protagonismo absoluto, Olga permanece en un segundo plano, quizá porque los hermanos no ven en ella la rival a amedrentar; es probable que, en su pensamiento inflexible y simple, ambos piensen que Antoine es quien decide vender o no vender y tampoco comprendan que un sueño, en este caso el proyecto vital del matrimonio, no está en venta.


Durante el primer tiempo de As bestas, Rodrigo Sorogoyen enfrenta antagónicos y crea una atmósfera incómoda, aislada en el rural prácticamente abandonado, que amenaza brutal y que, en ciertos aspectos, bebe de aquellos westerns en los que se produce una lucha a muerte por la tierra; por los intereses de la tierra. Quizá sea exagerado comparar a los hermanos con los ganaderos de las llanuras norteamericanas que rechazan la llegada de los ovejeros y emplean la violencia para echarles de los valles y pastos que consideran suyos, sencillamente porque han llegado antes o han nacido allí. De algún modo, esta también sería la justificación de Xan, hastiado de una vida en la que nada hay para él, ni para su hermano ni su madre, salvo levantarse para trabajar la tierra, acudir al bar de la aldea y morir en la imposibilidad de una existencia mínimamente satisfactoria. La llegada de la oferta eólica, una cantidad para él desorbitada, aunque seguro que insuficiente para iniciar la nueva existencia que espera lejos de allí, marca sus decisiones y sus actos; que van desde el acoso verbal y el envenenamiento del pozo de la finca del matrimonio hasta el ataque físico.


Aunque existe puntos en común entre As bestas y Perros de paja (Straw Dogs, 1971), sin ir más lejos la pareja extranjera, nueva en un medio rural amenazante, dudo que Peckinpah sirva de modelo a Sorogoyen, quien quizá sí haya tenido en cuenta Santoalla (Andrew Becker y Daniel Mehrer, 2017), el documental que expone el testimonio en primera persona de Margot, el personaje real del que Olga es su reflejo en la pantalla, y la trágica historia que inspiró el guion de Isabel Peña y Sorogoyen. La violencia expresada por el cineasta español es de una naturaleza psicológica diferente a la expuesta por Peckinpah. Antoine y Olga no pueden luchar contra ella, aunque lo intenten en su intención de materializar su sueño: una vida lejos de la alienación y las cadenas del consumismo. En realidad, parece que ninguno de los personajes, ni quienes ejercen la brutalidad como medio para sus fines pueden hacer frente a esa tensión que va adueñándose del ambiente y que va dejando sin opciones. No permite libertad a ninguno: los atrapa a todos, impidiendo que unos y otros pueden llevar a cabo sus “proyectos vitales”. La brutalidad de Xan y Lorenzo, aunque posiblemente este actúe condicionado por su hermano mayor, nace psicológica y se hace totalmente física en su estallido final, para desaparecer de la pantalla a la par que lo hace Antoine.


Durante la primera parte de la película, la más tensa y expresiva, se comprende que el pensamiento de Xan es simple, no por carecer de estudios, sino por su incapacidad de reflexionar las complejidades que le afectan más allá de la idea que le ciega: su acceso a una vida con la que lleva soñando desde tiempo atrás, la misma que cree que peligra por la negativa del francés a vender lo que para él también es su sueño —Antoine quiere hacer real su proyecto de vida en esa tierra cuya dureza cala en sus moradores. La negativa del francés a vender y venderse provocan que Xan vea en él un obstáculo y decide apartarlo, hacerlo desaparecer. Cuando esto sucede se produce un cambio en el film, brusco y sustancial, tanto en su forma como en su ritmo narrativo, que pasa a ser más espectral, dramático y de protagonismo exclusivamente femenino. Sorogoyen relega a los hermanos a un plano secundario, a la distancia todavía amenazante, y se centra en Olga, en su solitaria cotidianidad, en su búsqueda del desaparecido, en su relación con su hija cuando la visita y en su decisión de reafirmarse en un espacio donde permanece y piensa permanecer para continuar el proyecto que compartía. Estoicamente, lo lleva adelante al tiempo que continúa buscando; en definitiva, ella es quien resiste, a pesar de las presiones, del rechazo, de la precariedad y de la ausencia de ayuda, salvo la que pueda prestarle Pepiño, el buen vecino.



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