jueves, 30 de junio de 2011

Los Goonies (1985)


Aquella tarde de verano de 1985, con once años recién cumplidos, no estaba en la costa ni en los espacios urbanos habituales de juegos, de travesuras, de pedaleos kamikazes ni de luchas entre barrios vecinos. Me encontraba sentado, tal vez tranquilo o ansioso, en el cine Capitol de Santiago de Compostela, hoy reconvertido en sala de conciertos, donde no era consciente de que estaba ante el canto de cisne de una época en el cine infantil y juvenil. En aquel instante, junto a un grupo de amigos de la infancia y en aquella sala oscura que se iluminó e ilusionó con la proyección que se iniciaba con una fuga carcelaria y la posterior persecución por el pueblo donde viven los héroes y heroínas de la acción, solo me importaban tres cosas: silenciar al de las palomitas, pipas o lo que fuese que armase aquel incordio sonoro, disfrutar de la aventura que tenía ante mí y vivir una similar, aunque esto último lo supe después, cuando salimos a la calle y no paramos de fantasear hasta que llegó el momento de separarnos. Sin efectos digitales y con el encanto que supone el mirar con humor e ingenuidad, las escenas se sucedían entre mi ilusión pasmosa y la superación a la que se ven obligados los protagonistas de lo que, para mí, era una de piratas e Indiana Jones, pero sin piratas, ni errol flynnes ni indianas, con muchachos de más o menos mi edad que me animaban a ser cómplice. Aquellos tonos grises, dominantes en el panorama inicial de la húmeda Astoria, apuntaban la nostalgia de un grupo de jóvenes ante lo todavía no perdido, ante lo que se niegan a perder: su paraíso, el de su infancia, el de su amistad, el de su fantasía. Esa negativa, rebeldía de la infancia frente al mundo adulto que no en pocas ocasiones devora la inocencia y la ilusión, reafirma el carácter ingenuo, soñador y aventurero de Los Goonies (The Goonies, 1985) y de los pequeños espectadores que acudieron a salas como la de mi niñez y se dejaron llevar por las imágenes de Richard Donner —y de su equipo: Michael Kahn en el montaje, Dave Grusin en la partitura, Nick McLean encargándose de labores fotográficas o Chris Columbus como responsable de un guion que desarrollaba una historia ideada por Steven Spielberg—, imágenes que introducían a jóvenes y no tan jóvenes en un espacio cinematográfico abierto a los tópicos, al conformismo, que es donde se asienta la rebeldía infantil, la industria hollywoodiense y buena parte de la humanidad, a los héroes y villanos, a la diversión, a la promesa de la amistad eterna que suele verse incumplida una vez quede atrás la infancia, al homenaje al cine de piratas y de colegas, a la superación de trabas que, en sí, es toda aventura que bien acaba…


Años después, comprendí que existe cierto tipo de libros, música y películas que marcan la infancia de una generación; Los Goonies es una de esas marcas cinematográficas que los niños de los “ochenta” llevan en su memoria, pues se reconocieron o quisieron verse en aquellos jóvenes aventureros. Para nuestra infancia, aquella era una divertida, emocionante e, incluso, peligrosa aventura, en la que cada uno de los héroes y heroínas juveniles suman para lograr el éxito de su odisea, una plagada de guiños cinematográficos. La historia narrada por Donner arranca en el pueblo de Astoria (Oregón), con una persecución policial que, animada por la partitura de Grusin, presenta a los personajes principales: un grupo de muchachos cuyas vidas están a punto de aventurarse en la peligrosa y trepidante búsqueda del legendario tesoro de Willy el tuerto. Así mismo, tendrán que escapar de las garras de los Fratelli, una familia de criminales liderados por una madre con muy malas pulgas. Los Goonies son un grupo de amigos que necesitan soñar con ese tesoro porque en él se encuentra la solución para un problema que amenaza con cambiarlo todo. Las únicas certezas que les depara el futuro son su inminente separación y el abandono del pueblo que les ha visto crecer. Estas dos verdades, no deseadas, obligan a Micky (Sean Astin) a convencer a sus amigos para que, unidos, intenten encontrar el fabuloso botín. Dice que por ellos y por sus padres. Lo que calla ni él lo sabe, pues también ignora, como yo en mi niñez, que el cine de Hollywood, a imagen de la sociedad estadounidense (y de otros lugares), necesita crear y creer en héroes individuales, figuras que mantengan el sueño vivo y tal vez al público dormido.


Micky se erige en el auténtico motor de la búsqueda de Willy, su rival a batir. Para ello, contará con la ayuda de su hermano mayor, Brand (Josh Brolin), “Bocazas” (Corey Feldman) quien, obviamente, no puede mantener su boca cerrada, “Gordi” (Jeff Cohen), por supuesto, glotón y miedoso, o Data (Ke Huy Quan), cuyos inventos le convierten en un pequeño aspirante a Q. A este grupo de amigos se unen Andy (Kerry Green) y Stef (Martha Plimpton), dos chicas que sin darse cuenta se irán identificando con la filosofía goonie, ingenua, infantil y sólida en sus lazos. Su aventura les lleva por los subsuelos de Astoria, por cuevas, ríos subterráneos y decenas de trampas mortales; y por la diversión a quienes simpaticen con el grupo que persigue una solución, no por ambición, sino porque es la manera de permanecer unidos y de continuar con sus vidas en el paraíso de siempre, donde sienten seguridad y la posibilidad de seguir soñando. Así, pues, tendrán que enfrentarse al peligro, una y otra vez, si desean conservar sus existencias tal y como les gusta: juntos. Los artífices de todo esto no son los miembros de la pandilla, tampoco los delincuentes, sino los “niños grandes” con Donner a la cabeza, que produjo y dio forma audiovisual al invento que dio como resultado una mezcla de humor, aventura, tópicos y acción, que pide complicidad e invita a disfrutar la propuesta regresando a la inocencia de una edad en la que la fantasía suele desbordar sin más restricción que la imaginación de quien fantasea y las intervenciones censoras de los guardianes del orden cotidiano.

Pickpocket (1959)


Qué decir tiene que en Pickpocket (1959) no hace falta ni dos minutos de visionado para reconocer el personal estilo de Robert Bresson, quien con todo lujo de detalles y con un elenco de actores no profesionales recrea las circunstancias que rigen la existencia de un carterista que reflexiona sobre su vida, pero que es incapaz de enfrentarse a ella, incapacidad que le conduce a su aislamiento interior y que le impide alejarse de la propia sensación de aislamiento que, posiblemente, él mismo ha creado. Bresson filma la pesadilla de un carterista (Martin LaSalle) empujado al robo por su debilidad de carácter, pero no lo hace desde el punto de vista de un relato policial, sino personal, austero, que se aleja de las florituras innecesarias, y profundo, que se apoya en los sonidos y en las imágenes, con la que Bresson muestra ese entorno interno y externo en el que se descubre a Michel, inmerso en un mundo en el que no sabe muy bien cómo ha llegado a parar, pero en el que sobrevive gracias a los trucos y las artes de un oficio en el que siempre debe estar alerta. Su encuentro con un inspector de policía (Jean Pelegri) le advierte del peligro que corre, sabe que pueden atraparle, pero no es capaz de abandonar una profesión en la que el riesgo y el miedo van unidos. La habilidad con la que Bresson expone los saqueos es excelente, enfoca una mano que se introduce en una chaqueta al tiempo que dos dedos sustraen la cartera, que posteriormente se desliza por el interior de la americana del carterista hasta caer sobre su mano. Del mismo modo, profundiza en el malestar que sufre este delincuente de poca monta, un hombre que no se encuentra, y que no tiene el suficiente valor para enfrentarse a sus deseos, representados en la figura de la joven silenciosa que cuida a su madre, y que cree enamorada de Jacques (Pierre Leymarie), un amigo. Sus relaciones personales se encuentran afectadas por una soledad que le ha restado confianza o interés en aquello que le rodea, su debilidad le impide apartarse de las carteras, pero, gracias a ello, conoce el amor de Jeanne (Marika Green).

Sin perdón (1992)


Transcurridos seis años desde la adquisición del guión de Sin Perdón (Unforgiven, 1992) y del estreno de El jinete pálido (Pale Rider; 1985), Clint Eastwood regresó al western para despedirse del género que lo convirtió en icono cinematográfico, a ese oeste de celuloide por donde cabalgó y fue más rápido con el revólver que los feos y los malos que le salieron al paso, pero, al igual que aquellos, su Hombre sin Nombre acababa con las vidas de sus oponentes sin que matar supusiera mayor problema que el dinero que perseguía. La intención desmitificadora del cineasta, presente en estado embrionario en sus interpretaciones para Sergio Leone, fue adquiriendo mayor relevancia y complejidad a lo largo de sus cuatro westerns como realizador y protagonista. Su oeste se presenta cual espacio moribundo, oscuro y espectral, habitado por seres ambiguos y mezquinos, pero tan reales en su imperfección como los antihéroes de esta lírica y reflexiva cumbre crepuscular. Ajado por el paso del tiempo y trabajando en su granja, William Munny (
Clint Eastwood) irrumpe en la pantalla para romper con la imagen del héroe romántico que el género transitado de forma magistral por los Boetticher, DavesFord, Hawks, MannWalsh, Wellman,... mitificó décadas antes de que Munny afirmase que <<matar a un hombre es algo muy duro, le quitas todo lo que tiene y todo lo que podía tener>>. Sus palabras no han sido escogidas al azar, sabe de qué habla, porque este personaje, en lucha consigo mismo y retirado de una vida de violencia, maldad y muerte, emprende su viaje hacia el pasado que le enfrenta a su presente.


Antaño sanguinario y amoral, Munny se dejaba llevar por el alcohol para dar rienda suelta al asesino que habitaba en su interior. Pero gracias a Claudia, ya fallecida, asegura no ser aquel pistolero destructivo a quien se refiere en compañía de su amigo Ned (
Morgan Freeman). En su presente ambos han sustituido el crimen y la violencia por el trabajo, la honradez y la familia. Las armas ya no son su campo de acción, la puntería de William ya no es la que era, sin embargo encuentran su oportunidad para revivir aquella "gloria" nacida de los actos sangrientos que todavía no han cicatrizado. ¿Qué buscan? ¿Dinero como el Hombre sin Nombre? ¿Encontrar su lugar? ¿Recuperar la ilusión de una época también pérdida? ¿Probarse y demostrarse que aún corre sangre por sus venas? ¿O aplacar las imágenes que Munny dice no recordar? Ha cambiado, al menos así lo asegura, como también asegura que fue su mujer quien lo regeneró, y sin embargo se dirige a matar a quienes han desfigurado la cara de una prostituta (Anna Thomson) que no conoce y que nada le importa. Pero esta vez intenta convencerse de que es diferente de aquellas matanzas que le reportaron fama. Quizá sea cierto o quizá viva en la mentira con la que acalla sus recuerdos y mitiga la nostalgia que le generan los tiempos pretéritos y la ausencia de quien cambió su rumbo existencial. Así pues, ante la puerta que le conduce a la vejez y al olvido, abandona a los hijos que ha criado en la granja donde junto a su esposa enterró a aquel pistolero portador de muerte que resurgirá hacia el final de esta poética desmitificación del western y de los héroes cinematográficos que en el habitan.


En el oeste de Sin perdón las leyendas no son más que el fruto de accidentes, errores, despistes o traiciones que se adornan para crear el mito romántico que perdura en la imaginación popular (representada y potenciada por la presencia del escritor interpretado por Saul Rubinek). Para los antihérores de Eastwood no hay salvación ni redención, no son buenos ni malos
, ya que para el cineasta ni existen los unos ni los otros, cuestión esta que se reafirma en el representante de la ley, Little Bill (Gene Hackman) y en el propio William Munny. Más que un villano, el sheriff de Big Whiskey es un ser complejo, cínico y contradictorio que emplea su sadismo para mantener el orden en la ciudad. Se aprovecha de su posición de poder y de la debilidad de sus víctimas, a quienes no duda en torturar para advertir que su pueblo es su reino y solo él puede ejercer la violencia más allá de la ley que representa. Su encuentro con Bob, el inglés (Richard Harris) lo define de manera magistral, completando el perfil que se había mostrado en su primera aparición, cuando solo multa a los agresores de la prostituta porque son <<buenos chicos>>, y en su vida hogareña, construyendo una casa que nunca llegará a terminar. Tampoco William es el héroe de leyenda que sí sería a los ojos de la inexperiencia y de la fantasía de Kid (Jaimz Woolvett), que ha idealizado la figura del pistolero a partir de los relatos de su tío. Pero en el presente, durante el cual se pavonea como también lo hace el joven vagabundo de El emperador del Norte (Robert Aldrich, 1973) en un espacio marcado por una violencia similar, Kid accede a la realidad que provoca su derrumbe emocional, al comprender que no existe heroicidad ni gloria en matar a un hombre. <<Es verdad. Le he matado. Tres disparos mientras estaba cagando>>, solloza después de acribillar a un individuo indefenso en una escena que echa por tierra la idea que Munny, como hombre maduro, atormentado y desencantado, desechó años antes de su antiguo yo regrese por última vez durante la noche lluviosa en la que desaparece para siempre (como si con su desaparición entre la lluvia, la imagen encarnada por Eastwood en tantas películas se despidiera para dar paso a otra etapa artística, la de su madurez creativa).

miércoles, 29 de junio de 2011

Ariane (1957)



La ficción cinematográfica posee algo mágico, transforma realidades en reflejos de sueños y fracasos, en comedias y dramas que invitan a la risa y al llanto; a veces, a la indiferencia. Además, si cae en manos de alguien como Billy Wilder, posee el atributo de ser inimitable, característica que él mismo observaría en su admirado Ernst Lubitsch. El mejor Wilder llena la pantalla con su genialidad, con su "toque" propio, que nace en sus guiones, escritos por él mismo, aunque nunca los desarrolló solo. Sobre todo, lo hizo con la complicidad de Charles Brackett y, a partir de Ariane (Love in the Afternoon, 1957), de I. A. L. Diamond. Se burla de sus personajes y de las situaciones que sufren o provocan. Le es indiferente porque rige sus destinos y, como "divinidad" creadora, pocas veces se compadece de sus creaciones, aunque haya ocasiones que presencias inocentes como la de Audrey Hepburn lo conmuevan. Ella es Ariane, como antes fue Sabrina. Es la joven muchacha de belleza serena, ingenua, soñadora, magnética, cuyas sonrisas y fantasías nos atrapan sin que apenas seamos conscientes, incluso atrapa a Frank Flanagan (Gary Cooper), el multimillonario soltero y mujeriego a quien la evidente diferencia de edad no le impide pensar en ella como una posible nueva conquista que se rinda al compás de Fascinación. El resultado es Love in the afternoon, una comedia romántica inspirada en el film de Paul Czinner Ariane, la joven rusa (Ariane, 1931) en la que se encuentran algunos de los rasgos que definen la comedia wilderiana. También es, quizás, su acercamiento más visible a Lubitsch, a sus comedias de alcoba, a sus intimidades detrás de las puertas, a su elegante ironía. Incluso hacia eso apunta la presencia de Gary Cooper, que hereda los millones y el amor fugaz de su personaje en La octava mujer de Barba Azul (Bluebeard's Eighth Wife; Ernst Lubitsch, 1938), y Maurice Chevalier, quien ya no ejerce de pícaro galán sino de padre de la alegre soñadora, curiosa y con deseos de conocer el amor, uno diferente del propuesto por los chicos de su edad.


Ariane vive con su padre, que se dedica a investigar posibles casos de infidelidad (en los que es una eminencia). Claude Chavasse (Maurice Chevalier) los guarda en sus archivos, donde detalla pequeños y grandes deslices, alguno más abultado que el resto. El más grueso pertenece a un maduro millonario cuya afición preferida no es jugar al golf, sino seducir y conquistar a cualquier bella mujer, casada o no, y después salir corriendo en busca de nuevas conquistas. Su gran capacidad de enamorar llama la atención de la muchacha, a quien seduce la idea de conocer a un individuo de esas características, aunque tampoco se debe olvidar que ella pretende salvarle la vida, ya que uno de esos numerosos maridos engañados aguarda a las diez para asesinarle. Sus diálogos y sus situaciones son ingeniosos, marca de la casa, divierten e impregnan de comicidad a una película que, detrás de su apariencia amable, esconde la burla de Wilder a la infidelidad, a los celos, a la negativa de un hombre adulto a asumir su edad, al amor idealizado en la fantasía de esa inolvidable soñadora capaz de crear un personaje que le permita alcanzar su objetivo. Para ello introduce el engaño, siempre presente en la obra del realizador, quien también concede suma importancia a la música, otro personaje más de la trama y un acierto musical de Franz Waxman, que realizó múltiples variaciones del tema Fascinación, según lo precisase la escena, entre otras composiciones interpretadas por los zíngaros, que también aportan su nota de humor de alta escuela. Al tiempo, Ariane hace creíble e increíble la relación que surge entre el maduro millonario y la joven que lo manipula. No importa la evidente diferencia de edad, la pareja funciona en soledad o respaldados por las presencias de Maurice Chevalier y John McGiver, dos personajes imprescindibles. Pero, más que los propios personajes, la diversión la proporcionan las situaciones y la manera en las que éstas fueron rodadas, repletas de pequeños detalles que Wilder supo suministrar mejor que nadie a lo largo de esta elegante comedia, quizá la más elegante de las suyas, aunque, seguramente, él diría que Lubitsch lo habría hecho mejor.

El circo (1927)


El vagabundo chaplinesco no presenta atributos que lo definan valiente y heroico, y sin embargo es lo uno y lo otro. No se rinde en su generosidad y entrega, ni en su rechazo a la opresión, en cualquiera de sus formas. De ahí que simpatice con los desfavorecidos -un chico, una vendedora de flores callejera, una golfilla portuaria o una famélica artista circense-, se acerque a ellos, los proteja y libere. Así es su vagabundo, un errante solidario que lleva esperanza y comida a quienes necesitan ambas. Su discurso cobra cuerpo en su personaje y El circo (The Circus
,1927) es una excelente oportunidad para comprobarlo y comprobar que Charles Chaplin y su vagabundo sin blanca son ricos en sentimientos, en humanidad. Sombrero hongo, bastón, bigote o un traje que ha vivido días mejores son algunos de los rasgos reconocibles de este desheredado social que se ve inmerso en una persecución que lo lleva hasta la pista de un circo. Ajeno a las carcajadas que provoca entre el público, utiliza sus cinco sentidos para dar esquinazo al agente de la ley que le pisa los talones. Allí, en la pista central, el desconocido triunfa sin darse cuenta de su éxito, algo que sí comprende el dueño de la compañía circense. Al empresario poco le importan sus empleados, solo le preocupa obtener el máximo beneficio, y este se pone a tiro cuando escucha al público reclamar y vitorear al hombre divertido. Ante tal número de ovaciones, no duda en ofrecer un contrato al vagabundo, que acepta de inmediato sin saber qué es el alma del espectáculo. Durante su estancia en el circo el antihéroe conoce a la hija del patrón, una joven triste y constantemente castigada por un padre tiránico que la mantiene bajo un estricto régimen alimenticio. El personaje de Chaplin se enamora de la chica y alienta la ilusión de que su amor es correspondido, pero la aparición de un nuevo artista le devuelve a la realidad. El argumento de El circo es una simple excusa para desarrollar el talento innato de Chaplin, el mismo que produce la risa, pero también la reflexión e incluso una ligera sensación de amargura en la figura de ese sin hogar solitario enfrentado a una sociedad imperfecta en su idea de perfección. En la actualidad, las secuencias de El circo continúan siendo una auténtica lección de cine cómico, pues no han perdido ni un ápice de su capacidad para sacar una sonrisa, hecho que demuestra la universalidad del cine de su autor y la ausencia de fecha de caducidad, ya que sus películas profundizan en el ser humano, en sus sentimientos y emociones, y poseen la magia y el ingenio que habitan en un personaje como este vagabundo inmortal. El circo es un claro ejemplo de ello, la escena en la que el inocente desdichado es perseguido por un agente de policía (convencido de que persigue a un carterista) y se introduce en una sala repleta de espejos deformantes para darle esquinazo, resume el talento de Charles Chaplin para idear momentos inolvidables que inspirarían a otros realizadores (años más tarde Orson Welles tomaría una idea similar para el final de La dama de Shanghai). Inolvidable también resulta la escena en la que el vagabundo debe sustituir al funanbulista e idea un método que le permite no caerse, recurso que confirma una vez más la capacidad imaginativa de un mito del celuloide que supo dotar a sus películas de elevadas dosis de comicidad, ingenio, sensibilidad y compasión.

martes, 28 de junio de 2011

Una novela de no ficción: A sangre fría



Publicada en 1966, A sangre fría (In cold blood) detalla el brutal asesinato de la familia Clutter, padre, madre, hijo e hija residentes de la pequeña población de Holcomb (Kansas) y los posteriores hechos y reacciones que el crimen provocó en la pacífica comunidad y a nivel nacional. Las circunstancias de la masacre fueron descritos por Truman Capote en esta crónica-novela tras cuatro años de investigación. Con la colaboración de Harper Lee, el escritor siguió el caso desde antes de ser conocida la identidad de los sospechosos. En busca de respuestas y de realismo se instaló en Holcomb y se dedicó a entrevistar a los vecinos, a la policía y a los propios asesinos. Sus notas, conseguidas con evidente esfuerzo, le servirían para llenar las páginas de una novela en la que se narra, desde un meticuloso detallismo y realismo, las sensaciones y la investigación del homicidio múltiple y premeditado de la familia de agricultores. El autor redactó un libro impactante, duro, real, un nuevo estilo de novelar, rompiendo con la ficción y sentando algunas de las bases del nuevo periodismo estadounidense. Más que un relato, A sangre fría resulta una transcripción de los hechos, un reportaje documental en el que el punto de vista de Capote asoma en determinados momentos, pero dejando que sean los protagonistas reales los que hagan que la narración avance, consecuencia de sus declaraciones y de sus actos. A sangre fría es una gran obra, una excelente muestra de precisión narrativa y un documento demoledor, impactante, que llevó a su autor al límite y que provocó que, tras este hito literario, Truman Capote solo escribiese algún relato corto o algún guión cinematográfico. El esfuerzo para llevar a cabo su proyecto le exigió demasiado, quizá se vio sometido a un estado de presión y depresión que provocó una caída en el abismo de alcohol y drogas que mermó su equilibrio y su evidente talento. Poco tiempo después de ser publicada, en 1967, la crónica de Capote sería adaptada a la pantalla por Richard Brooks, en un film duro y realista que, aún pretendiendo ser una adaptación fiel al excelente original literario, tiene personalidad y perspectiva propias.

La rosa púrpura de El Cairo (1985)


En uno de los guiones no rodados de Maiakovski, El corazón del cine, la protagonista de una película que se proyecta dentro de la película desaparece de la pantalla sin que nadie sepa a dónde ha ido. Esto provoca que no continúe la exhibición y que el resto de los personajes permanezcan a la espera de su regreso. Mientras, el público se impacienta, los empresarios salen a buscarla y ella aparece en el cuarto del pintor que, enamorado de la chica, dibujó el cártel promocional de un film que sufre las consecuencias de la ausencia. No resulta extraño encontrar similitud entre La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) de Woody Allen y el argumento de Maiakovski; pero, coincidencia o inspiración, como también puede serlo respecto a Buster Keaton y El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Junior, 1924), lo cierto es que las tramas coinciden al romper las barreras entre cine y realidad. Al igual que el poeta vanguardista ruso y la estrella del silente, Allen posibilita la conexión entre sus personajes de ficción y aquellos que habitan el mundo real, que el director neoyorquino ubica en la Gran Depresión, marco de desempleo y miseria, y en el interior de la sala donde Cecilia (Mia Farrow) se evade, fantasea y disfruta de "La rosa púrpura de El Cairo", el glamuroso estreno RKO filmado en un lujoso blanco y negro. Maiakovski no pudo rodar su propuesta, Allen, sí; y lo hizo con gracia y sin complejos, con amor nostálgico por aquellas películas que provocaron su pasión por el cine y evolucionando la conexión cine-realidad que ya había establecido en su obra teatral Play It Again, Sam —cuya versión cinematográfica, Sueños de seductor (Play It Again, Sam, 1972), corrió a cargo de Herbert Ross.


La filmografía de Woody Allen se impregna de ese amor por las producciones del Hollywood dorado: Sombrero de copa (Top Hat; Mark Sandrich, 1935), Casablanca (Michael Curtiz, 1942), las comedias de los hermanos Marx y tantos otros films hollywoodienses que habitan en su imaginario, en la evocación que invita a la fantasía, a la ensoñación y a aceptar la magia que hace suya en este y en tantos otros largometrajes. Quizás, debido a esa ilusión, no estoy ante un film de cine dentro de cine, contemplo sueños dentro del sueño soñado por un cineasta que fantasea cual niño que decide la aventura que vivirán sus muñecos o sus criaturas imaginarias, para así crear las distintas circunstancias e imprevistos que deparan el contacto entre la ficción cinematográfica y la realidad de la protagonista, un contacto que altera el orden de los empresarios, de los personajes de celuloide y de su público, que, como aquellos, se mantiene a la espera, mostrando curiosidad y un ligero reproche hacia la inactividad que observan en la pantalla. La desaparición de Tom Baxter (Jeff Daniels), de los Baxter de Nueva York, aventurero y personaje secundario, provoca que la ficción se detenga y quejas en los protagonistas, que no aceptan las protestas del respetable. Los seres reales y los de ficción discuten mientras el propietario de la sala sufre por su economía y algunos espectadores exigen la devolución del importe. La insólita fuga transciende y alcanza a los productores del film, que tampoco saben qué hacer, salvo encontrar al evadido, devolverlo a la pantalla y, una vez dentro, quemar las copias de la película. La ausencia también afecta a Gil Shepherd (Jeff Daniels), el actor que le dio vida, demasiada, sospecha su representante, quien también teme que consideren conflictivo a su cliente y que su carrera se resienta. De tal manera, Gil se ve obligado a volar a Nueva Jersey, encontrar a Tom y convencerle de que regrese al otro lado de pantalla, pero este prefiere la compañía de Cecilia o una nueva experiencia con las chicas del burdel —que encuentran en él a un príncipe azul, lo cual confirma su irrealidad.


La presencia del personaje ficticio en la realidad agudiza la sensación de que los dos espacios donde se desarrolla La Rosa Púrpura de El Cairo son irreales, sobre todo en relación a Cecilia, que, gracias a este encuentro, acaricia la posibilidad de dejar atrás su cotidianidad. El actor real y su personaje generan la disyuntiva en la soñadora; le plantean la elección entre el mundo ideal de celuloide y la fantasía que vive en la realidad, cuando antes solo tenía el real al que no desea pertenecer y del cual solo logra huir en la sala donde la ilusión la envuelve y la protege. Su contacto con el celuloide la aparta de la monotonía donde la descubrimos minusvalorada y sometida al marido (Danny Aiello), que excusa su egoísmo enfermizo y sus arranques violentos en la falta de empleo. La relación de sometimiento y de malos tratos es la realidad de la protagonista, aunque, gracias a los distintos planos expuestos por Allen, nosotros, como público, la observemos igual de ficticia que las experiencias que vive junto a dos hombres idénticos, pero distintos. Los dos expresan su amor, pero ninguno está enamorado, puesto que el amor en Tom responde a su personalidad, aquella que le confirieron al crearlo, y Gill se mueve por intereses profesionales. Lo cierto es que ambos se han apartado de sus vidas para entrar en la de ella, lo que provoca que Cecilia piense en una o dos existencias plenas de romanticismo, sin embargo, el plano real donde los tres coinciden resulta tan ficticio como la fantasía en la que ella se refugia para alejarse de la realidad que aguarda fuera. La pareja de La rosa púrpura de El Cairo es fugitiva de la insatisfacción y les une su inocencia, acortan la distancia en la sala, entre dos mundos que por un instante se encuentran y contactan. Pero solo es un deseo, un sueño, un intervalo fugaz y
 romántico, similar los proyectados en la pantalla, que ofrece a la heroína la oportunidad de escapar del desaliento (y vivir en su propia película) y a Tom Baxter de los designios de un guion divino que lo obliga una y otra vez a repetir su vida monocromática de celuloide.


lunes, 27 de junio de 2011

39 escalones (1935)


La popularidad de su etapa hollywoodiense ensombrece las obras inglesas de Hitchcock, pero estas no desmerecen respecto a las estadounidenses y, películas como 39 escalones (The 39 Steps, 1935), nada tienen que envidiar a los producciones norteamericanas, puesto que no se pueden comparar, ya que una y otra etapa forman parte de un mismo proceso evolutivo. El encanto de 39 escalones resalta en todo momento, el humor inglés salpica por todas partes, quizá no tan evidente como en Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938), del mismo modo que lo hace la imagen que, quien mira o escucha, desea creer. No considero exagerado escribir que se trata de la película británica más dinámica de Hitchcock, la que reúne y equilibra su apuesta por el movimiento, la que agiliza mejor que ninguna la carrera contrarreloj de su protagonista, del falso culpable perseguido y condenado a valerse de recursos propios para escapar de la policía y de la organización que amenaza su vida. De este modo, se encuentra solo, sin apenas más ayuda que la de una granjera (Peggy Ashcroft), condenada a ser víctima de la hipocresía y violencia de su marido (John Laurie), o, más adelante, la de Pamela (Madeleine Carroll), la "rubia hitchcockiana" que primero le denuncia en el tren y después se unirá a él, gracias a unas esposas y a una mentira, entre tantas otras mentiras que se hacen pasar por verdades.


Hay varias escenas en 39 escalones
que apuntan uno de los temas recurrentes de Alfred Hitchcock y, por supuesto, señalan cuál es el eje principal de la película. Por ejemplo y no escogida al azar, una de apariencia humorística e intranscendente -aunque conviene no olvidar que en su cine "apariencia" adquiere significado-, el encuentro en el rellano del portal de la vivienda de Richard Hannay (Robert Donat) entre este y el lechero (Frederick Piper). En ese momento, Hannay precisa ayuda para salir del edificio sin llamar la atención y le cuenta su problema al repartidor, para que le ceda su bata y su gorra y, así, poder despistar a los dos hombres que acechan en el exterior. El protagonista dice la verdad, que unos espías han matado a una mujer y ahora sospecha que quieren hacer lo mismo con él, pero su oyente asume ser objeto de burla y solo cuando Hannay le miente -comenta que tiene un idilio con una mujer casada y su marido aguarda fuera-, el lechero concede veracidad a lo que escucha, incluso desea reconocerse en lo que escucha, pues tampoco vería con malos ojos una hipotética y propia aventura extraconyugal. Esto es puro Hitchcock: jugar con la imagen, pervertirla, y hacer que la verdad pase por mentira y la mentira por verdad. Dicho intercambio, constante a lo largo de la película, define parte del cine de espionaje que el cineasta británico evolucionaría en Sabotaje (Saboteur, 1942) o Con la muerte en los talones (North by Nortwest, 1958), donde su maestría, para combinar acción, tensión y humor, alcanza su máxima expresión cinematográfica. Los tres films nombrados comparten dinamismo y entretenimiento, repletos de comicidad y de movimiento, son recitales de suspense, de ironía y diversión en los que Alfred Hitchcock convierte a sus protagonistas en falsos culpables y les obliga a deambular de aquí para allá superando las distintas trabas que les salen al paso. A Hannay se le presentan tras su encuentro fortuito con Anabella (Lucy Mannheim), una desconocida a quien inicialmente tampoco él concede crédito -ella le confiesa que es una agente y que alguien la persigue-, porque la verdad parece más increíble que cualquier mentira o, sencillamente, porque cada uno cree lo que desea creer o se aferra a la imagen que se proyecta a simple vista. Ambos coinciden durante la actuación de Mister Memory (Wylie Watson), un artista que retiene en su mente todo cuanto oye, lee u observa. En ese instante, los presentes se dejan llevar por la curiosidad y el humor que les despierta el hombre-memoria, pero el espectáculo se ve interrumpido por varios disparos realizados por esa mujer que necesita escapar de sus perseguidores, puesto que se sabe en peligro y debe ocultarse hasta que pueda contactar con el agente que se encuentra en Escocia. Esta introducción (que se inicia en el teatro y se prolonga en el apartamento del protagonista) concluye con el asesinato de la chica y el nacimiento del falso culpable, que no es otro que Hannay. Acorralado, sin más opción que huir, toma el tren -medio de transporte muy hitchcockiano- que le lleva a tierras escocesas donde pretende contactar con el enlace, para advertirle de la presencia de la organización 39 escalones, los espías que intentan sacar del país el secreto militar que el realizador emplea como macguffin. La odisea de Hannay por Gran Bretaña permite a Alfred Hitchcock poner en marcha su talento para conducir al público hacia donde quiere, introduciendo aspectos que reaparecerán en viajes posteriores como el Barry Keane en Sabotaje o el de Thornhill en Con la muerte en los talones, sobre todo en la manera en la que los protagonistas enfocan su situación límite, de la que saldrán empleando desenfado, ingenio e ironía.

La armada Brancaleone (1966)



Admirador confeso del Quijote y de la novela picaresca, Mario Monicelli simpatizaba con personajes marginales, perdedores y tipos corrientes, individuos que sueñan e intentan abandonar su situación a base de lo que saben hacer, en muchos casos mentir y aprovecharse. Escrita en colaboración del dúo Age-Scarpelli, Monicelli realizó en La armada Brancaleone (L'armata Brancaleone, 1966) una comedia grotesca que viaja a un Medievo diferente al que suele asomar en las pantallas cinematográficas, sin héroes y con alguna dama que crea apuros —como aquella de quien, creyéndola apestada, el protagonista huye sin satisfacer su deseo primigenio; o Matelda (Catherine Spaak), a la que salva y a quien su honor le impide desflorar—, una Edad Media con la suciedad que se le atribuye, con su brutalidad y la picaresca de caricaturas que sirven para que el director de Rufufú (Il soliti ignoti, 1958) satirice el Medievo en un alarde de desenfado que recalca la ignorancia, la credulidad y las ambiciones de personajes que podrían ser pícaros en el siglo de Oro español o en la Edad Contemporánea. No obstante, además de algo despistado e iluso, Brancaleone (Vittorio Gassman), y en esto puede emparentarse con Don Quijote, no es tanto un pícaro como alguien que vive en una realidad paralela, la que prefiere imaginar y que casi nunca suele ser como la que ven los miembros de su armada. La aventura, desventura más bien, transita por el tiempo de las cruzadas, pongamos siglo XII, por una península itálica donde se descubre al andante sin oficio ni beneficio, pero con ideales y sueños de grandeza que, en la distancia, hereda del ingenioso hidalgo cervantino.


La historia de Brancaleone viene a ser la siguiente. Sin saberlo, tres picaros se deshacen de un caballero y se apoderan de sus pertenencias ignorando que, entre sus posesiones, lleva un escrito que le concede una propiedad en algún lugar de la costa italiana. Esto lo sabrán cuando intenten vender su botín al impagable Carlo Pisacane, el único que sabe leer y que comprende el valor del documento, que solo tendrá validez si encuentran a un noble caballero que sustituya al fallecido. En Brancaleone encuentran a ese individuo que creen les proporcionará la oportunidad de enriquecerse; de ser amos en lugar de vasallos. Sin embargo, las circunstancias no se desarrollan como esperan y no tardan en verse metidos en una serie de líos y confusiones que, más que enriquecerlos, les lleva a las situaciones más disparatadas e incluso peligrosas, que se suceden a lo largo del itinerario de esta farsa andante sobre el Medievo que se burla de la ignorancia, de la mezquindad, de la brutalidad, al enfrentar los espacios medievales a su protagonista, un caballero andante sin nada más que su caballo, su ropaje y su valor, que pretende vivir bajo el código de honor en un mundo sin ideales, plagado de pícaros y supersticiones, de guerras y rapiña, en el que su enajenación le hace faltar a sus ideales más veces de las que quisiera reconocer y que, en realidad, no reconoce.
Vittorio Gassman aportó su lado más cómico a ese personaje que intenta seguir el camino para el que cree haber nacido y que sin embargo nunca consigue enderezar su rumbo, pero también encontró buenos compañeros de viaje en Carlo Pisacane, Gian Maria Volonté o Folco Lulli.

La fiera de mi niña (1938)



Suele referirse su fracaso comercial y su fría acogida, pero la ceguera y el ninguneo del ayer no quitan que 
La fiera de mi niña (Bringing up, Baby, 1938) brille hoy en la memoria cinematográfica como lo que es: uno de los más vivos y alegres exponentes de screwball comedy, cuyo máximo apogeo se produjo entre la segunda mitad de la década de 1930 y la primera de 1940. En este estilo de comedias, las confusiones y los enredos toman en control absoluto de la situación. Y partiendo de tan estimable absurdo, un desenfadado Howard Hawks invita a la diversión de un instante cinematográfico alocado que encuentra su guía en el guion de Dudley Nichols y Hagar Wilde. Así, Hawks camina sobre terreno que le gusta y filma su primera gran comedia, contando con el protagonismo de una pareja en estado de gracia (Katharine Hepburn y Cary Grant), un dúo cuya complicidad —química, quien así lo prefiera— es un regalo para la comedia, y fundamental para que el enredo funcione desde el instante mismo en el que sus vidas se cruzan para no poder alejarse; a pesar de que David (Cary Grant), paleontólogo inmerso en su mundo de huesos de dinosaurios, desee deshacerse de Susan (Katharine Hepburn), sobrina de la posible mecenas del museo.


David encuentra una constante fuente de problemas en Susan, ya que para el científico representa la amenaza del desastre más absoluto. Sin embargo, el amor o capricho que su erudito particular despierta en ella la obligan a idear una serie de estratagemas que le permitan mantenerlo a su lado, y de ese modo evitar la boda que aquél tiene planeada desde tiempo atrás. Uno de los pilares de este tipo de comedia de situación y enredo serían los actores de reparto, fundamentales para dar réplica a esa pareja que mantiene una lucha de opuestos-complementarios tras la que esconden su deseo; en La fiera de mi niña, los personajes secundarios se convierten en excelentes caricaturas como el coronel, la tía de Susan, el jardinero, el sheriff o el psiquiatra, todo ellos capaces de aportar altas dosis de comicidad porque eso es lo que se espera de ellos, su función es la de hacer reír y proporcionar un momento de evasión que sirve de contrapunto al dúo de enamorados de la que posiblemente sea la mejor comedia de Howard Hawks —responsable de las también inolvidables Bola de fuego, Luna nueva o La novia era él. 
En La fiera de mi niña, el personaje de Cary Grant, que inicialmente es pasivo, debe pasar a la acción obligado por el torbellino Hepburn, para igualarse con ella o, al menos, poder compartir en igualdad de condiciones. Ese es Hawks, el cineasta que apura al límite a sus personajes y les hace dar el paso que los pone en movimiento, aunque dicho movimiento sea en espacios acotados como Río Bravo (1959) o en una comedia alocada como esta; quizá más si cabe en una comedia alocada como esta, ya que es en esa locura y lucha de sexos donde se desata la agudeza y la agilidad de personajes que de ese modo rompen con lo convencional y, como consecuencia, ven su cotidianidad puesta patas arriba. Dicha agilidad hace de La fiera de mi niña el ejemplo perfecto para comprobar la capacidad y el talento narrativo-cinematográfico de Hawks, y el vitalismo que da ritmo a una comedia que aúna la acción y la elegancia, tanto del ambiente como de esa inolvidable pareja de enamorados que parece rechazarse, porque la parte femenina rompe la pasividad en la que hasta entonces ha vivido la masculina, y alcanza la hilaridad en numerosas situaciones, a cada cual más alocada, que se producen alrededor de un felino llamado Baby y de su gemelo menos refinado.

domingo, 26 de junio de 2011

La dama de Shanghai (1947)


Orson Welles se decantó por el uso de la voz en off del personaje principal (características reconocida del cine negro) para narrar la trágica experiencia de Michael O'Hara (Orson Welles) a lo largo de La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), la cual le ha acarreado terribles consecuencias. Michael así lo indica, justo antes de detener el carro que transporta a Rosalyn (Rita Hayworth), esa bella mujer por la que se sentirá irremediablemente atraído. Sin embargo, cuando O'Hara descubre que está casada intenta apartarse de ella, aunque en realidad no les es posible dejar de pensar en ella. Como consecuencia del rechazo de O'Hara a la propuesta de trabajo ofrecida por Rosalyn entra en escena uno de los personajes más importantes y mejor desarrollados, Arthur Bannister (marido de Rosalyn). Bannister (Everett Sloane) es un famoso criminalista, en quien se descubren aspectos destructivos y una clara dependencia de su joven y hermosa esposa. Arthur es un ser consumido por sus inseguridades (a pesar de aparentar confianza), puede que muchas se deban a su impedimento físico. Esta característica de su cuerpo ha afectado a su personalidad y le impulsa a tratar a quienes le rodean como si le perteneciesen (semeja querer recordarse su superioridad). Es él quien convence a Michael para que forme parte de la tripulación de su yate. La voz en off del protagonista reconoce la equivocación que significó aceptar el trabajo, ¿por qué lo hizo?. Las escenas que siguen muestran como la relación entre O'Hara y Rosalyn se estrecha y se confirma (algo que se presume desde el inicio del film), además, se produce la aparición de un nuevo personaje que cambiará el transcurso de la narración, George (Glenn Anders), el socio de Bannister. George le propone un trato a Michael, 5000$ por un asesinato, el suyo propio. Ante esta petición, a O'Hara no le queda más que pensar que George no está en su juicio, sin embargo, cuando éste le explica en que consiste su plan, ya no le juzga como loco; y acepta pactar con el diablo, él lo sabe, aunque no lo dice. Está dispuesto a todo, porque tiene claro lo que quiere y no puede prescindir de ello, se encuentra atrapado en la red de un amor que sabe puede resultar fatal. Los primeros planos de George cuando se dirigen hacia el muelle, presentan a un hombre sospechoso, que produce una constante sensación de peligro, que Michael debe asumir si desea conseguir el dinero que le proporcionaría un nuevo comienzo (que bien podría ser su fin).


Nutrida de personajes corruptos, que no quieren ni se quieren, La dama de Shanghai avanza al son que indica la evocación de Michael, que es consciente del fondo de cada uno de ellos, incluyendo el propio, pero que no puede alejarse porque existe un lazo más fuerte que el reconocimiento del peligro que le acecha. Las escenas están perfectamente rodadas, con una fotografía en la que claros y sombras se combinan según la situación en la que se encuentran los protagonistas. La luz ilumina el rostro de Rosalyn para resaltar su belleza y su descontento, pero siempre ofreciendo la sensación de estar o ante un ángel o ante un diablo. Así mismo, las sombras, se adueñan de las secuencias en las que la tensión cobran mayor protagonismo, para que transmitan la ansiedad que sufren los personajes y que presagian el desastre que amenaza con hacerse con el control de las vidas de unos seres que han traspasado el límite de lo moral. El metraje de La dama de Shanghai se muestra excelente, su estructura narrativa está perfectamente diseñada por un Orson Welles que se acoge a los cánones del film noir para ofrecer las tormentosas relaciones (tanto las internas como las externas) que dominan la existencia de unos seres que, para Michael O'Hara, no son más que tiburones. Cabe destacar la escena del juicio, breve, pero sin desperdicio o la oscura cita en un acuario aparentemente inocente y sin embargo inquietante. Pero sin duda, la más recordada, es la famosa secuencia final en el parque de atracciones, con una serie de espejos que proyectan varias imágenes de los personajes. Un final de altura, para una de las mejores películas de Orson Welles y una de las más representativas del cine negro de los años cuarenta.

sábado, 25 de junio de 2011

Taxi driver (1976)



El insomnio puede con él, necesita ocupar su tiempo para no pensar. El trabajo de taxista le ofrece esa ocupación en la que pretende encontrar una salida, sin embargo, el sueño no llega. Las noches pasan, el tiempo pasa, y Travis Bickle (Robert DeNiro) recorre las calles de una Nueva York dominada por una inmundicia que le revuelve las entrañas. El taxista es una bomba de relojería a punto de estallar y su mente, en un estado de confusión y de alteración, pide ayuda. Necesita encontrar a alguien que le muestre que la vida es algo más que aquello que perciben sus sentidos, un mundo putrefacto que precisa una limpieza. Travis es un solitario, quizá no por su naturaleza, sino por su modo de pensar y de interpretar la realidad de la que forma parte. Esto lo convierte en un tipo raro, un ser que no se encuentra y que busca con desesperación un lugar que le proporcione la tranquilidad que cree descubrir en Betsy (Cybill Shepherd), una hermosa mujer que a sus ojos resulta de blancura virginal. La obsesión que siente hacia Betsy le lleva a estacionar su taxi delante del local donde ella trabaja como colaboradora en la campaña electoral del senador Palantine (Leonard Harris). ¿Qué tiene que perder? Pues, a pesar de no conocerse, está convencido de que existe algo especial entre ellos. Idea que le decide a presentarse e invitarla a un café, porque esa valentía podría proporcionarle el apoyo necesario y una relación que calme la tormenta que se está desatando en su interior. Gracias a la aceptación de Betsy el mundo de Travis parece haber cambiado, ya no se siente solo, y la inmundicia que le rodea se ve apartada por la presencia de ese ángel que puede protegerlo de la suciedad reinante. Sin embargo, la errónea decisión del taxista de llevarla a ver una película pornográfica (el tipo de película que él suele ver; afición que quizá apunte la soledad, la ausencia de relaciones sexuales reales y las inquietudes culturales e intelectuales de Travis) rompe la hipotética relación. Esta hecho profundiza en la desesperación del hombre, que se encuentra al límite y que continúa sin conciliar el sueño. Sin poder dormir, su rostro y sus pensamientos se alteran por la falta de reposo y por su constante deambular por unas calles inseguras, reflejo de una época de inestabilidad y caos. Pero ¿qué puede hacer? ¿Limpiarlas? Alguien debe hacerlo, si no son los políticos ha de ser él.


 Es innegable 
que Taxi Driver es una película de Martin Scorsese, pero también es indudable que lo es de su guionista: Paul Schrader, ya que en ella se percibe ese universo sórdido desarrollado en otros de sus guiones. Racismo, violencia, incomunicación, soledad, degeneración o redención, son características que forman parte del mundo por el que Travis-Schrader transita en su vehículo amarillo, las mismas que le provocan rechazo y alteración. Es un ser herido, consecuencia de su estancia en el ejército y de su no ubicación en una ciudad que resulta el reflejo de la corrupción e ineptitud de algunos líderes políticos. Armarse hasta los dientes, entrenar y ensayar ante el espejo, es su forma de manifestar una disconformidad que roza la locura, sensación esta que se ve aumentada cuando la cámara de Scorsese enfoca una habitación llena de fotos del senador Palantine, quien semeja la nueva obsesión de Travis. ¿Será su víctima? ¿Borrará la inmundicia eliminando al político que admira? ¿Quién sabe? Lo único que se puede decir a favor de este taxista sería que es un hombre con buenas intenciones, sobre todo cuando pretende que Iris (Jodie Foster), una prostituta de trece años, regrese al hogar de sus padres, aunque sus métodos sean más expeditivos de lo usual para conseguir su propósito, ya que su mente se encuentra incapacitada para distinguir la líneas de no retorno, porque, para él, cuanto hace estaría justificado. Iris representa a esa amiga que necesita, porque ella le permite sentirse útil, poder ayudarla, sacarla de la putrefacción y alejarla de Matthew (Harvey Keitel), un macarra de tres al cuarto que la prostituye como si únicamente fuese mercancía.


Taxi Driver
es una película difícil de catalogar desde una perspectiva genérica, ya que transciende los géneros para profundizar en el pesimismo que dominan en la sociedad y en aquel momento presente en el que el país norteamericano sufrió varios desengaños —la guerra del Vietnam o el escándalo Watergate— que conllevaron la desconfianza que se refleja en un tipo de cine más violento —el policiaco y el thriller de los setenta— que pretendía plasmar la situación que dominaba las calles de ciudades como Nueva York u otras grandes metrópolis estadounidenses. Por eso Travis no puede soportar la confusión que mora tanto en su mente como en las aceras que delimitan su territorio, es un taxista desesperado que ha decidido no vivir en una sociedad como la que descubre en su cotidianidad. En este aspecto, Robert DeNiro recreó magistralmente la situación por la que atraviesa su personaje, su transformación o, mejor dicho, su explosión que le conduce a terminar con todo. Pero también cabe destacar la excelente fotografía de Michael Chapman, así como los aciertos de Martin Scorsese en prácticamente todas las escenas, en las que una voz en off comparte la ansiedad que vive en la mente de Travis, donde desarrolla sus conocimientos fílmicos y un talento innato que se percibe en los encuadres,  en el travelling final desde el techo, en la utilización de los primeros planos o en las imágenes que reflejan ese universo oscuro por donde se mueve su protagonista y, para terminar, no se puede olvidar la banda sonora compuesta por el legendario Bernard Herrmann, que acompaña el deambular nocturno de un hombre que con su transitar presenta al espectador cuanto odia y habita en su entorno, una soberbia despedida para uno de los grandes músicos del cine.