sábado, 29 de noviembre de 2025

Señales (2002)


 Desde siglos atrás, el ser humano intuye que está solo, que ninguna fuerza divina le ha creado, que no tendrá escapatoria a su mortalidad y al consiguiente olvido en la nada; mas también hay quienes creen que no lo están, que podrán vivir para siempre en una espacio celestial del que no se tiene constancia, solo la ilusión que perdura en los miembros del segundo grupo. Esta contradicción sitúa a la humanidad en y entre dos polos en los que se fija la certeza de soledad y la duda de si hay alguien “ahí arriba”, en la negación y en la indiferencia de tal posibilidad, en el miedo a la muerte, en el deseo de la existencia eterna y en la creencia de que así sea, gracias a la existencia de un creador que vela por la humanidad. En todo caso, la creencia obedece a la condición humana, pues el ser humano es un animal crédulo antes que racional, un animal que, a diferencia del resto de los seres vivos terrestres, necesita creer y aferrarse a creencias, ya sean concretas o abstractas, una meta, una divinidad o una posibilidad. Para convencerse, ve señales donde quiere verlas, mientras olvida que toda creencia e indiferencia ciegas conllevan no pocos peligros. El no creer en nada o, precisamente, solo creer en nada conduce al nihilismo, el cual llevado a su extremo (en la fe ciega en el vacío de sentido) es un callejón sin salida que conduce al sinsentido que también se produce en la creencia absoluta en un Todo, pues ambas opciones de totalidad llevarían a dos absolutismos que no dejarían de ser uno: el de nuestra imposibilidad de preguntarnos, de cuestionarnos, pues, aparte de crédulo, el humano es un animal interrogante que precisa de las preguntas para saber y no saber qué y quién es. Visto el historial, más allá de crédulo y preguntón, también es un animal bélico, destructivo, constructivo, en ocasiones imaginativo, uno en constante evolución e involución, que da pasos hacia adelante al tiempo que parece darlos hacia atrás, en su insistencia por controlar el azar y a sus semejantes; aunque siempre imposibilitado a la hora de predecir el porvenir que ninguna bola de cristal puede mostrar y de evitar lo accidental. Tal vez esa imposibilidad le llevase a buscar una posibilidad divina de la que no se dudo hasta siglos más tarde, cuando algunos empezaron a plantearse dónde nos dejaba su existencia y su inexistencia…


Desde los tiempos de Goethe, incluso antes de su Fausto existen motivos para dudar de las intenciones divinas o para pensar que sus criaturas no le importan, cuando no, para decir que solo el humano existe y esto deriva irremediablemente en la pérdida de la fe en un ser superior (los monoteístas) o en decenas de ellos (los politeístas). En la encrucijada de creer o dejar de hacerlo, en la duda se sitúa Graham Hess (Mel Gibson), que se cuestiona su fe y cuelga los hábitos de reverendo, seis meses atrás del momento en el que se inicia Señales (Sings, M. Night Shyamalan, 2002), a raíz de la muerte de su mujer. Ahora, cree que “nadie vela por nosotros”, que “estamos solos”, así que vive apartado de la comunidad a la que antes he de suponer que guiaba en nombre de esa divinidad que para él ya no existe. Vive junto con su hijo (Rory Culkin) e hija (Abigail Breslin), también en compañía de su hermano Merrill (Joaquim Phoenix) y con la duda, casi la certeza de la inexistencia de Dios, el casi obedece a que, aunque niegue, la tradición, la costumbre, la cultura heredadas no resultan tan sencillas de borrar de su “ADN” social y emocional. No basta un golpe tan trágico como la muerte del ser querido, quizá tampoco los extraños dibujos que aparecen en su campo y, no mucho después, en otros lugares del mundo. Esas señales y la consiguiente llegada de vida alienígena trastocan la cotidianidad planetaria, avivan la curiosidad, el miedo, incluso la esperanza. Para unos se trata de casualidad y para otros de una prueba de la existencia divina, le dice a su hermano, tras lo cual, el antiguo reverendo, deja claro que en ese instante la segunda opción ya le resulta impensable. Ahora vive en otra creencia, la de una humanidad a la deriva en su soledad cósmica, la que la presencia extraterrestre descarta, pues ya hay más vida en el universo, aunque no sea divina y sus intenciones para con los terrícolas no parezcan ser amistosa, pero, acaso, ¿no estaríamos acostumbrados? Pues, amistosa, amistosa, lo que se dice amistosa, tampoco lo eran la de deidades que sometían, condenaban y castigaban…

viernes, 28 de noviembre de 2025

El truco final (El prestigio) (2006)


Todo truco se fundamenta en un engaño, en la ilusión que aquel genera, y la magia no deja de ser una ilusión tan grande como pueda serlo el cine que, como medio artístico, está condenado a representar; lo cual, si uno piensa en Orson Welles o Alfred Hitchcock, dos de los mayores ilusionistas cinematográficos, tampoco es una mala condena, pues en esa representación nace la obra de arte. En todo caso, el cine nunca podrá ser la realidad, salvo que transformemos la realidad en cine y preparemos nuestras vidas como actuaciones cara el público, de lo cual ya vamos en camino, pues la representación asoma dominante en la cotidianidad, en los días de fiesta y en las pantallas de los móviles donde asoman imágenes, engaños, sentencias y dogmas. Pero ¿quién recuerda cuando el mundo no fue un escenario? El cine de Christopher Nolan siempre aspira a engañar, siempre hace trucos, los suyos no son de magia sino cinematográficos, empleando el montaje y la actuación que le permiten jugar con la identidad de sus personajes al tiempo que crea la ilusión y juega con el tiempo y el espacio, algo que en la realidad mundana resulta (por ahora) imposible. Como ilusionista, sabe que la gente quiere que se le engañe, siempre que el engaño le produzca placer, le proporcione entretenimiento y evasión de sí misma, de su cotidianidad. Para lograrlo, emplea trucos, que <<cuando se saben, resultan muy obvios>>, como le dice Sara a Alfred, y necesita tres actos: la presentación, la actuación y el prestigio…


Así —doy por hecho—, Nolan asume que el cine es magia; dicho de otro modo, el cine es un engaño, una ilusión, un truco que precisa de actos para atrapar y sorprender a su público. Para ello, el británico crea distracciones, que son fundamentales para el éxito de ese truco final hacia el que suele dirigir el interés de sus películas. Tal vez, debido a ello, maree a la cámara y haga de ella una ingenua que solo ve lo que él quiere que vea; y así nosotros también lo vemos, pues nada parece haber más allá de ese escenario planeado con una única finalidad: “el prestigio”. Recordando lo visto en El truco final (el prestigio) (The Prestige, 2006), me da la impresión de que Nolan no le interesa establecer un diálogo, sino su truco de prestidigitación. La persona queda relegada a un plano secundario, no se trata de un cineasta que se adentre y profundice en el alma de sus personajes, tal como sí hicieron Andrei Tarkovski o Ingmar Bergman; lo suyo es el espectáculo, el generar un divertimento que le permita desarrollar sus intereses, introducir el conflicto de identidad que se descubre en no pocos de sus personajes y la complejidad del tiempo, aunque en ambos casos en la superficie donde, mediante distracciones, desarrolla su magia cinematográfica, aunque, en ocasiones como esta, no me funcione…

jueves, 27 de noviembre de 2025

Rafael Argullol, entre el simulacro y los espectros


Me encantan los atardeceres, pero no más que los amaneceres; quizá los primeros sean o pasen por más nostálgicos y los segundos se abran a un nuevo día; ¿quién sabe, si el tiempo y nosotros mismos somos tan cambiantes y contradictorios que, a veces, los crepúsculos se antojan esperanzadores y los despertares tristes y melancólicos? En todo caso, las ideas son variables, al menos las que huyen de los absolutos y de los grandes ideales, aquellos que encadenan y, transformados en la obsesión de “iluminados” que arrastran a las masas, desatan no pocos peligros. Me gustan las ideas que dudan de esas grandes iluminaciones y de tanto ídolo de barro, de escena, de pedestal, de púlpito o de papel a los que se encumbra porque parece que la idolatría forma parte de nosotros desde nuestro origen pensante. Hay ideas que se estancan y otras que invitan a evolucionarlas e incluso a revolucionarlas. Las primeras me generan cierto rechazo, pues me parecen dogmas o se establecen en él. Ya existe bastante intolerancia, como para contribuir con más. Así que me decanto por las sugerentes, que son aquellas que me invitan a pensar, aunque luego solo desvarie o me aleje de la premisa inicial. Pero este es privilegio y el camino enrevesado de quien piensa, no de quien acata sin plantearse por qué lo hace, para qué y a quién beneficia el orden establecido.

Platón no lo reconocería, negaría que estuviese equivocado cuando afirmó que las ideas eran la vía hacia el conocimiento supremo, la verdad y el Bien, y que los sentidos eran un atajo que nos llevaba inevitablemente a la confusión de la realidad. De hacer caso exclusivo a los cinco, solo sentiríamos sombras, sonidos, olores, sabores, texturas que nos depararían sucedáneos de la realidad misma, pero nunca nos proporcionarían el conocimiento, la verdad, el acceso a la idea suprema. Y en un aparte, me pregunto si el alumno más popular de Sócrates —no sé si el más brillante, puesto que, para determinarlo, habría que conocerlos a todos y aun así, seguro que me equivocaría al juzgarlos— olvidó cuestionarse; es decir, plantearse si estaba errado, si la tal idea existía más allá de su deseo de existencia o solo era otra invención más entre tantas nuestras. Es cierto que no lo dijo de este modo, pero quien quiera puede leerlo en su obra, por otra parte imprescindible en la fundación de nuestra cultura. Su república y sus banquetes eran distintos a los actuales, que tampoco son las orgías patricias romanas que nos llegan a través de la pantalla, de la literatura o de las malas y buenas lenguas; mas en su obra queda clara su dualidad platónica, en la que la superioridad de las ideas sobre las impresiones proporcionadas por los sentidos es absoluta. Pero lo que no vio (o no quiso ver) fue que las ideas mienten igual de bien o mejor que el sentido más mentiroso, porque en nuestra existencia verdad y mentira caminan juntas. A veces, son imposibles de distinguir e incluso, distinguiéndolas, de disociar. No dudo que en conciencia, Platón dijese su verdad, puesto que era un poeta y un filósofo, y como ambos que se precien, aspiraba a ella y de ella a la perfección. Ni pongo en tela de juicio que se engañase; lo doy por hecho, puesto que el ser humano no despertó a la inteligencia, como se suele presumir para distanciarnos del resto de animales, pues parece avergonzarnos nuestro origen animal, más bien debido a la ambición de divinidad que justificase nuestra capacidad de creación y destrucción, nuestro intento de dominar la naturaleza y el de unos pocos por dominarnos a todos. Así, caímos en el engaño; no el de los sentidos sino en el de las ideas dogmáticas —incluyo en el lote las que se disfrazan de liberales—. Ellas son las que crean las mentiras y las ilusiones con las que mitigamos nuestros miedos, dolores y angustias. Nos ayudan a disimularlos, y así se convierten en ideas aceptadas, en verdades heredadas a lo largo de los siglos durante los cuales el ser humano huye de la verdad. Para eso crea la mentira, el engaño, el autoengaño, la ilusión, los grandes ideales, cualquier imagen que pueda calmar su miedo y otras cuestiones con las que adorna su condición. No creo que busquemos la verdad, sino para qué toda la invención, los cuentos, las leyendas, el arte. Aparte, de buscarla, sospecho que el mundo sería distinto; no sé si mejor o peor, pero sí diferente al nuestro.

Si lo dicho hasta ahora tiene algún sentido, seguiré desvariando y diré que, ya desde mucho antes de que Jean Baudrillard ensayase su Cultura y simulacro (1978), vivimos en un mundo de apariencias, de imágenes y mitos que pasan por verdaderos desde el nacimiento de nuestra cultura occidental; cuyo origen se remonta a la griega y la judía, posteriormente fusionada en la romana e impuesta al resto de occidente por conquistadora romanización. Así, como quien no quiere la cosa, a base de guerras y conquistas —pues no deja de ser una mentira más entre tantas que el Romano fue un imperio tolerante porque permitía mantener algunas costumbres a los pueblos conquistados, nimiedades que no amenazarían su poder; únicamente lo simuló, y solo cuando las situaciones eran las deseadas—, que es uno de los deportes favoritos de la humanidad, se expandió por las distintas áreas del Imperio, desde el norte de África hasta las fronteras del Rin y la muralla de Adriano, desde los distintos finisterrae atlánticos hasta las orillas mediterráneas de Asia Menor. Así, la grecorromana y judeocristiana se extendió por toda Europa y de esta a los lugares colonizados por las distintas potencias europeas a lo largo de los siglos hasta la actualidad, en la que el simulacro forma parte de nuestras vidas, quizá para dominarnos, quizá para calmarnos, en todo caso para hacer de la mentira, verdad.

¿Quién recuerda cuando creamos la mentira para hacerla pasar por verdad? Pues esta era incómoda, daba y da miedo, un miedo que se mitiga con la invención, simulando la realidad, haciéndola pasar por otra menos terrorífica. <<El seductor promete y engaña […] También el redentor promete y engaña. Sin embargo, la salvedad es que este último no deja translucir en ningún momento la mentira y, a fuerza de no hacerlo, llega a convencerse de que es portador de la verdad. Esta es la gran diferencia entre el mundo del soldado de Maratón y el mundo del visionario de Patmos. Seducción frente a redención.  Nosotros, aupados por un invencible miedo y una oscura ambición, las hemos unido poniendo la bella mentira al lado de la brutal verdad. El resultado ha sido una perpetua confusión entre ambas>>, * escribe Rafael Argullol en El fin del mundo como obra de arte (1991), obra literaria en la que crea una espléndida farsa sobre nuestra cultura del simulacro, una cultura de espectros y de espejismos que no solo engañan nuestra percepción de la realidad, sino también la idea. Argullol sitúa su inicio literario entre Esquilo y Juan de Patmos, los respectivos autores de Prometeo encadenado y de Apocalipsis. Antes, nos habla de Io, cuyo castigo planea por el libro para hacer de ella principio y fin, continúa con la idea de Prometeo, figura del seductor e imagen de la tragedia griega, y la de Juan, la del redentor, el poeta de la destrucción. Así, valiéndose de una narrativa amena, de reflexiones que invitan y de un conocimiento envidiable de la cultura del simulacro, Argullol da rienda suelta a su inventiva y crea una farsa (tragicomedia) que desarrolla en el escenario del mundo, el nuestro, el que hemos creado, impuesto y aceptado a lo largo de nuestra historia y de nuestros mitos, de ahí que vayan asomando personajes como los nombrados o evoluciones tal que Fausto y su espejo Mefistófeles, histriones como él operístico Richard Wagner, creadores visionarios como Miguel Ángel y Goethe o destructores con ínfulas de artista o artistas de la destrucción como Hitler, todos ellos hijos y herederos de la cultura espectral que planea por esta breve pero intensa obra artística y filosófica que podría ser algo así como <<un alegato contra los “grandes ideales” que, a través de sus símbolos y mitos, han envenenado el aire en el que nos ha tocado respirar>>*…


*Rafael Argullol: El fin del mundo como obra de arte. Acantilado, Barcelona, 2007.

miércoles, 26 de noviembre de 2025

Los fantasmas de Goya (2006)


La historia bascula entre épocas oscuras y otras más luminosas, y en cada una de ellas se gesta y se lleva la otra. Ha sido así a lo largo de los siglos, el cómo seguirá siendo queda para el futuro, cuando ya sea el pasado de otros y hablen de este momento. Entonces, presumo que habrá quien recogerá del ahora (su ayer) y mostrará una realidad que no será esta, pues nunca puede atraparse aquella que ya expiró, del mismo modo que no serán los mismos personajes, aunque se inspiren en los reales. Nadie puede vivir dos veces, pero sí recrear los fantasmas de la historia (y los propios) y representarlos en la pantalla, sobre un lienzo, en una partitura o en las hojas de los libros. Eso es lo que en cierto modo hace Milos Forman cuando recoge de su ayer a Mozart, Larry Flynt, Andy Kaufman o Francisco de Goya y los acerca a su presente, desde el cual realiza no biografías de estos personajes, sino películas que, tomando de ellos, accede a ensoñaciones y realidades que pueden descubrirse en los presentes en los que las rueda. Como artista, Forman despliega su creatividad, fantasea, se aleja de la realidad del momento representado para crear otra; y como exiliado, conoce esa otra realidad que amenaza la libertad y los derechos (entre ellos, el de discrepar y el fantasear ser libre), pues tuvo que irse de su país en 1968 donde otro tipo de inquisición, distinta en ideología a la expuesta en la primera mitad de Los fantasmas de Goya (Goya’s Ghost, 2006), perseguía a herejes que no comulgaban con la política comunista dependiente de la soviética impuesta después de la Segunda Guerra Mundial —en 1946, los comunistas ganaron las elecciones, y en 1948 dieron el “golpe de febrero” con el que se hacían con el control absoluto del país en el que dictarían hasta 1989—…


Igual que antes había sucedido con Mozart en Amadeus (1984), el Goya (Stellan Skarsgård) que se nos muestra podría llamarse de cualquier otra forma, puesto que dista del Goya histórico. Aparte, no es el centro de atención de la que sería su penúltimo largometraje, sino un personaje puente que le permite acceder a otros como el padre Lorenzo (Javier Bardem), un inquisidor y perseguidor antes y después de colgar los hábitos, puesto que solo al final deja de ser fiel servidor de los Poderes establecidos, o Inés (Natalie Portman), la joven a quien la Inquisición encierra y “pone a cuestión” (eufemismo de tortura), acusada de judaísmo y de quien Lorenzo abusa cada vez que la visita. La historia propuesta por Forman da comienzo en 1793 y abarca hasta inicios del siglo XVIII, metiendo entre medias la Revolución Francesa y la imposición napoleónica en el trono español de José Bonaparte, hermano de aquel general arribista que, excusándose en las difusión de las ideas ilustradas y revolucionarias, impone su dictadura en Francia, totalitarismo imperial que guerra tras guerra, e invasión tras invasión, pretende llevar a toda Europa. Así, tanto la época como Mozart, Flynt y Goya, sirven al cineasta checo para adentrarse en la intolerancias y la persecución. En esta ocasión, la última suya, llevó a la pantalla la figura de Goya, que le sirve como testigo de la acusación de herejía de Inés y también de los desmanes de la época, no tan distintos como puedan parecer de la época vivida por Forman en su país o la que se pueda vivir en la actualidad en distintos lugares del planeta; puesto que la acusación de herejía y la inquisición han abandonado la Iglesia; es decir han cambiado su rostro y de casa, pero las persecuciones por divergir no han desaparecido. A Forman y a su coguionista Jean-Claude Carrière poco les importa la realidad historia de finales del XVII, principios del XVIII, pues les importa la situación que el primero expone en la pantalla, la que habla de esa situación que, con sus variantes históricas, se repite, que se vivió antes y después de la vida del genial pintor aragonés, que hubo de vivir sus últimos años en el exilio francés, momento que inspiró a Carlos Saura su Goya en Burdeos (1999)…

martes, 25 de noviembre de 2025

Ferrari (2023)


Hay personajes cuya obra no me genera la menor curiosidad y otros que despiertan mi interés. Supongo que a todos nos sucederá lo mismo; del mismo modo que habrá quien prefiera comprarse un coche que un libro, y a quien guste el automovilismo y a quien el cine, incluso a quien le guste ambos o ninguno; que empieza a ser mi caso. Igual que Ferruccio Lamborghini y otros constructores de automóviles —siendo la excepción, tal vez, Henry Ford, por aquello de su T y de su montaje en cadena—, antes y después de ver Ferrari (2023), Enzo Ferrari me era y me es indiferente, pero decidí ver la película porque la había dirigido Michael Mann; de modo que el personaje se llamase Sonny o Enzo no era determinante para decidirme a verla. Claro que sabía en quién se inspiraba el protagonista, que había empezado como piloto de carreras automovilísticas y que se convirtió en fabricante de coches. Pero también sabía que la película no era para mí. Sin embargo, los films del responsable de Ladrón (Thief, 1981) me generan cierta expectativa, aunque ya sea menguante, y no pude resistir la curiosidad. En su momento, era alta; sobre todo en aquella época de mi juventud en la que me hizo vibrar de emoción con El último mohicano (The Last of Mohicans, 1992), Heat (1995) y El dilema (The Insider, 1999), pero, desde esta producción en la que enfrenta al pequeño con el gigante, mi conexión con su cine ha ido decayendo título a título, hasta alcanzar el desinterés prácticamente total en Blackhat (2015); y Ferrari no ha hecho más que reafirmarme en él. Sin embargo, uno no pierde nunca la esperanza con aquello que le ha significado algo o que le ha hecho gozar, lo cual me hace pensar en lo idiota que puedo llegar a ser. O a caso no es idiotez decirme “¿quién sabe, tal vez Mann haga algo que me guste como en aquella época de mi juventud en la que tanto disfruté con sus películas?”…


Lo cierto es que no me dije nada de eso, pero sí considero que, en cierto modo, la esperanza es como un sueño. En ambos casos, nunca se alcanza la meta esperada o soñada; se puede llegar a otro sitio, pero no al imaginado; de modo que los dos casos solo pueden vivirse en la sensación. Así, una vez ante esta película, ¿qué me quedaba? Poco. Por algún motivo rellené los huecos de aburrimiento, que eran los más, y me puse a pensar que Roberto Rossellini y Sonali Senroy Dasgupta (cuyo divorcio legal en Italia data de 1977) se vieron unidos por un matrimonio que no podían disolver cuando ya no había amor ni relación; y no podían porque las leyes italianas no permitían el divorcio, lo que provocó situaciones que a la sociedad de entonces le resultaban escandalosas de puestas afuera, como la relación que Rossellini mantuvo con Ingrid Bergman durante y después del rodaje de Stromboli (1950). El director y la actriz se casaron sin que en Italia se le reconociese el matrimonio, de amor o de pasión ni hablamos, puesto que ambos estaban casados y no se reconocían el divorcio ni la aventura extramarital, tan de moda por entonces y supongo que también ahora. El divorcio, ante la ley italiana de la época, ni siquiera era una opción, pero sí el cuchicheo y el juzgar comportamientos ajenos… Pues algo similar parece que les pasa a Laura (Penélope Cruz) y a Enzo (Adam Driver), que viven en un matrimonio prisión en el que ella lleva las cuentas y el los coches de carreras y su relación con la madre de su hijo fuera del matrimonio… Y luego están Alfonso de Portago, Linda Christian, la prensa y el trágico accidente mortal del piloto español durante la Mille Miglia, en 1957, pero este suceso solo ocupa el interés de Mann en los últimos minutos del metraje, pues el cineasta siente curiosidad por la apariencia de Enzo y Laura. Digo apariencia porque más allá de esta no transmiten nada o al menos solo capto sus emociones, sus relaciones, sus reacciones, cualquier circunstancia o característica de ambos, en la superficie en la que se establecen las imágenes, así como las interpretaciones del actor y de la actriz que les prestan sus características físicas y sus rostros impasibles (él) o cabreados (ella). Lo que le lleva a la idea de que a Mann, ponerse en plan intimista, sin querer o sin saber hacerlo, como ya apunta en Ali (2000), depara aburrimiento y que lo expuesto en la pantalla resalte las imperfecciones de su enfoque, más logrado que el de Lamborghini (Lamborghini: The Man behind the Legend, Bobby Moresco, 2022), que no hay por donde cogerla, y menos movido que el asumido por Ron Howard en Rush (2013), el cual, sin serlo, parece más logrado, aunque solo se trate de trucos como el uso del montaje para darle sensación de velocidad al asunto, la banda sonora que remarque e insista o de una simpleza narrativa que Mann deshecha en busca de algo más complejo que no consigue…

domingo, 23 de noviembre de 2025

Soledades. Estética del retiro


<<La inmensa mayoría escribe porque busca fama y dinero, por distracción, porque meramente tienen facilidad, porque no resisten la vanidad de ver su nombre en letras de molde. Quedan entonces los pocos que cuentan: aquellos que sienten la necesidad oscura pero obsesiva de testimoniar su drama, su desdicha, su soledad.>> Estas palabras que Ernesto Sabato escribió en El escritor y sus fantasmas (1) valen para todas las artes, puesto que en ellas nos encontramos creadores a contramano, fuera del orden e incluso contra el orden, que sienten esa necesidad aludida por el escritor argentino.


En sentido literal (y a priori), la soledad no puede verse, ni escucharse, tampoco olerse ni tocarse, ni saborearse, pero puede sentirse y, cuando esto sucede, la contradicción continua y cae, como mínimo, en la ambigüedad y en la posibilidad de conocerse y descubrir el mundo del que uno se ha distanciado. Por otra parte, no deja de ser cierta la doble contradicción “se puede estar solo en multitud y acompañado en soledad”, mas también resulta contradictorio (en apariencia, al menos) escribir un libro entre dos y titularlo Soledades. Estética del retiro, tal como hacen Miguel Copón y Alberto Ruiz de Samaniego en su búsqueda de <<reconocer la soledad y el retiro en sus diferentes manifestaciones>> artísticas y <<distinguir sus formas>>. (2)


La soledad es íntima, cada individuo que la conoce, la siente diferente; la piensa y la vive distinta, desde sus particularidades, de ahí que, por ejemplo, la soledad en Cervantes deparase El Quijote y en Casanova, sus memorias, recuerdos de una vida de desenfreno y de búsqueda de placer que, en su vejez, cuando se encuentra en soledad, ya le queda lejos. Pero es en ella, en el seno de la soledad, donde los artistas, expulsados del mundo o apartados por voluntad propia de su entorno social, crean la obra de arte; aunque no en todas se descubre una estética del retiro, una intención artística en la que se reconozca la soledad.


Decía María Zambrano en Pensamiento y poesía en la vida española que <<ninguna vida, por individual que sea, deja de estar engarzada con la cultura de qué forma parte; ninguna vida por anónima que sea, deja de formar parte de la historia, de ser sostén de ella y de padecer sus consecuencias.>> (3) Por tanto, de aceptar las palabras de la escritora, tampoco el artista lo logra; aunque los hay que sienten la imperante necesidad de aislarse de su época, sea para comprenderla, para dejar de sufrirla, para reafirmarse frente a ella y expresarse a contracorriente, puesto que la expresión lograda (sea literaria, musical, pictórica, cinematográfica) es reflejo de su sentir, tal vez su deseo de alcanzar la universalidad e inmortalidad que solo la obra de arte puede concederle. No hay posibilidad de crear arte en fiestas y entre multitudes, ni en mundos que adormecen o borran la identidad, las inquietudes, las emociones... El artista, antes de creador, es una persona que encuentra en su aislamiento el espacio para recuperarse de sus heridas o ahogarse en ellas, para conocerse y darse a conocer, incluso para alejarse y protegerse de un mundo que le ha hecho daño, que no le gusta ni le llena, o que le ha generado la crisis que le desconecta del exterior. De modo que la soledad se abre a una distancia del mundanal ruido y a un acercamiento a la interioridad acallada y desconocida hasta entonces; tal vez sospechada y hacia la que suele empujar esa sensación de no pertenencia al orden que se impone, sensación común y a la par diferente, según cada creador. Hablo de sentirse desubicado en una sociedad en la que el artista, también quien despierte y observe el sinsentido y, de un tiempo a esta parte, la deshumanización, no se encuentra; tal como le sucede al protagonista de la novela de Bohumil Hrabal Una soledad demasiado ruidosa.


En Soledades. Estética del retiro se trata de buscar y expresar las soledades que, de algún modo, se desvelan en las formas de las obras de diversos autores que, retirados de la sociedad, tal como Montaigne, Rilke, Hölderlin, Emily Dickinson, Tarkovski, Nietzsche, Giacinto Scelsi o Glenn Gould —la portada del libro es la fotografía del pianista, obra de Jock Carroll—, encontraron o crearon un espacio suyo, diría que uno ideal para sentir a flor de piel, para contemplar, en todo caso para construir su pensamiento y su obra, uno donde la creatividad fluya e incluso desborde, lo cual no dudo ni por un instante que suceda en los autores que, viviéndola al límite y haciéndola parte fundamental de su pensamiento, sirven a Copón y Ruíz de Samaniego de ejemplos para su ensayo; lo afirmo no por haber leído el libro, sino porque no conozco modo más íntimo, sincero, incluso doloroso y libre; entendiendo que la libertad nunca es absoluta, tal vez solo sea el espejismo que se distorsiona, agudizando su alucinación, en ese retiro donde el artista se construye y se destruye constantemente.


 Quienes no han vivido una soledad así, quienes solo la han sentido de pasada, quizá no se planteen las distintas cuestiones que obligan al solitario a encerrarse en su ciudadela y allí, en su exilio, pensarse en su doble relación (consigo y con la cultura de la que, formando parte, intenta distanciarse) y encontrar las formas precisas para expresar su estado anímico, sus sentimientos o una reflexión de manera artística que le proporcione la sensación de desahogo o de plenitud que de otro modo no alcanzaría. A veces o casi siempre no le queda otra que apartarse de un entorno que no comprende y que no le comprende, un entorno que lo sitúa y en el que uno mismo se posiciona al margen. No hay artista sin pausa ni quietud, pues se detiene en contemplación incluso en el tedio o en la convalecencia; ni artista que, consciente o inconscientemente, no busque o no caiga en la soledad, al tiempo liberación y condena, que se abre al abismo del cual no vislumbra el fondo, donde solo hay vacío. Pero, antes del golpe final, el que pueda destruirlo, alguno descubre que hay luminosidad y poder creativo, tal vez curativo. Respecto a esto me llamaron la atención estas palabras de Valle-Inclán<<Cuando en mí se removieron las larvas del desaliento, y casi me envenenó una desesperación mezquina, supe castigarme como pudiera hacerlo un santo monje tentado del Demonio. Salí triunfante del antro de las víboras y de los leones. Amé la soledad y, como los pájaros, canté solo para mí. El antiguo dolor de que ninguno me escuchaba se hizo contento. Pensé que estando solo podía ser mi voz más armoniosa, y fui a un tiempo árbol antiguo, y rama verde, y pájaro cantor.>> (4) La propia soledad ya le incita a comunicarse consigo mismo, a buscarse y, desde lo que encuentra y siente, quizá dolor, abatimiento, esperanza, desesperación, decepción, amor, la certeza de su mortalidad o, simplemente, la huida hacia sí mismo en pos de las formas y de su universo creativo y expresivo, dar rienda a la abstracción, al vuelo de la imaginación y crear la obra que le comunicará con los demás. Nada de eso resulta acorde a los grupos, más propensos al bullicio y a la acción.


La obra artística nace de individualidades que deciden o se ven obligados a apartarse, artistas que han pasado a la historia por sus creaciones y sus retiros, incluso algunos forzosos, debido a momentos de locura o de aflicción, de necesidad de cura, para poder escucharse y poder ver desde la distancia y el acercamiento que seres somos contradictorios o en constante contradicción. Pero sin esta característica, seríamos lineales. ¿Y qué podría crearse en linealidad, más que líneas rectas? Mas ¿y las líneas curvas, los giros copernicanos y los saltos al vacío? ¿Podrían darse las rupturas que permiten la evolución artística y humana? Quizá todo genio tenga tanto de enajenado como de lúcido, sino ¿cómo iba a lanzarse de lleno a la soledad donde edificará un universo propio de formas, de pensamientos y emociones, de demonios y fantasmas, de recuerdos y sueños, de espacios vivos que no pueden construirse en multitud, pero que se convierten en universales? <<La lista de artistas que han visitado el exceso y no han vuelto es enorme, tanto como las dificultades que su integración social les ha acarreado, y que han sido soportadas como extravagancias o licencias de la bohemia. Son tantas que podemos establecer una fina membrana entre locura y genialidad artística, entre exceso y comportamiento asocial, entre soledad y distanciamiento social.>>, (2) apuntan los autores Soledades; pero tanto quien se pierde como aquel que regresa, construyen en soledad y retiro, que pueden ser físicos, mas también estados emocionales en los que crean formas, evocan paraísos perdidos, sufren, sueñan, aman u odian sin límites lo idealizado. Allí, embargado por las ideas y las imágenes, sin más interferencias que el propio pensamiento, el artista edifica su mundo y lo llena de reflejos, de ideas, de formas, de musas, de ritmo, de una estética propia que nace acorde a cada aislamiento, en contradicción y conflicto, en su esencia más pura. Esto no quiere decir que no pueda crearse una obra en compañía, los autores de Soledades. Estética del retiro lo han demostrado al establecer un diálogo entre ellos para descifrar a los autores que asoman por las páginas de su libro. Y precisamente por ello, comprendo que una obra como Soledades, que no son las de Góngora, no es una guía ni un catálogo de arte; es otra historia, una que no obedece a más diálogo que con uno mismo, en este caso, dos, y con el objeto o motivo de búsqueda, de estudio, de creación, de comunicación. En ese sentido se trata de un libro que nunca estará completo, que nunca dejará de construirse ni de dialogarse, pues habla en cierto modo de la evolución humana a través de la obra de arte de creadores únicos, apuntando hacia una construcción que supera la del individuo y su tiempo, puesto que engloba a la humanidad entera, aunque solo en soledad pueda construirse una obra de arte en todo su esplendor emocional, obsesivo, conflictivo. Lo que me lleva a pensar que tanto la historia del individuo que la crea como la del Arte, no pueden darse aisladas, pues son la suma de contables e incontables, de vasos comunicantes, de espíritus que se reconocen y se comunican e influyen a través del tiempo; en el caso del Arte son las creaciones que cada artista ideó en su aislamiento y que ahí cobraron las formas artísticas que nos han llegado, las que nos emocionan, las amamos o las odiamos, nos gustan o disgustan, las que nos expulsan de la apatía e indiferencia en las que caen muchas de nuestras cotidianidades… <<Y —como expresó Rilke (5)— si volvemos a hablar de la soledad, cada vez se vuelve más evidente que no se trata en principio de algo que podamos elegir o desechar. Estamos solos. Uno puede engañarse y actuar como si no fuera así. Eso es todo. Pero es mucho mejor aceptar que lo estamos, partir directamente desde esta premisa>>, tal vez lo sea o lo estemos a ratos, y que estos instantes se antojen eternos…


(1) Ernesto Sabato: El escritor y sus fantasmas. Austral, Barcelona, 2021.


(2) Miguel Copón y Alberto Ruiz de Samaniego: Soledades. Estética del retiro. Ediciones Cátedra, Madrid, 2025.


(3) María Zambrano: Pensamiento y poesía en la vida española. Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 2004.


(4) Ramón del Valle-Inclán: La lámpara maravillosa. Austral, Barcelona, 2011.


(5) Rainer Maria Rilke: Cartas a un joven poeta/Elegías de Dunio (traducción de Emilio José González García). Ediciones Akal, Madrid, 2016.

sábado, 22 de noviembre de 2025

Nuccio Ordine y sus clásicos


Entre lluvias y claros, he salido de paseo con una idea acerca de Nuccio Ordine y, aunque ya me pilla tarde, pues soy mi propio guía por la exuberante selva literaria, me digo que me parece un intento plausible este suyo en Clásicos para la vida de acercar al gran público títulos y autores tantas veces hablados; desconocidos para algunos y conocidos para cualquiera que haya leído más allá de los últimos súper ventas comercializados. Cae en títulos y autores que, como Shakespeare, Cervantes, Montaigne, Flaubert, Balzac, Homero, Zweig, Rabelais, Dickens, Rilke o Ariosto —el único autor al que dedica dos de los cincuenta capítulos que dan forman a su selección—, se repiten a lo largo de las generaciones porque precisamente son clásicos. No se trata de novedades comerciales ni de modas —no voy a decir pasajeras, puesto que la propia definición del término ya afirma que todas lo son— que se imponen a través de la publicidad y de las redes sociales. Están ahí y ahí seguirán mientras exista la literatura y sepamos leer, que ya es algo más que creer saber leer o presumir de hacerlo e incluso de no hacerlo. Esto último da para pensar si estamos tontos y vamos camino de crear el mayor estado de tontería hasta la fecha (y eso que los humanos en tontería tenemos práctica milenaria y del tema sabemos un rato largo), donde el más tonto suele ser puesto en un pedestal por lumbreras casi a su altura. En esto nos estamos superando, tal vez sea nuestra evolución o nuestro sentido del humor, que hoy se decanta por el chiste fácil y prescinde de la ironía (o la confunde con el uso constante de memes), de la que supongo alguien ya habrá dicho que es una de las joyas de nuestra escasa, pero muy presumida inteligencia. En todo caso, la lectura es un ejercicio saludable, no cuando se hace como pose o imposición, sino por decisión y gusto personal. Entonces, se le concede su tiempo, su intimidad; se dialoga con las líneas que otros nos legaron buscando para ellos respuestas a preguntas que también nosotros nos hacemos. Tal vez persiguiesen su inmortalidad, su atemporalidad, que es la que llega hasta nosotros y la que Ordine recoge en su libro, el cual no surge como una intención literaria, sino docente, puesto que él es un “maestro” —y un alumno de los clásicos— más que un escritor. Lógicamente, dicha intención nace anterior a la recopilación de textos, como el propio escritor explica al inicio. El autor y profesor italiano indica en el prólogo que todo comenzó de su intención docente, la de compartir con sus alumnos breves fragmentos de libros que han contribuido en el desarrollo de la cultura humana. Se trataba de compartir y comentar, no solo con la finalidad de darlos a conocer, sino también la de invitar a su lectura. Claro que también servían para que Ordine realizase sus comentarios, que posteriormente llevaría a la prensa escrita en el semanario Sette, publicación del popular diario Corriere della Sera



<<Si no salvamos los clásicos y la escuela, los clásicos y la escuela no podrán salvarnos>>, de este modo titula Ordine la introducción de Clásicos para la vida, una selección de breves fragmentos que el autor justifica y explica en las primeras páginas de este breve y selectivo volumen, que, como toda selección, se deja fuera muchos textos que bien podrían estar ahí, tanto por su importancia literaria como humanista e histórica. Pero es su selección —no la mía o la vuestra—, responde a sus intenciones y a sus gustos, también a sus conocimientos y, probablemente, al momento en el que los eligió por este o aquel motivo. Ordine cuenta que todo se inició persiguiendo una ilusión: mostrar los clásicos y lograr despertar el interés de sus alumnos. Su intención era animar a sus alumnos a la lectura de esos libros comentados en horarios fuera de clase, en reuniones a las que también acudían otros jóvenes ajenos a los cursos que impartía; puede que lo consiguiera, era un espacio proclive al diálogo y al intercambio. Allí proponía una lectura y luego la debatían; más bien, sospecho, la explicaba ofreciendo su perspectiva humanista; pues Ordine sigue la línea de los Bruno, Erasmo, Ariosto, Montaigne, Montesquieu y tantos otros que le precedieron y admiraba. Pero dudo que los artículos en el semanal y el libro Clásicos para la vida logren que alguien lea los clásicos. Primero, porque sus lectores ya los habrán leído; si no todos, muchos de los aludidos. Y segundo, porque lo que expone no logra convencer ni seducir, sino que desarrolla afirmaciones propias —ya leídas o escuchadas a otros—, las que quiere decir, tal vez imponer, independientemente de que estemos o no de acuerdo. No existe diálogo, que es lo que se le supone a la lectura de los clásicos, solo un desarrollo por su parte que, aunque busque que leamos a los autores, pretende (tal vez inconscientemente) que aceptemos sus conclusiones. Pero, a pesar de esta impresión, me queda la lectura de un escritor sincero que, enamorado de los clásicos y de una idea de la docencia que cree mentes autónomas, críticas, libres y tolerantes, ya desde el inicio advierte que <<una antología no tendrá nunca fuerza suficiente para desencadenar las profundas metamorfosis que solo puede producir la lectura completa de la obra.>> No podría estar más de acuerdo, salvo cuando dice que <<en rigor, contentarse con el mero fragmento es una derrota evidente.>>

El secreto de los hermanos Grimm (2005)


Dudo que alguien que conociese mínimamente la filmografía de Terry Gilliam pensase por un instante que el cineasta responsable de Brazil (1984) iba a realizar una película biográfica sobre los hermanos Grimm, cuya fama se debe sobre todo a la recopilación de cuentos populares infantiles, más que su trabajo de lingüistas que deparó su Diccionario alemán. Sería algo impensable, más fantasioso que una película del propio Gilliam, por lo que no sorprende que se decantase por tomar los nombres y algunos cuentos de los personajes y adentrarlos en la fantasía de los relatos que recopilaron, donde, partiendo de un guion de Ehren Kruger —que presumo, puesto que no lo he leído, más cercano al infantilismo de Hollywood que al sentido del humor y de ensoñación de Gilliam—, enfrenta en clave paródica (no muy lograda) la racional de Wilhelm (Matt Damon) y la ilusa de Jacob (Heath Ledger). Dicho de otro modo, Gilliam sitúa en un mismo espacio el duelo entre realidad y fantasía que también puede observarse en El rey pescador (The Fisher King, 1991) o en El hombre que mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote, 2018), ofreciendo la cara risible de sus héroes: dos timadores que, como Cagliostro o Giacomo Casanova, aunque sin la osadía y carnalidad de este, se ganan la vida aprovechándose de la ignorancia de sus víctimas, a las que engañan haciéndoles creer en brujería y demonios de los que les libran a cambio de unas monedas. Pero los hermanos caen en manos de la ley y, para salvarse, aceptan un trato que conlleva el perdón, a cambio de descubrir a los secuestradores de niñas como Capetucita, Gretel o las hermanas de Angelika (Lena Headey), la aguerrida guía que acompaña a Will y a Jake por el bosque encantado donde las niñas desaparecieron y donde la leyenda habla de una reina maldita (Monica Bellucci). Mas con mucho a su favor, al menos a priori, El secreto de los hermanos Grimm (The Brothers Grimm, 2005) no es una película que satisfaga la curiosidad ni la exigencia de quien conoce el cine de Gilliam, pues carece de su locura fantasiosa para ser atractiva, cómica y alucinada. La primera impresión apunta que puede serlo, algo así como que tiene el estilo, la forma y la intención, pero, a los pocos minutos, se descubre la ausencia de la subversión, de la ensoñación (alucinación, fuga de la realidad y del orden que en ella se impone) y de la sed de libertad que guía o empuja a sus mejores personajes, los cuales, para quien esto escribe, continúan siendo los héroes del tiempo, los oficinistas que se rebelan en la introducción de El sentido de la vida (The Meaning of Life, Terry Jones, 1983), el soñador de Brazil, el barón Münchausen, el rey pescador y el viajero temporal de Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), quien, quizá, más que soñador sea un desorientado… Pero ¿qué viajero soñador no lo es? ¿Y que buenos personajes de Gilliam no son ambos?

viernes, 21 de noviembre de 2025

Carmen Martín Gaite: Entre visillos


Con su primer libro, El balneario, que recoge varios relatos, Carmen Martín Gaite ganaba el Premio Café Gijón y, sobre todo, iniciaba con brillantez una carrera literaria prometedora que se confirmó espléndida hacia finales de la década de 1950, cuando se convirtió en una de las narradoras más importantes de la generación de escritores españoles que debutaron en los años cincuenta del pasado siglo. Por otra parte, esta escritora salmantina se unía a voces como la de Carmen Laforet, quien una década antes había sorprendido con su introspectiva (y recuerdo claustrofóbica y sombría) Nada, y Ana María Matute, cuya primera novela, la realista Los Abel, se había publicado en 1948. Las suyas eran voces literarias que creaban y daban visibilidad a una literatura hecha por mujeres, que aportaba una perspectiva diferente, más íntima y cercana, digamos que de primera mano, de la situación femenina en aquella España de posguerra y de mitad del siglo XX. Aparte, se da la casualidad que las tres autoras fueron premiadas con el Nadal: Laforet en la primera edición del Premio, celebrada en 1945, Matute sería galardonada por Primera memoria en 1959 y Martín Gaite lo recibió un año antes, en 1958, por Entre visillos. Escrita entre 1955 y 1957, era su primera novela larga, la que la situó definitivamente entre los grandes nombres españoles de la “Generación de los 50”, en la que destacaban Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos o su marido, el también escritor Rafael Sánchez Ferlosio. En 1955, el mismo año en el que ella iniciaba la escritura de Entre visillos, Ferlosio publicó El Jarama, título clave de la novela neorrealista española —si pienso que la realista ya la habían bordado Perez Galdós, Pardo Bazán, Leopoldo Alas “Clarín”, entre otros autores de finales del XIX— que surgió en aquella época influenciada, entre otras cuestiones, por el cine y la novela italiana de posguerra, y apurada por la necesidad de esos jóvenes escritores de mostrar su entorno desde una literatura que desvelase realidades cotidianas que se vivían en España. A ese periodo de resurgir realista pertenecen Gran Sol o Los bravos, también Entre visillos, que la escritora ambienta en una ciudad de provincias (su Salamanca natal)…

En ella, sitúa a sus personajes. La mayoría de los principales son femeninos, salvo Pablo Klein, que asume la narración en primera persona en varios capítulos de la novela. El resto los narran una narradora omnisciente y Natalia (en dos capítulos, a partir del diario que escribe), la hermana menor de Julia y Mercedes. La trama se centra en la situación de las jóvenes protagonistas de un relato coral en el que queda dibujado el ambiente urbano, la moral burguesa y la situación de esas jóvenes mujeres en la veintena que viven condicionadas por el orden social establecido, el cual difiere del que pueda vivirse en Madrid, cuyo elevado número de habitantes conlleva el anonimato que protege y libera, como parece demostrar el comportamiento de Marisol, la chica madrileña que llega a Salamanca para pasar los días de fiesta que, sobre todo, la autora muestra en el Casino, el centro neurálgico de esa juventud salmantina de clase media-alta… Pero, más que nada, gracias a los pensamientos y recuerdo de Pablo y Natalia, la ciudad y la sociedad de Entre visillos se desvelan como parte de la prisión para quienes despiertan a una idea diferente de la establecida, de lo que se espera; y en eso, Natalia, una brillante estudiante de último curso de bachillerato quizá pueda ser la excepción, apunta a ello. Visto así, es la evolución y la revolución de una generación que en ella busca algo más que lo aceptado por su amiga Gertru: el matrimonio, que parece ser el principio y fin de esa sociedad burguesa sostenía sobre re el qué dirán y el la mujer en casa, como madre y esposa, incluso como nuera. Eso lo es para Natalia, tampoco lo sería para Elvira, pero quizá esta camine hacia su derrota. Mientras, el resto de jóvenes se muestran dóciles, incluso peores que los hombres, como seria el caso de Mercedes, opuesta a Natalia, que sería algo así como la evolución y la esperanza para asumir una existencia distinta, fuera de los visillos, fuera del hogar, a la luz, lejos de la sombra y de la frialdad a la que muchas de ellas están condenadas sin ser conscientes, pues lo han aceptado y así perpetúan el encierro entre cuatro paredes…

jueves, 20 de noviembre de 2025

Belfast (2021)


El blanco y negro forman el bicolor de los recuerdos, después quien quiera que los coloree a gusto, pero esa mezcla blanquinegra que depara tonos grises de luces y sombras viene perfecta para evocar y reconstruir las imágenes que recrea la memoria, pues, cada vez que se evocan, se construyen adaptándolas a las personas que somos hoy, adquiriendo de forma inconsciente un tono de fantasía. Nuestro cerebro no retiene el pasado ni la realidad pretérita, sino que la altera, la enriquece o la empobrece, la destruye y reconstruye cada vez que piensa que la recupera. A veces, somos más sinceros al hacerlo; otras, caemos en la fantasía de querer ser distintos a como lo fuimos e imaginamos algo que no fue. En todo caso, recordar conlleva una parte creativa, y en esa creatividad innata, inconsciente y natural, todos somos artistas. En Belfast (2021), Kenneth Branagh recuerda y realiza una reconstrucción cinematográfica de su familia, de su calle, de su ciudad natal, cuando tiene nueve años, pero también vuelve su mirada sobre su yo de entonces en relación con la inestable situación a la que despierta: el enfrentamiento que amenaza la paz y la convivencia en un espacio humano dividido en radicales y en personas comunes que solo desean vivir tranquilas, en paz, en la seguridad que en ese Belfast de 1969 ha desaparecido de las calles. Pero el conflicto, que no es religioso, aunque así lo asuma el padre de Buddy, el niño protagonista, y tantos más, sino heredado de cuestiones políticas pretéritas, depara un enfrentamiento entre unionistas (protestantes) y separatistas (católicos) que no parece tener fin y que indudablemente afecta a unos y a otros, incluso a los niños y niñas que, indiferentes a cuestiones políticas, religiosas o caprichosas de adultos que solo saben odiar porque achacan los males de sus vidas a otros, juegan y crecen en esas calles en las que los unionistas como Billy Clanton, que no es más que un violento camorrista, piden que expulsen a los católicos…Salvo esas minorías radicales que persiguen sus ideas y sus intereses y, para lograrlos, son capaces de hacer arder el mundo, ¿qué quieren las personas como la familia del niño? ¿Matarse porque unos son diferentes a otros? ¿Lo son? Ellos comprenden que las diferencias son mínimas, pues son núcleos familiares con sus problemas cotidianos y con sus relaciones más o menos estables, que quieren una vida tranquila, segura, cómoda, en la que sencillamente puedan comer, disfrutar, dormir, soñar… y vivir sin miedo a salir de casa, a las balas, a las bombas, a transitar calles que ya parecen campos de batalla donde las barricadas, los tanques, los atentados y las represalias se convierten en parte de la cotidianidad de un pueblo dividido desde siglos atrás, mas no por una cuestión de creencias, sino por los intereses de dos minorías que, desde los tiempos de la Reforma, ha heredado el odio e insisten en contagiarlo a todos. Esa es la meta y la locura de los extremos, pues uno y otro viven y comparten los mismos lugares transitados por ese niño que de mayor quiere ser futbolista y en ese instante ya le apasiona el cine, pero en lugar de aceptar convivir, tal como sí hacen las personas, quieren verse realizados eliminando al contrario; lo cual no deja de ser el síntoma de una locura común: la intolerancia. Ningún enfrentamiento entre extremos ideológicos es de todos, aunque los radicales persiguen que todos se vean envueltos y afectados por su “cruzada”. No se trata del bien de unos y de otros, o que el bien de unos excluya al de otros, sino de algo más sencillo y a la vez complejo, pues en esa locura se juntan miedo, odio, ignorancia, violencia, intereses partidistas y el beneficio de quienes insisten en la lucha, esa que constantemente afecta la familia del niño, un núcleo que, como tantos, intenta permanecer al margen, pero otros mueven esos límites, acibarándoles, insistiendo, atentando, pues son incapaces de comprender que ninguna personas, indiferentemente, de su credo, su nacionalidad, su sexo, sus gustos, son muy diferentes los unos de los otros, ya que la meta de cualquier ser humano es vivir, aunque su final sea lo contrario, mas todos deseamos que nos alcance en un sueño apacible durante la vejez…

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Bergen-Belsen: Lo que se encontraron (2025)


Quienes nacimos sobre y después de 1945, crecimos en un mundo donde el horror ya se había materializado en formas que antes de la Segunda Guerra Mundial eran inimaginables para la humanidad, porque esta no tenía noticias de semejantes hechos y crímenes (ni tampoco la tecnología para llevarlos a cabo); aunque ya antes hubiese habido exterminios masivos. Entre otras aberraciones humanas, la humanidad anterior a este conflicto bélico de dimensiones impensables había sido testigo de la destrucción de civilizaciones, de la desaparición de pueblos, de la esclavitud, de la matanza de los judíos en la Viena del siglo XV o de bombardeos de ciudades y su población civil, pero no del lanzamiento de dos bombas atómicas sobre dos áreas urbanas pobladas ni la masacre diseñada hasta el último detalle (la Solución Final) y llevada a la práctica en campos de exterminio como Bikernau, en el complejo de Auschwitz, donde se calcula que fueron millones los muertos. Los supervivientes que relataron sus experiencias, recuerdan que, en cuanto llegaban al campo, se producía la primera selección entre las víctimas. Los SS les ordenaban hacer dos filas, una a la izquierda y otra a la derecha, y a ellas enviaban a quienes serían mano de obra esclava y quienes consideraban desde el primer momento prescindibles: niños, enfermos, intelectuales y ancianos. Así, según a cuál de ellas les enviara, agonizarían trabajado en condiciones infrahumanas hasta morir de hambre, cansancio, debilidad o enfermedad; o morirían de inmediato en las cámaras de gas, puesto que el uso de las balas era un sistema más lento y costoso —y era el que habían empleado con anterioridad al uso del Zyklon B—. Los servicios secretos aliados y los gobiernos de distintos países conocían la existencia de aquellos lugares de muerte en 1942, pero ¿qué podían hacer entonces? ¿Propagarlo sin pruebas a un mundo que lo ignoraba y que no querría creerlo, porque el aceptarlo era como aceptar parte de su propia monstruosidad? Cierto que había civiles que conocían algunos de los hechos por proximidad —la población que vivía cerca de los campos donde cada día se encendían los hornos y de las chimeneas salían humo y partículas de restos humanos—, que la BBC había hablado de ellos y que otros lo sospechaban, por ejemplo algunos emigrantes judíos que habían logrado escapar de Europa; mismamente el informe del teniente de la SS Kurt Gerstein, que hizo llegar a la resistencia holandesa en 1942, confirmaba la escalofriante dimensión del infierno de los campos. Pero ¿quién más podría pensar que la humanidad llegaría hasta ese extremo de crueldad y criminalidad? No los dos cámaras del ejército británico protagonistas de Bergen-Belsen: Lo que se encontraron (What They Found, 2025), el documental realizado por Sam Mendes sobre aquellos lugares de crimen y muerte. Lo desconocían; ni siquiera podían imaginar lo que se encontraron. Y no podían porque, hasta entonces, el mundo no había vivido o no había tenido noticia de ciudades totalmente arrasadas ni de un horror inimaginable antes del conflicto que marcó un antes y un después en la historia humana.

En 1945, se estableció la diferencia entre quienes somos y quienes creímos ser. Los nacidos antes de la Segunda Guerra Mundial conocían otros horrores, como los producidos en la Gran Guerra (1914-1918), en la revolución rusa (1917) y la guerra civil que le siguió, en la guerra chino-japonesa o en la guerra civil española, durante la cual se produjeron los primeros bombardeos masivos sobre poblaciones occidentales —en oriente, la cruenta invasión japonesa de China hacia sus propios estragos—. El más famoso de los bombardeos sufridos durante la guerra española fue Guernica, aunque no fue la primera población arrasada por las bombas. Sin embargo, aquellos “ensayos” nada tenían que ver con lo que se vería poco después en Londres, Berlín, Tokio, Dresde o, ya en la era atómica, la que se inicia el 6 de agosto de 1945, en Hiroshima y Nagasaki. Entre otros, aquellos dos cámaras británicos descubrieron el horror, lo filmaron y quedaron impresionados. Jamás podrían borrar aquella barbarie ni aquellos cuerpos sin vida o a punto de perderla. ¿Qué decir ante esas imágenes que filmaron para dejar constancia de la magnitud del crimen? ¿El mundo no se había dado cuenta de semejante posibilidad cuando en 1936 se producían marchas pronazis en Inglaterra y en otros lugares del globo? ¿Qué pensar después de haber perdido la inocencia, la confianza en el género humano, capaz de algo así? En diferentes lugares y medida, se ha repetido y es algo que podría volver a suceder, si es que no está sucediendo ya. De modo que Mendes recuerda aquel momento a través de las imágenes y de las voces de los sargentos Mike Lewis y Bill Lawrie, dos de los cámaras del ejército británico que se encontraron con el infierno de Bergen-Belsen, uno de los muchos lugares de muerte creados por los nazis. Allí, según apunta Mendes al final de su documental, perecieron de hambre, hacinamiento y enfermedad más de cincuenta y dos mil personas. Lugares como Bergen-Belsen, Dachau, Mauthausen o Auschwiz, también el Gulag soviético, los laogai chinos o los campos de los Jemeres Rojos en Camboya, son lugares de muerte y desesperanza, lugares que hacen preguntarse qué somos los humanos y de qué somos capaces…

martes, 18 de noviembre de 2025

El jurado (2003)


¿Pueden doce personas sin el menor conocimiento de las leyes juzgar a otras? Seguro. Lo dudoso es si su juicio resultará o no justo, e incluso si será ético, sobre todo si uno sospecha que se trata de un (auto)engaño el dar por hecho que doce personas harán justicia, cuando, en realidad, lo único que hacen es emitir un veredicto que sirve para que el juez dictamine la sentencia que, castigue o absuelva, siempre presume que la Ley y el sistema son democráticos, imparciales y justos. ¿Lo son? Para responder, habría que juzgarlos y nadie lo ha hecho en un tribunal donde doce dictaminasen su culpabilidad o su inocencia. En todo caso, ese sistema, que dice reconocer y defender la libertad de los individuos que lo forman, no pregunta a ninguno de los seleccionados si quieren o no formar parte de un juicio en el que tendrán que dictaminar la culpabilidad o la inocencia no de alguien, o de algo, sino de lo que se les dice en la sala. ¿Por qué obligarles a participar en algo que les supera, que les exige imparcialidad, capacidad crítica y unos conocimientos de los que la mayoría carece? ¿A los letrados les interesa que los posean? ¿Por la simpleza que les dice el juez interpretado por Bruce McGill: evitar que uno de los suyos juzgue y pueda condenar a cualquiera por el mero hecho de que le caiga mal? ¿Se refiere a los Roy Bean o a los jurados que, hasta no hace tanto, los componían doce hombres blancos? ¿Quieren ser más justos y democráticos? Entonces, ¿por qué no elegir al azar a cinco jueces o a doce en lugar de uno y que sean ellos quienes, tras escuchar lo que se dice en la sala, se reúnan en otra para deliberar? Aunque se profesionalizase el asunto, o precisamente por eso, ¿no conocerían mejor el código penal y las triquiñuelas de los abogados? A estos, ¿no les resultaría más difíciles de manejar y llevar a donde quieren? En todo caso, ¿qué persona, que siempre tendemos a vivir en el prejuicio, quiere formar parte de un jurado? ¿Quién está dispuesto y preparado para asumir la responsabilidad de juzgar a otros y, además, que le aparten de su cotidianidad, afirmando que se trata de su obligación como ciudadano? Acaso, ¿no hay quien se presentaría voluntario para una selección de jurado? Seguro que sí, como sucede con Herman Grimes (Gerry Bammen), el invidente que se presenta voluntario, o mismamente Nick Easter (John Cusack), que disimula sus ganas de pertenecer a esos doce que han de juzgar a la industria armamentística a la que el idealista Wendell Rohr (Dustin Hoffman), y los activistas contra las armas, acusan de ser la responsable de matanzas como la que abre El jurado (Runaway Jury, Gary Fleder, 2003), otro thriller ambientado en el sistema jurídico basado en una novela de John Grisham. Por lo tanto, ya se sabe que lo legal formará parte del escenario y del atrezo y que la historia derivará en un film de buenos y malos. En esta ocasión, se parte de la excusa de la denuncia a los magnates de las armas y de una idea a priori atractiva, la de filtrar dentro del jurado a un manipulador que, en apariencia, no pretende justicia sino dinero. Pero esta finalidad monetaria no quedaría bien en un héroe y en una heroína de Grisham, que suelen ser modelos heroicos de cartón piedra, revestidos de una capa superficial emocional que les haga simpáticos al público, en quienes su idea de justicia prevalece sobre la ley y la pasta; de modo que Nick y Marlee (Rachel Weisz) asumen tomársela por su mano…


Da que pensar esa selección del jurado que se produce tras la introducción que Gary Fleder expone para proponer la primera pieza de su juego, que no me interesa. Prefiero quedarme ahí y darle vueltas al asunto de la selección, la cual, en su tramo final, no es una cuestión de azar, sino que se encuentra en manos expertas. Se trata de una investigación a fondo de los candidatos, para saber de qué pie cojean y cuál es su psicología (e ideología); si les conviene o no. ¿Es legal semejante espionaje e invasión de la privacidad? La respuesta es obvia, pero poco importaría a los industriales que contratan a Rankin Fitch (Gene Hackman), un profesional (del espionaje y de la psicología de sus vigilados) amoral y efectivo que solo las grandes firmas pueden permitirse para que dirija la selección de un jurado que ya antes de iniciarse el juicio les garantice un resultado favorable. De ser esto así, todo el sistema legal seria un chiste, una pantomima en la que el jurado son los espectadores a los que los letrados han de convencer y manipular con su cháchara y la presentación de pruebas y testigos. Y, precisamente por ello, la sala se convierte en el escenario de una representación donde la verdad queda relegada a un plano secundario. Prevalece la apariencia y prima el impresionar a los doce en cuyas manos se encuentra el veredicto. ¿Es justo? ¿O es el lavado de manos de Pilatos, que deja la elección a la multitud para librarse de la responsabilidad y de enfrentarse a lo que la propia masa demanda sin saber muy bien por qué? La idea que me interesa de la película reside en esa elección interesada (manipulación a la hora de escoger) del jurado perfecto que puede asegurar el resultado que se desea, lo que vendría a decir que el juicio ni es justo ni vale para nada más que para lavar conciencias y exhibir que el sistema actúa imparcial, pero se trataría de una exhibición vacía y de una imparcialidad inexistente… Volvemos sobre la misma pregunta de siempre: ¿existe un sistema legal democrático e imparcial, justo, que no esté condicionado por un mundo mercantil donde todo se fundamenta y se reduce al dinero y al poder? La industria armamentística tiene dólares de sobra para contratar a su profesional y a los mejores abogados, dispuestos a defender los intereses de esos empresarios que se lucran con la producción y venta de armas, cuya tenencia recoge la constitución (la Segunda Enmienda) como legal, como un derecho para sus ciudadanos. Pero una cuestión es lo legal establecido en un código elaborado por unos pocos, habría que preguntarles por qué y para qué lo dictaminaron así, pero esa entrevista ya es algo imposible; y otra distinta lo moral, lo justo, lo democrático…