domingo, 23 de noviembre de 2025

Soledades. Estética del retiro


<<La inmensa mayoría escribe porque busca fama y dinero, por distracción, porque meramente tienen facilidad, porque no resisten la vanidad de ver su nombre en letras de molde. Quedan entonces los pocos que cuentan: aquellos que sienten la necesidad oscura pero obsesiva de testimoniar su drama, su desdicha, su soledad.>> Estas palabras que Ernesto Sabato escribió en El escritor y sus fantasmas (1) valen para todas las artes, puesto que en ellas nos encontramos creadores a contramano, fuera del orden e incluso contra el orden, que sienten esa necesidad aludida por el escritor argentino.


En sentido literal, la soledad no puede verse, ni escucharse, tampoco olerse ni tocarse, ni saborearse, pero puede sentirse y, cuando esto sucede, la contradicción continua y cae, como mínimo, en la ambigüedad y en la posibilidad de conocerse y descubrir el mundo del que uno se ha distanciado. Por otra parte, no deja de ser cierta la doble contradicción “se puede estar solo en multitud y acompañado en soledad”, mas también resulta contradictorio (en apariencia, al menos) escribir un libro entre dos y titularlo Soledades. Estética del retiro, tal como hacen Miguel Copón y Alberto Ruiz de Samaniego en su búsqueda de <<reconocer la soledad y el retiro en sus diferentes manifestaciones>> artísticas y <<distinguir sus formas>>. (2)


La soledad es íntima, cada individuo que la conoce, la siente diferente; la piensa y la vive distinta, desde sus particularidades, de ahí que, por ejemplo, la soledad en Cervantes deparase El Quijote y en Casanova, sus memorias, recuerdos de una vida de desenfreno y de búsqueda de placer que, en su vejez, cuando se encuentra en soledad, ya le queda lejos. Pero es en ella, en el seno de la soledad, donde los artistas, expulsados del mundo o apartados por voluntad propia de su entorno social, crean la obra de arte; aunque no en todas se descubre una estética del retiro, una intención artística en la que se reconozca la soledad.


Decía María Zambrano en Pensamiento y poesía en la vida española que <<ninguna vida, por individual que sea, deja de estar engarzada con la cultura de qué forma parte; ninguna vida por anónima que sea, deja de formar parte de la historia, de ser sostén de ella y de padecer sus consecuencias.>> (3) Por tanto, tampoco el artista lo logra; aunque los hay que sienten la imperante necesidad de aislarse de su época, sea para comprenderla, para dejar de sufrirla, para reafirmarse frente a ella y expresarse a contracorriente, puesto que la expresión lograda (sea literaria, musical, pictórica, cinematográfica) es reflejo de su sentir, tal vez su deseo de alcanzar la universalidad e inmortalidad que solo la obra de arte puede concederle. No hay posibilidad de crear arte en fiestas y entre multitudes, ni en mundos que adormecen o borran la identidad, las inquietudes, las emociones... El artista, antes de creador, es una persona que encuentra en su aislamiento el espacio para recuperarse de sus heridas o ahogarse en ellas, para conocerse y darse a conocer, incluso para alejarse y protegerse de un mundo que le ha hecho daño, que no le gusta ni le llena, o que le ha generado la crisis que le desconecta del exterior. De modo que la soledad se abre a una distancia del mundanal ruido y a un acercamiento a la interioridad acallada y desconocida hasta entonces; tal vez sospechada y hacia la que suele empujar esa sensación de no pertenencia al orden que se impone, sensación común y a la par diferente, según cada creador. Hablo de sentirse desubicado en una sociedad en la que el artista, también quien despierta al sinsentido y, de un tiempo a esta parte, a la deshumanización, no se encuentra; tal como le sucede al protagonista de la novela de Bohumil Hrabal Una soledad demasiado ruidosa.


En Soledades. Estética del retiro se trata de buscar y expresar las soledades que, de algún modo, se desvelan en las formas de las obras de diversos autores que, retirados de la sociedad, tal como Montaigne, Rilke, Hölderlin, Emily Dickinson, Tarkovski, Nietzsche o Glenn Gould —la fotografía del pianista, obra de Jock Carroll, es la portada del libro—, encontraron o crearon un espacio suyo, diría que uno ideal para sentir a flor de piel, para contemplar, en todo caso para construir su pensamiento y su obra, uno donde la creatividad fluya e incluso desborde, lo cual no dudo ni por un instante que suceda en los autores que, viviéndola al límite y haciéndola parte fundamental de su pensamiento, sirven a Copón y Ruíz de Samaniego de ejemplos para su ensayo; lo afirmo no por haber leído el libro, sino porque no conozco otro modo más íntimo, sincero, incluso doloroso y libre, entendiendo que la libertad nunca es absoluta, tal vez solo sea un espejismo que aumenta sus límites en ese retiro donde el artista se construye y se destruye constantemente.


 Quienes no han vivido una soledad así, quienes solo la han sentido de pasada, quizá no se planteen las distintas cuestiones que obligan al solitario a encerrarse en su ciudadela y allí, en su exilio, pensarse en su doble relación (consigo y con la cultura de la que, formando parte, intenta distanciarse) y encontrar las formas precisas para expresar su estado anímico, sus sentimientos o una reflexión de manera artística que le proporcione la sensación de desahogo o de plenitud que de otro modo no alcanzaría. A veces o casi siempre no le queda otra que apartarse de un entorno que no comprende y que no le comprende, un entorno que lo sitúa y en el que uno mismo se posiciona al margen. No hay artista sin pausa ni quietud, pues se detiene en contemplación incluso en el tedio o en la convalecencia; ni artista que, consciente o inconscientemente, no busque o no caiga en la soledad, al tiempo liberación y condena, que se abre al abismo del cual no vislumbra el fondo. Pero, antes del golpe final, el que pueda destruirlo, descubre que hay luminosidad y poder creativo, tal vez curativo. Respecto a esto me llamaron la atención estas palabras de Valle-Inclán<<Cuando en mí se removieron las larvas del desaliento, y casi me envenenó una desesperación mezquina, supe castigarme como pudiera hacerlo un santo monje tentado del Demonio. Salí triunfante del antro de las víboras y de los leones. Amé la soledad y, como los pájaros, canté solo para mí. El antiguo dolor de que ninguno me escuchaba se hizo contento. Pensé que estando solo podía ser mi voz más armoniosa, y fui a un tiempo árbol antiguo, y rama verde, y pájaro cantor.>> (4) La propia soledad ya le incita a comunicarse consigo mismo, a buscarse y, desde lo que encuentra y siente, quizá dolor, abatimiento, esperanza, desesperación, decepción, amor, la certeza de su mortalidad o, simplemente, la huida hacia sí mismo en pos de las formas y de su universo creativo y expresivo, dar rienda a la abstracción, al vuelo de la imaginación y crear la obra que le comunicará con los demás. Nada de eso resulta acorde a los grupos, más propensos al bullicio y a la acción.


La obra artística nace de individualidades que deciden o se ven obligados a apartarse, artistas que han pasado a la historia por sus creaciones y sus retiros, incluso algunos forzosos, debido a momentos de locura o de aflicción, de necesidad de cura, para poder escucharse y poder ver desde la distancia y el acercamiento. Somos contradictorios, pero sin esta característica, ¿no seríamos lineales? ¿Y que podría crearse en linealidad, más que líneas rectas? Pero ¿y las líneas curvas, los giros copernicanos y los saltos al vacío? ¿Podrían darse las rupturas que permiten la evolución artística y humana? Quizá todo genio tenga tanto de enajenado como de lúcido, sino ¿cómo lanzarse de lleno a la soledad donde edificará un universo propio de formas, de pensamientos y emociones, de demonios y fantasmas, de recuerdos y sueños, de espacios vivos que no pueden construirse en multitud, pero que se convierten en universales? Todos ellos, construyeron en soledad y retiro, que pueden ser físicos, mas también un estado emocional perfecto para crear formas, evocar paraísos perdidos, sufrir y sufrirse, amar sin límites lo idealizado. Allí, embargado por las ideas y las imágenes, sin más interferencias que el propio pensamiento, el artista edifica su mundo y lo llena de reflejos, de ideas, de formas, de musas, de ritmo, de una estética propia que nace acorde a cada aislamiento, en contradicción y conflicto, en su esencia más pura. Esto no quiere decir que no pueda crearse una obra en compañía, los autores de Soledades. Estética del retiro lo han demostrado al establecer un diálogo entre ellos y con los autores que asoman por las páginas de su libro. Y precisamente por ello, comprendo que una obra como Soledades, que no son las de Góngora, no es un estudio al uso ni una guía ni un catálogo de arte; es otra historia, una que no obedece a más diálogo que con uno mismo, en este caso con dos, y con el objeto o motivo de búsqueda, de estudio, de creación, de comunicación. En ese sentido se trata de un libro vivo, que nunca estará completo, nunca dejará de construirse ni de dialogarse, pues habla en cierto modo de la evolución humana a través de la obra de arte, apuntando hacia una construcción que supera la del individuo y su tiempo, puesto que engloba a la humanidad entera, aunque solo en soledad pueda construirse una obra de arte en todo su esplendor emocional, obsesivo, conflictivo. Lo que me lleva a pensar que tanto la historia del individuo que la crea como la del Arte, no pueden darse aisladas, pues son la suma de contables e incontables, de vasos comunicantes, de espíritus que se reconocen y se comunican e influyen a través del tiempo; en el caso del Arte son las creaciones que cada artista ideó en su aislamiento y que ahí cobraron las formas artísticas que nos han llegado, las que nos emocionan, las amamos o las odiamos, nos gustan o disgustan, las que nos expulsan de la apatía e indiferencia en las que caen muchas de nuestras cotidianidades…


(1) Ernesto Sabato: El escritor y sus fantasmas. Austral, Barcelona, 2021.


(2) Miguel Copón y Alberto Ruiz de Samaniego: Soledades. Estética del retiro. Ediciones Cátedra, Madrid, 2025.


(3) María Zambrano: Pensamiento y poesía en la vida española. Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 2004.


(4) Ramón del Valle-Inclán: La lámpara maravillosa. Austral, Barcelona, 2011.

sábado, 22 de noviembre de 2025

Nuccio Ordine y sus clásicos


Entre lluvias y claros, he salido de paseo con una idea acerca de Nuccio Ordine y, aunque ya me pilla tarde, pues soy mi propio guía por la exuberante selva literaria, me digo que me parece un intento plausible este suyo en Clásicos para la vida de acercar al gran público títulos y autores tantas veces hablados; desconocidos para algunos y conocidos para cualquiera que haya leído más allá de los últimos súper ventas comercializados. Cae en títulos y autores que, como Shakespeare, Cervantes, Montaigne, Flaubert, Balzac, Homero, Zweig, Rabelais, Dickens, Rilke o Ariosto —el único autor al que dedica dos de los cincuenta capítulos que dan forman a su selección—, se repiten a lo largo de las generaciones porque precisamente son clásicos. No se trata de novedades comerciales ni de modas —no voy a decir pasajeras, puesto que la propia definición del término ya afirma que todas lo son— que se imponen a través de la publicidad y de las redes sociales. Están ahí y ahí seguirán mientras exista la literatura y sepamos leer, que ya es algo más que creer saber leer o presumir de hacerlo e incluso de no hacerlo. Esto último da para pensar si estamos tontos y vamos camino de crear el mayor estado de tontería hasta la fecha (y eso que los humanos en tontería tenemos práctica milenaria y del tema sabemos un rato largo), donde el más tonto suele ser puesto en un pedestal por lumbreras casi a su altura. En esto nos estamos superando, tal vez sea nuestra evolución o nuestro sentido del humor, que hoy se decanta por el chiste fácil y prescinde de la ironía (o la confunde con el uso constante de memes), de la que supongo alguien ya habrá dicho que es una de las joyas de nuestra escasa, pero muy presumida inteligencia. En todo caso, la lectura es un ejercicio saludable, no cuando se hace como pose o imposición, sino por decisión y gusto personal. Entonces, se le concede su tiempo, su intimidad; se dialoga con las líneas que otros nos legaron buscando para ellos respuestas a preguntas que también nosotros nos hacemos. Tal vez persiguiesen su inmortalidad, su atemporalidad, que es la que llega hasta nosotros y la que Ordine recoge en su libro, el cual no surge como una intención literaria, sino docente, puesto que él es un “maestro” —y un alumno de los clásicos— más que un escritor. Lógicamente, dicha intención nace anterior a la recopilación de textos, como el propio escritor explica al inicio. El autor y profesor italiano indica en el prólogo que todo comenzó de su intención docente, la de compartir con sus alumnos breves fragmentos de libros que han contribuido en el desarrollo de la cultura humana. Se trataba de compartir y comentar, no solo con la finalidad de darlos a conocer, sino también la de invitar a su lectura. Claro que también servían para que Ordine realizase sus comentarios, que posteriormente llevaría a la prensa escrita en el semanario Sette, publicación del popular diario Corriere della Sera



<<Si no salvamos los clásicos y la escuela, los clásicos y la escuela no podrán salvarnos>>, de este modo titula Ordine la introducción de Clásicos para la vida, una selección de breves fragmentos que el autor justifica y explica en las primeras páginas de este breve y selectivo volumen, que, como toda selección, se deja fuera muchos textos que bien podrían estar ahí, tanto por su importancia literaria como humanista e histórica. Pero es su selección —no la mía o la vuestra—, responde a sus intenciones y a sus gustos, también a sus conocimientos y, probablemente, al momento en el que los eligió por este o aquel motivo. Ordine cuenta que todo se inició persiguiendo una ilusión: mostrar los clásicos y lograr despertar el interés de sus alumnos. Su intención era animar a sus alumnos a la lectura de esos libros comentados en horarios fuera de clase, en reuniones a las que también acudían otros jóvenes ajenos a los cursos que impartía; puede que lo consiguiera, era un espacio proclive al diálogo y al intercambio. Allí proponía una lectura y luego la debatían; más bien, sospecho, la explicaba ofreciendo su perspectiva humanista; pues Ordine sigue la línea de los Bruno, Erasmo, Ariosto, Montaigne, Montesquieu y tantos otros que le precedieron y admiraba. Pero dudo que los artículos en el semanal y el libro Clásicos para la vida logren que alguien lea los clásicos. Primero, porque sus lectores ya los habrán leído; si no todos, muchos de los aludidos. Y segundo, porque lo que expone no logra convencer ni seducir, sino que desarrolla afirmaciones propias —ya leídas o escuchadas a otros—, las que quiere decir, tal vez imponer, independientemente de que estemos o no de acuerdo. No existe diálogo, que es lo que se le supone a la lectura de los clásicos, solo un desarrollo por su parte que, aunque busque que leamos a los autores, pretende (tal vez inconscientemente) que aceptemos sus conclusiones. Pero, a pesar de esta impresión, me queda la lectura de un escritor sincero que, enamorado de los clásicos y de una idea de la docencia que cree mentes autónomas, críticas, libres y tolerantes, ya desde el inicio advierte que <<una antología no tendrá nunca fuerza suficiente para desencadenar las profundas metamorfosis que solo puede producir la lectura completa de la obra.>> No podría estar más de acuerdo, salvo cuando dice que <<en rigor, contentarse con el mero fragmento es una derrota evidente.>>

El secreto de los hermanos Grimm (2005)


Dudo que alguien que conociese mínimamente la filmografía de Terry Gilliam pensase por un instante que el cineasta responsable de Brazil (1984) iba a realizar una película biográfica sobre los hermanos Grimm, cuya fama se debe sobre todo a la recopilación de cuentos populares infantiles, más que su trabajo de lingüistas que deparó su Diccionario alemán. Sería algo impensable, más fantasioso que una película del propio Gilliam, por lo que no sorprende que se decantase por tomar los nombres y algunos cuentos de los personajes y adentrarlos en la fantasía de los relatos que recopilaron, donde, partiendo de un guion de Ehren Kruger —que presumo, puesto que no lo he leído, más cercano al infantilismo de Hollywood que al sentido del humor y de ensoñación de Gilliam—, enfrenta en clave paródica (no muy lograda) la racional de Wilhelm (Matt Damon) y la ilusa de Jacob (Heath Ledger). Dicho de otro modo, Gilliam sitúa en un mismo espacio el duelo entre realidad y fantasía que también puede observarse en El rey pescador (The Fisher King, 1991) o en El hombre que mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote, 2018), ofreciendo la cara risible de sus héroes: dos timadores que, como Cagliostro o Giacomo Casanova, aunque sin la osadía y carnalidad de este, se ganan la vida aprovechándose de la ignorancia de sus víctimas, a las que engañan haciéndoles creer en brujería y demonios de los que les libran a cambio de unas monedas. Pero los hermanos caen en manos de la ley y, para salvarse, aceptan un trato que conlleva el perdón, a cambio de descubrir a los secuestradores de niñas como Capetucita, Gretel o las hermanas de Angelika (Lena Headey), la aguerrida guía que acompaña a Will y a Jake por el bosque encantado donde las niñas desaparecieron y donde la leyenda habla de una reina maldita (Monica Bellucci). Mas con mucho a su favor, al menos a priori, El secreto de los hermanos Grimm (The Brothers Grimm, 2005) no es una película que satisfaga la curiosidad ni la exigencia de quien conoce el cine de Gilliam, pues carece de su locura fantasiosa para ser atractiva, cómica y alucinada. La primera impresión apunta que puede serlo, algo así como que tiene el estilo, la forma y la intención, pero, a los pocos minutos, se descubre la ausencia de la subversión, de la ensoñación (alucinación, fuga de la realidad y del orden que en ella se impone) y de la sed de libertad que guía o empuja a sus mejores personajes, los cuales, para quien esto escribe, continúan siendo los héroes del tiempo, los oficinistas que se rebelan en la introducción de El sentido de la vida (The Meaning of Life, Terry Jones, 1983), el soñador de Brazil, el barón Münchausen, el rey pescador y el viajero temporal de Doce monos (Twelve Monkeys, 1995), quien, quizá, más que soñador sea un desorientado… Pero ¿qué viajero soñador no lo es? ¿Y que buenos personajes de Gilliam no son ambos?

viernes, 21 de noviembre de 2025

Carmen Martín Gaite: Entre visillos


Con su primer libro, El balneario, que recoge varios relatos, Carmen Martín Gaite ganaba el Premio Café Gijón y, sobre todo, iniciaba con brillantez una carrera literaria prometedora que se confirmó espléndida hacia finales de la década de 1950, cuando se convirtió en una de las narradoras más importantes de la generación de escritores españoles que debutaron en los años cincuenta del pasado siglo. Por otra parte, esta escritora salmantina se unía a voces como la de Carmen Laforet, quien una década antes había sorprendido con su introspectiva (y recuerdo claustrofóbica y sombría) Nada, y Ana María Matute, cuya primera novela, la realista Los Abel, se había publicado en 1948. Las suyas eran voces literarias que creaban y daban visibilidad a una literatura hecha por mujeres, que aportaba una perspectiva diferente, más íntima y cercana, digamos que de primera mano, de la situación femenina en aquella España de posguerra y de mitad del siglo XX. Aparte, se da la casualidad que las tres autoras fueron premiadas con el Nadal: Laforet en la primera edición del Premio, celebrada en 1945, Matute sería galardonada por Primera memoria en 1959 y Martín Gaite lo recibió un año antes, en 1958, por Entre visillos. Escrita entre 1955 y 1957, era su primera novela larga, la que la situó definitivamente entre los grandes nombres españoles de la “Generación de los 50”, en la que destacaban Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos o su marido, el también escritor Rafael Sánchez Ferlosio. En 1955, el mismo año en el que ella iniciaba la escritura de Entre visillos, Ferlosio publicó El Jarama, título clave de la novela neorrealista española —si pienso que la realista ya la habían bordado Perez Galdós, Pardo Bazán, Leopoldo Alas “Clarín”, entre otros autores de finales del XIX— que surgió en aquella época influenciada, entre otras cuestiones, por el cine y la novela italiana de posguerra, y apurada por la necesidad de esos jóvenes escritores de mostrar su entorno desde una literatura que desvelase realidades cotidianas que se vivían en España. A ese periodo de resurgir realista pertenecen Gran Sol o Los bravos, también Entre visillos, que la escritora ambienta en una ciudad de provincias (su Salamanca natal)…

En ella, sitúa a sus personajes. La mayoría de los principales son femeninos, salvo Pablo Klein, que asume la narración en primera persona en varios capítulos de la novela. El resto los narran una narradora omnisciente y Natalia (en dos capítulos, a partir del diario que escribe), la hermana menor de Julia y Mercedes. La trama se centra en la situación de las jóvenes protagonistas de un relato coral en el que queda dibujado el ambiente urbano, la moral burguesa y la situación de esas jóvenes mujeres en la veintena que viven condicionadas por el orden social establecido, el cual difiere del que pueda vivirse en Madrid, cuyo elevado número de habitantes conlleva el anonimato que protege y libera, como parece demostrar el comportamiento de Marisol, la chica madrileña que llega a Salamanca para pasar los días de fiesta que, sobre todo, la autora muestra en el Casino, el centro neurálgico de esa juventud salmantina de clase media-alta… Pero, más que nada, gracias a los pensamientos y recuerdo de Pablo y Natalia, la ciudad y la sociedad de Entre visillos se desvelan como parte de la prisión para quienes despiertan a una idea diferente de la establecida, de lo que se espera; y en eso, Natalia, una brillante estudiante de último curso de bachillerato quizá pueda ser la excepción, apunta a ello. Visto así, es la evolución y la revolución de una generación que en ella busca algo más que lo aceptado por su amiga Gertru: el matrimonio, que parece ser el principio y fin de esa sociedad burguesa sostenía sobre re el qué dirán y el la mujer en casa, como madre y esposa, incluso como nuera. Eso lo es para Natalia, tampoco lo sería para Elvira, pero quizá esta camine hacia su derrota. Mientras, el resto de jóvenes se muestran dóciles, incluso peores que los hombres, como seria el caso de Mercedes, opuesta a Natalia, que sería algo así como la evolución y la esperanza para asumir una existencia distinta, fuera de los visillos, fuera del hogar, a la luz, lejos de la sombra y de la frialdad a la que muchas de ellas están condenadas sin ser conscientes, pues lo han aceptado y así perpetúan el encierro entre cuatro paredes…

jueves, 20 de noviembre de 2025

Belfast (2021)


El blanco y negro forman el bicolor de los recuerdos, después quien quiera que los coloree a gusto, pero esa mezcla blanquinegra que depara tonos grises de luces y sombras viene perfecta para evocar y reconstruir las imágenes que recrea la memoria, pues, cada vez que se evocan, se construyen adaptándolas a las personas que somos hoy, adquiriendo de forma inconsciente un tono de fantasía. Nuestro cerebro no retiene el pasado ni la realidad pretérita, sino que la altera, la enriquece o la empobrece, la destruye y reconstruye cada vez que piensa que la recupera. A veces, somos más sinceros al hacerlo; otras, caemos en la fantasía de querer ser distintos a como lo fuimos e imaginamos algo que no fue. En todo caso, recordar conlleva una parte creativa, y en esa creatividad innata, inconsciente y natural, todos somos artistas. En Belfast (2021), Kenneth Branagh recuerda y realiza una reconstrucción cinematográfica de su familia, de su calle, de su ciudad natal, cuando tiene nueve años, pero también vuelve su mirada sobre su yo de entonces en relación con la inestable situación a la que despierta: el enfrentamiento que amenaza la paz y la convivencia en un espacio humano dividido en radicales y en personas comunes que solo desean vivir tranquilas, en paz, en la seguridad que en ese Belfast de 1969 ha desaparecido de las calles. Pero el conflicto, que no es religioso, aunque así lo asuma el padre de Buddy, el niño protagonista, y tantos más, sino heredado de cuestiones políticas pretéritas, depara un enfrentamiento entre unionistas (protestantes) y separatistas (católicos) que no parece tener fin y que indudablemente afecta a unos y a otros, incluso a los niños y niñas que, indiferentes a cuestiones políticas, religiosas o caprichosas de adultos que solo saben odiar porque achacan los males de sus vidas a otros, juegan y crecen en esas calles en las que los unionistas como Billy Clanton, que no es más que un violento camorrista, piden que expulsen a los católicos…Salvo esas minorías radicales que persiguen sus ideas y sus intereses y, para lograrlos, son capaces de hacer arder el mundo, ¿qué quieren las personas como la familia del niño? ¿Matarse porque unos son diferentes a otros? ¿Lo son? Ellos comprenden que las diferencias son mínimas, pues son núcleos familiares con sus problemas cotidianos y con sus relaciones más o menos estables, que quieren una vida tranquila, segura, cómoda, en la que sencillamente puedan comer, disfrutar, dormir, soñar… y vivir sin miedo a salir de casa, a las balas, a las bombas, a transitar calles que ya parecen campos de batalla donde las barricadas, los tanques, los atentados y las represalias se convierten en parte de la cotidianidad de un pueblo dividido desde siglos atrás, mas no por una cuestión de creencias, sino por los intereses de dos minorías que, desde los tiempos de la Reforma, ha heredado el odio e insisten en contagiarlo a todos. Esa es la meta y la locura de los extremos, pues uno y otro viven y comparten los mismos lugares transitados por ese niño que de mayor quiere ser futbolista y en ese instante ya le apasiona el cine, pero en lugar de aceptar convivir, tal como sí hacen las personas, quieren verse realizados eliminando al contrario; lo cual no deja de ser el síntoma de una locura común: la intolerancia. Ningún enfrentamiento entre extremos ideológicos es de todos, aunque los radicales persiguen que todos se vean envueltos y afectados por su “cruzada”. No se trata del bien de unos y de otros, o que el bien de unos excluya al de otros, sino de algo más sencillo y a la vez complejo, pues en esa locura se juntan miedo, odio, ignorancia, violencia, intereses partidistas y el beneficio de quienes insisten en la lucha, esa que constantemente afecta la familia del niño, un núcleo que, como tantos, intenta permanecer al margen, pero otros mueven esos límites, acibarándoles, insistiendo, atentando, pues son incapaces de comprender que ninguna personas, indiferentemente, de su credo, su nacionalidad, su sexo, sus gustos, son muy diferentes los unos de los otros, ya que la meta de cualquier ser humano es vivir, aunque su final sea lo contrario, mas todos deseamos que nos alcance en un sueño apacible durante la vejez…

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Bergen-Belsen: Lo que se encontraron (2025)


Quienes nacimos sobre y después de 1945, crecimos en un mundo donde el horror ya se había materializado en formas que antes de la Segunda Guerra Mundial eran inimaginables para la humanidad, porque esta no tenía noticias de semejantes hechos y crímenes (ni tampoco la tecnología para llevarlos a cabo); aunque ya antes hubiese habido exterminios masivos. Entre otras aberraciones humanas, la humanidad anterior a este conflicto bélico de dimensiones impensables había sido testigo de la destrucción de civilizaciones, de la desaparición de pueblos, de la esclavitud, de la matanza de los judíos en la Viena del siglo XV o de bombardeos de ciudades y su población civil, pero no del lanzamiento de dos bombas atómicas sobre dos áreas urbanas pobladas ni la masacre diseñada hasta el último detalle (la Solución Final) y llevada a la práctica en campos de exterminio como Bikernau, en el complejo de Auschwitz, donde se calcula que fueron millones los muertos. Los supervivientes que relataron sus experiencias, recuerdan que, en cuanto llegaban al campo, se producía la primera selección entre las víctimas. Los SS les ordenaban hacer dos filas, una a la izquierda y otra a la derecha, y a ellas enviaban a quienes serían mano de obra esclava y quienes consideraban desde el primer momento prescindibles: niños, enfermos, intelectuales y ancianos. Así, según a cuál de ellas les enviara, agonizarían trabajado en condiciones infrahumanas hasta morir de hambre, cansancio, debilidad o enfermedad; o morirían de inmediato en las cámaras de gas, puesto que el uso de las balas era un sistema más lento y costoso —y era el que habían empleado con anterioridad al uso del Zyklon B—. Los servicios secretos aliados y los gobiernos de distintos países conocían la existencia de aquellos lugares de muerte en 1942, pero ¿qué podían hacer entonces? ¿Propagarlo sin pruebas a un mundo que lo ignoraba y que no querría creerlo, porque el aceptarlo era como aceptar parte de su propia monstruosidad? Cierto que había civiles que conocían algunos de los hechos por proximidad —la población que vivía cerca de los campos donde cada día se encendían los hornos y de las chimeneas salían humo y partículas de restos humanos—, que la BBC había hablado de ellos y que otros lo sospechaban, por ejemplo algunos emigrantes judíos que habían logrado escapar de Europa; mismamente el informe del teniente de la SS Kurt Gerstein, que hizo llegar a la resistencia holandesa en 1942, confirmaba la escalofriante dimensión del infierno de los campos. Pero ¿quién más podría pensar que la humanidad llegaría hasta ese extremo de crueldad y criminalidad? No los dos cámaras del ejército británico protagonistas de Bergen-Belsen: Lo que se encontraron (What They Found, 2025), el documental realizado por Sam Mendes sobre aquellos lugares de crimen y muerte. Lo desconocían; ni siquiera podían imaginar lo que se encontraron. Y no podían porque, hasta entonces, el mundo no había vivido o no había tenido noticia de ciudades totalmente arrasadas ni de un horror inimaginable antes del conflicto que marcó un antes y un después en la historia humana.

En 1945, se estableció la diferencia entre quienes somos y quienes creímos ser. Los nacidos antes de la Segunda Guerra Mundial conocían otros horrores, como los producidos en la Gran Guerra (1914-1918), en la revolución rusa (1917) y la guerra civil que le siguió, en la guerra chino-japonesa o en la guerra civil española, durante la cual se produjeron los primeros bombardeos masivos sobre poblaciones occidentales —en oriente, la cruenta invasión japonesa de China hacia sus propios estragos—. El más famoso de los bombardeos sufridos durante la guerra española fue Guernica, aunque no fue la primera población arrasada por las bombas. Sin embargo, aquellos “ensayos” nada tenían que ver con lo que se vería poco después en Londres, Berlín, Tokio, Dresde o, ya en la era atómica, la que se inicia el 6 de agosto de 1945, en Hiroshima y Nagasaki. Entre otros, aquellos dos cámaras británicos descubrieron el horror, lo filmaron y quedaron impresionados. Jamás podrían borrar aquella barbarie ni aquellos cuerpos sin vida o a punto de perderla. ¿Qué decir ante esas imágenes que filmaron para dejar constancia de la magnitud del crimen? ¿El mundo no se había dado cuenta de semejante posibilidad cuando en 1936 se producían marchas pronazis en Inglaterra y en otros lugares del globo? ¿Qué pensar después de haber perdido la inocencia, la confianza en el género humano, capaz de algo así? En diferentes lugares y medida, se ha repetido y es algo que podría volver a suceder, si es que no está sucediendo ya. De modo que Mendes recuerda aquel momento a través de las imágenes y de las voces de los sargentos Mike Lewis y Bill Lawrie, dos de los cámaras del ejército británico que se encontraron con el infierno de Bergen-Belsen, uno de los muchos lugares de muerte creados por los nazis. Allí, según apunta Mendes al final de su documental, perecieron de hambre, hacinamiento y enfermedad más de cincuenta y dos mil personas. Lugares como Bergen-Belsen, Dachau, Mauthausen o Auschwiz, también el Gulag soviético, los laogai chinos o los campos de los Jemeres Rojos en Camboya, son lugares de muerte y desesperanza, lugares que hacen preguntarse qué somos los humanos y de qué somos capaces…

martes, 18 de noviembre de 2025

El jurado (2003)


¿Pueden doce personas sin el menor conocimiento de las leyes juzgar a otras? Seguro. Lo dudoso es si su juicio resultará o no justo, e incluso si será ético, sobre todo si uno sospecha que se trata de un (auto)engaño el dar por hecho que doce personas harán justicia, cuando, en realidad, lo único que hacen es emitir un veredicto que sirve para que el juez dictamine la sentencia que, castigue o absuelva, siempre presume que la Ley y el sistema son democráticos, imparciales y justos. ¿Lo son? Para responder, habría que juzgarlos y nadie lo ha hecho en un tribunal donde doce dictaminasen su culpabilidad o su inocencia. En todo caso, ese sistema, que dice reconocer y defender la libertad de los individuos que lo forman, no pregunta a ninguno de los seleccionados si quieren o no formar parte de un juicio en el que tendrán que dictaminar la culpabilidad o la inocencia no de alguien, o de algo, sino de lo que se les dice en la sala. ¿Por qué obligarles a participar en algo que les supera, que les exige imparcialidad, capacidad crítica y unos conocimientos de los que la mayoría carece? ¿A los letrados les interesa que los posean? ¿Por la simpleza que les dice el juez interpretado por Bruce McGill: evitar que uno de los suyos juzgue y pueda condenar a cualquiera por el mero hecho de que le caiga mal? ¿Se refiere a los Roy Bean o a los jurados que, hasta no hace tanto, los componían doce hombres blancos? ¿Quieren ser más justos y democráticos? Entonces, ¿por qué no elegir al azar a cinco jueces o a doce en lugar de uno y que sean ellos quienes, tras escuchar lo que se dice en la sala, se reúnan en otra para deliberar? Aunque se profesionalizase el asunto, o precisamente por eso, ¿no conocerían mejor el código penal y las triquiñuelas de los abogados? A estos, ¿no les resultaría más difíciles de manejar y llevar a donde quieren? En todo caso, ¿qué persona, que siempre tendemos a vivir en el prejuicio, quiere formar parte de un jurado? ¿Quién está dispuesto y preparado para asumir la responsabilidad de juzgar a otros y, además, que le aparten de su cotidianidad, afirmando que se trata de su obligación como ciudadano? Acaso, ¿no hay quien se presentaría voluntario para una selección de jurado? Seguro que sí, como sucede con Herman Grimes (Gerry Bammen), el invidente que se presenta voluntario, o mismamente Nick Easter (John Cusack), que disimula sus ganas de pertenecer a esos doce que han de juzgar a la industria armamentística a la que el idealista Wendell Rohr (Dustin Hoffman), y los activistas contra las armas, acusan de ser la responsable de matanzas como la que abre El jurado (Runaway Jury, Gary Fleder, 2003), otro thriller ambientado en el sistema jurídico basado en una novela de John Grisham. Por lo tanto, ya se sabe que lo legal formará parte del escenario y del atrezo y que la historia derivará en un film de buenos y malos. En esta ocasión, se parte de la excusa de la denuncia a los magnates de las armas y de una idea a priori atractiva, la de filtrar dentro del jurado a un manipulador que, en apariencia, no pretende justicia sino dinero. Pero esta finalidad monetaria no quedaría bien en un héroe y en una heroína de Grisham, que suelen ser modelos heroicos de cartón piedra, revestidos de una capa superficial emocional que les haga simpáticos al público, en quienes su idea de justicia prevalece sobre la ley y la pasta; de modo que Nick y Marlee (Rachel Weisz) asumen tomársela por su mano…


Da que pensar esa selección del jurado que se produce tras la introducción que Gary Fleder expone para proponer la primera pieza de su juego, que no me interesa. Prefiero quedarme ahí y darle vueltas al asunto de la selección, la cual, en su tramo final, no es una cuestión de azar, sino que se encuentra en manos expertas. Se trata de una investigación a fondo de los candidatos, para saber de qué pie cojean y cuál es su psicología (e ideología); si les conviene o no. ¿Es legal semejante espionaje e invasión de la privacidad? La respuesta es obvia, pero poco importaría a los industriales que contratan a Rankin Fitch (Gene Hackman), un profesional (del espionaje y de la psicología de sus vigilados) amoral y efectivo que solo las grandes firmas pueden permitirse para que dirija la selección de un jurado que ya antes de iniciarse el juicio les garantice un resultado favorable. De ser esto así, todo el sistema legal seria un chiste, una pantomima en la que el jurado son los espectadores a los que los letrados han de convencer y manipular con su cháchara y la presentación de pruebas y testigos. Y, precisamente por ello, la sala se convierte en el escenario de una representación donde la verdad queda relegada a un plano secundario. Prevalece la apariencia y prima el impresionar a los doce en cuyas manos se encuentra el veredicto. ¿Es justo? ¿O es el lavado de manos de Pilatos, que deja la elección a la multitud para librarse de la responsabilidad y de enfrentarse a lo que la propia masa demanda sin saber muy bien por qué? La idea que me interesa de la película reside en esa elección interesada (manipulación a la hora de escoger) del jurado perfecto que puede asegurar el resultado que se desea, lo que vendría a decir que el juicio ni es justo ni vale para nada más que para lavar conciencias y exhibir que el sistema actúa imparcial, pero se trataría de una exhibición vacía y de una imparcialidad inexistente… Volvemos sobre la misma pregunta de siempre: ¿existe un sistema legal democrático e imparcial, justo, que no esté condicionado por un mundo mercantil donde todo se fundamenta y se reduce al dinero y al poder? La industria armamentística tiene dólares de sobra para contratar a su profesional y a los mejores abogados, dispuestos a defender los intereses de esos empresarios que se lucran con la producción y venta de armas, cuya tenencia recoge la constitución (la Segunda Enmienda) como legal, como un derecho para sus ciudadanos. Pero una cuestión es lo legal establecido en un código elaborado por unos pocos, habría que preguntarles por qué y para qué lo dictaminaron así, pero esa entrevista ya es algo imposible; y otra distinta lo moral, lo justo, lo democrático…

domingo, 16 de noviembre de 2025

Zweig y la inconstancia de la Historia


 La popularidad de Stefan Zweig sigue intacta, en parte porque su obra todavía resulta una lectura accesible para un amplio sector del público lector actual, pero también por su innegable capacidad para emocionarse cuando habla de quienes admira, por ejemplo Erasmo, Montaigne, Shakespeare, Goethe, Balzac, Dickens, Dostoievski o Tolstói, y emocionar con una escritura cercana que nos aproxima a estos y a otros personajes históricos, a sus obras y a situaciones de las que fueron protagonistas. Lo hace sin pretender una clase magistral, aunque siendo buen maestro y, como tal, muestra sin intención de rigidez ni de imponerse. Ahí reside parte de su modernidad, en su estilo fluido y en su mirada emocionada a ese pasado que lleva a sus páginas. Lo hace con un lenguaje cuidado, elegante, vivo, como sorprendido, admirado, emocionado, pero nunca impositivo ni relamido. Zweig no es un escritor pedante, ni aburrido, tampoco un tipo que sienta la necesidad de demostrar que es un genio de la escritura. Sencillamente, es un escritor que admira y no le cuesta reconocerlo. No me refiero a una admiración que solo sería idolatría, sino a quien mira con los ojos abiertos y descubre un mundo de luces y de sombras en la interioridad de genios o personajes clave de la cultura occidental (y en menor medida, de la oriental en la que descubre a Tagore), que es la que conoce, a la que pertenece y la que busca preservar, pues comprende que es nuestro legado. Quiere que no se olviden, por eso los trae a sus páginas en Tres maestros, en Tres poetas de sus vidas, en su ensayo sobre Montaigne, en la recopilación póstuma El legado de Europa o en las catorce miniaturas históricas que componen Momentos estelares de la humanidad, que supone un repaso por varios instantes que de algún modo afectaron a nuestra Historia. Y esa es la historia que le interesa, la humana, desde una perspectiva humanista e indudablemente humana; tal vez, por ello, leer a Zweig no exija esfuerzo alguno; más bien te invita a un paseo ameno por instantes de la Historia, la cual, para él, <<admiramos como la poetisa y narradora más grande de todos los tiempos, pero que en modo alguno es una creadora constante>>. (1)


En cierto modo, no le falta razón, pues la Historia solo recoge en sus crónicas y poemas aquello que le interesa y la despierta de su apatía o de su hibernación, la que se sucede durante años sin que aparentemente suceda nada que la inspire. Aparte, la Historia tiene sus musas y sus preferidos, sus héroes y sus villanos, sus historias de amor, de victoria y de derrota; incluso destaca por sus olvidos y por su capacidad de recuperarlos de su memoria, en la que se guardan los recuerdos, los cuales nunca son la realidad, sino la interpretación presente que se le da a aquel pasado evocado. Y eso es lo que hace Zweig en sus famosas biografías y también en su no menos popular Momentos estelares de la humanidad, entre los que se cuenta la conquista de Bizancio, el tendido del cable telefónico submarino o el viaje ferroviario de Lenin hacia San Petersburgo. Por el libro y por los momentos pasan personajes que, en mayor o menor medida, han colaborado e inspirado a esa poetisa y narradora de la que el autor austriaco habla, de la que él asume ser portavoz y un enamorado…


(1) Stefan Zweig: Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas (traducción de Berta Vias Mahou). Acantilado, Barcelona, 2011.

sábado, 15 de noviembre de 2025

El cliente (1994)


El ámbito legal que asoma en las películas basadas en novelas de John Grisham se encuentra repleto de zonas oscuras, de turbiedad, de sombras, sin cabida para la justicia y la verdad que solo triunfan gracias a sus héroes y heroínas. Allí, en esa opacidad, se impone la manipulación y la mentira, el dinero, los intereses ocultos… Forman parte del paisaje que Grisham emplea en sus superventas, que toman como excusa la abogacía o los tribunales para introducir héroes y heroínas, intrigas sin excesivo trasfondo y cuentos infantiles como este en el que Mark (Brad Renfro), un niño de once años, inicialmente asustado y enfadado, siempre inteligente y marginal, es el héroe de una función en la que Reggie Love (Susan Sarandon), dama andante, ex alcohólica, generosa y de recursos, le ayuda desinteresadamente en su lucha contra los gigantes que lo amenazan tras ser testigo del suicidio de un abogado de la mafia. En el cine basado en las novelas de Grisham se enfrentan David y Goliat —Tom Cruise contra el bufete de Memphis; Matthew MacConaughey contra el Klan y el sistema legal sureño; Julia Roberts contra un gigante empresarial con contactos políticos en las más altas esferas; o Matt Damon contra las aseguradoras médicas—, pero no hay suspense en el resultado, pues sabemos de sobra que siempre gana David —que para eso es interpretado por estrellas, aunque MacConaughay todavía no lo fuese en aquel instante de su carrera, pero sí Sandra Bullock, que era su fiel escudera—, aunque sea con la ayuda de caballeros o damas andantes, como si la vida real fuese un cuento con final feliz o una historia de las que campan por la Biblia, el libro que el “reverendo” (Tommy Lee Jones) cita en todas las vistas y juicios en los que participa.

Aparte de artificioso, y del más de lo mismo, el resultado de El cliente (The Client, 1994) es de combustión y consumo rápidos. No deja poso, no plantea conflicto ni interrogantes en el espectador, uno lo descubre cuando tiempo después de verla se pregunta ¿qué puedo recordar de ella? ¿El nombre de Grisham? ¿El de su director Joel Schumacher? ¿El de sus estrellas? ¿Qué se trata de otro thriller ambientado en un marco jurídico y sureño? En menor o mayor medida, esto también vale con otras películas basadas en textos de Grisham, tales como La tapadera (The Firm, Sydney Pollack, 1993), Tiempo de matar (A Time to Kill, Joel Schumacher, 1995), que cuenta con el guion de Akiva Goldwman, quien en El cliente ejerce de coguionista, El informe pelícano (The Pelican Brief, Alan J. Pakula, 1993) o Legítima defensa (The Rainmaker, Francis Ford Coppola, 1997) —El jurado (Runaway Jury, Gary Fleder, 2003), cuyo protagonista se cuela en el sistema para sacar vengarse—, en las que héroes y heroínas se enfrentan a la mala praxis y a la injusticia, a peligros mortales y a asesinos profesionales contratados por aquellos que no desean que la verdad salga a la luz; aunque en este caso, quienes ponen en peligro la vida del protagonista y de su familia es el Estado, a través de ese fiscal y de su acoso para que el chaval, al que criminalizan y encierran, declare en un juicio contra un miembro de la mafia de Nueva Orleans. Al “reverendo” y a sus acólitos no les importa la situación en la que dejen a Mark, persiguen un fin y no les importa los medios empleados para lograrlo; ni que conviertan al niño en un claro objetivo de la organización criminal. En realidad, la meta de la fiscalía, como también sucede en Tiempo de matar, es doble, por un lado ganar el caso y, por otro, una victoria mediática que podría servir al fiscal en su carrera política…

viernes, 14 de noviembre de 2025

Ozu: gramática vs sensibilidad


 Nunca he hecho demasiado caso a las teorías, aunque creo conveniente conocerlas, menos aún si se trata de arte, porque, de teorizarse el hacer artístico o el cómo hacerlo, el arte corre el riesgo de perder su esencia artística. Claro que todo arte tiene un lenguaje, reglas y códigos, técnicas, pero de nada sirven al artista si no rompe con ellos, si no trasgrede la teoría en busca de su propia expresión y expresividad. Podría ponerme pesado y ser pedante —no dudo que en ocasiones haya sido ambos— y hablar de una gramática del cine o mismamente de la novela, pero eso solo obedecería a creerme que así quedaría por encima o que estaría diciendo algo de peso; tal que “ahí queda eso, a ver cómo lo rebaten”. Lo cierto es que si decirlo me parece estúpido, rebatirlo también, sobre todo si uno piensa que, como cualquier medio expresivo que se ha querido ver como arte, el cine tiene sus teorías, ciertas reglas (a seguir o transgredir, según se decida) y un lenguaje que permite su expresión y comprensión; eso me parece impepinable y decirlo, una perogrullada. Lo de la gramática habría que verlo y cómo interpretarlo; por ejemplo, Ozu, afirmó que se había <<convertido en firme opositor de la gramática cinematográfica, entendida esta como un regla fija>>. Además de decir que no existía, aunque reconocía que había una serie de reglas que transgredía no por el gusto de pasar de ellas, sino por las necesidades, que obedecen al espacio o a la técnica, y a su sensibilidad, la que condiciona su manera de narrar, qué expresar y la forma de hacerlo.



<<Muchas veces ignoro la gramática del cine. No me gusta darle demasiada importancia a la teoría, pero tampoco me gusta descuidarla. Será capricho mío, pero yo valoro las cosas en función del simple hecho de que me gusten o no.


El cine es un arte recién nacido, si lo comparamos con la literatura o las artes figurativas. Creo que no puede existir una gramatica especifica. Cuando filmo no quiero limitarme a obedecer un conjunto de reglas. Y, por otra parte, si la gramática fuese una regla absoluta como las leyes naturales, hoy en día sería suficiente con que hubiera una docena de directores de cine en todo el mundo.


Cuando ruedo una película no pienso en las reglas del cine, de la misma manera que un novelista, cuando escribe, no piensa en la gramática. Existe la sensibilidad, no la gramática.>>*


Lo dicho por este magistral cineasta japonés forma parte de un artículo que publicó en 1958, y coincido con lo que apunta sobre “transgredir” y la sensibilidad; y por supuesto, considero que cualquier persona valora las cosas en función del simple hecho de que le gusten o no. Cuestión aparte sería que actúe guiado por el gusto, pues a veces se imponen la obligación, el respeto u otras cuestiones como la autocrítica o la necesidad. Sobre todo, si parto de que si se pretende algo artístico, vivo, emotivo, original o divertido, seguir una regla que te dicen “has de seguir” podría jugar en contra del arte, de la viveza, de la originalidad —que no la confundo con novedad— y de la diversión; ya que la gramática, tal que conjunto de reglas rígidas, constriñe y el artista no se ciñe a ellas; de hecho, algunos las ignoran o las desconocen; en el caso de Ozu, lo primero; y en el de los pioneros que desarrollaron el lenguaje cinematográfico, lo segundo. Por contra, el lenguaje, como medio que empleamos para comunicarnos, posibilita porque obedece a la creatividad y a la imaginación. De ahí que un escritor o un cineasta, un pintor o un compositor, prefieran arriesgarse y ser honestos imaginando e inventando posibilidades; y si uno es tan honesto como Ozu, no le hará falta exhibirse y, sin embargo, el estilo del japonés es inconfundible para cualquiera que tenga una noción de cine más allá del comercial actual; lo es precisamente porque buscaba su propio lenguaje, uno que pasase desapercibido a ojos del público en beneficio de la obra a crear. ¿Gramática? Ni siquiera la novela debe ceñirse a una; más bien, me parece necesario que se rompa para escapar de sus ya limitados márgenes. En cuanto a que el lenguaje vive en constante cambio, resulta incuestionable, ya que forma parte de nosotros, seres cambiantes por naturaleza y condicionados por los cambios que se producen en nuestro mundo. Pero ningún cambio asegura que lo que viene mejore lo que relega al olvido; ni que deba gustar su evolución o involución. Sencillamente, se adapta a los tiempos, a los usos y a los intereses que se imponen, más que nada porque la expresión va ligada al individuo en su momento histórico, a condicionantes políticos y, hoy, sobre todo a la propaganda, a la publicidad, a la insistencia en reducir la palabra a mera imagen sin significado, a las modas, al artificio y a la superficialidad dominante ya en las redes, ya en las escuelas, en las casas, en las calles, en las instituciones y en las altas esferas que, de bochornosas, semejan a ras de suelo. Visto así, parece que pienso que vamos listos, pero no; pues, los de a pie actuales tampoco diferimos tanto de los corrientes de tiempos pretéritos. Solo la apariencia y el discurso cara el público han cambiado, pero el mal uso de la gramática sigue ahí, pues solo la utilizan bien aquellos que son conscientes de que no se trata de algo rígido, sino de un conjunto de reglas cambiantes del que el artista, si bien debe conocer, ha de alejarse no por capricho sino porque toda sensibilidad escapa a las normas, quiere ser libre para sentir y crear, y en esa libertad creativa adquirida, construir su mundo. Por lo demás, el arte no se fabrica, se crea en esa sensibilidad del artista y en la sensibilidad de quien admira o rechaza la obra que contempla y que su interpretación acaba; pues ahí, en su “mirar”, es donde la obra adquiere el sentido final para cada espectador, lector u oyente…


*Entrecomillado de Yasujiro Ozu: La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine (traducción de Amelia Pérez de Villar). Gallo Nero, Madrid, 2017.

jueves, 13 de noviembre de 2025

Prisioneros (2013)


Antes de deshumanizar su cine en el díptico Dune, Denis Villeneuve se preocupaba del ser humano, de sus conflictos internos y con el entorno; de sus emociones, relaciones y trastornos, de la fragilidad de la vida y de tantas otras cuestiones que nos hacen humanos y nos abren los ojos a nuestra vulnerabilidad; situándonos en el centro mismo de ella. Son cuestiones de las que quizás seres de otros planetas no hayan oído hablar o tal vez sí, y sepan de qué les estaríamos hablando en una hipotética charla que mantuviésemos una vez establecida la comunicación ya más evolucionada e íntima que lograda por Amy Adams en la espléndida La llegada (Arrival, 2016). ¿Lo sabrían en Arrakis, entre tantas notas musicales de fondo para sonorizar vacío, para condicionar y guiar las emociones de quienes visitan el planeta Duna? Es probable que algún observador de aquel lugar desértico piense diferente, lo cual me parece enriquecedor, pero creo que hay modelos cinematográficos que nos definen mejor que los Atreides, los Harkonen y los Fremen, aunque también en ellos asoma la brutalidad, el dolor y la obsesión que estallan en Prisioneros (Prisioners, 2013) cuando el mundo de los Dover se viene abajo. Parece claro que tanto en aquel forzado imperio galáctico como en la Tierra que habitamos, los seres vivos somos prisioneros de nuestros actos y de los de otros. En cierto modo, ya desde nuestro origen, lo somos. Nacemos prisioneros del tiempo, vivimos a merced de él, a contrarreloj, aunque no seamos conscientes cuando nada enturbia nuestra cotidianidad. Pero, cuando llega la tormenta, nos vemos atrapados, angustiados y zarandeados en ella, en nuestros pensamientos y creencias, en nuestras obsesiones y adicciones, a veces en los actos que otros cometen y marcan nuestras vidas, las cambian, ya para enriquecerlas, ya para reventarlas. En este último caso, el mundo construido se viene abajo. Poco en la vida puede darse por seguro, aunque lo demos por hecho.


Lo que parecía una vida segura, controlada, familiar, idílica se transforma en un infierno para las familias Dover y Birch cuando sus hijas desaparecen. Entonces, ¿cómo y cuándo podemos ser libres para dirigir nuestras vidas? ¿Cada vez que tomamos decisiones? Dentro de nuestras limitaciones, ¿podemos serlo a diario, al mismo tiempo que vivimos atrapados en nuestras numerosas contradicciones y en nuestra fragilidad ante las situaciones límite en las que nuestra humanidad corre el peligro de transformarse en monstruosidad? Si dudar dicen que es de sabios, no hacerlo sería de locos y loco es aquel que se cree en la posesión de la verdad y actúa sin plantearse la posibilidad de su error. Keller Dover (Hugh Jackman) sufre esa transformación y se convierte en un monstruo tras el secuestro de su hija. Son el dolor, el apuro y la impotencia, más que el amor, los que precipitan su cambio, su brutalidad, su decisión de secuestrar y torturar a Alex (Paul Dano), el sospechoso del secuestro de su hija. Lo hace porque la policía no le da una respuesta ni una solución, tal vez una venganza; también porque le han arrebatado algo y por la esperanza de que su acto tenga un final feliz. ¿Quién puede imaginar su sufrimiento y aquello que pasa por su pensamiento? ¿Y por la mente del sospechoso, un joven cuya edad mental le advierten que no supera la de un niño de diez años, y sufre sin quizá comprender la brutalidad desatada contra él? ¿Quién puede juzgar el dolor de la madre (Maria Bello) y la responsabilidad con la que carga el detective Loki (Jake Gyllenhaal)? Keller es brutal, el momento le hace serlo, pero quizá en él ya habitaba la brutalidad, pues su comportamiento difiere del de Franklin (Terrence Howard), el padre de la otra niña secuestrada y a quien hace cómplice, aunque aquel acabe aceptando formar parte del odio y de la locura que se desata en el personaje de Hugh Jackman. Sí resulta inimaginable el dolor que sienten, la prisión en la que todos ellos viven, como juzgar sus comportamientos. ¿Podemos? Tal vez en el mismo momento que Keller juzga y afirma que Alex <<ya no es un ser humano. Dejó de serlo cuando se llevó a nuestras hijas>>. ¿Lo es él o ha dejado de serlo en el momento que se llevó a Alex? Keller se justifica, ante el reproche de Franklin, cuando tortura a su víctima, su sospechoso, el único que tiene a mano y por eso le cree culpable, pues, para él, no hay duda, sobre todo tras escucharle unas palabras. De modo que se erige en jurado, juez y verdugo; desata su brutalidad y su venganza, tal vez porque en su colera sienta que puede huir de la idea que le nubla el juicio. Aunque estuviese en lo cierto, ¿podría llamarse justicia? ¿Secuestrar al presunto sospechoso le devolverá a sus hijas? ¿Calmará su dolor? ¿Desaparecerá su odio? ¿Podrá seguir viviendo en la esperanza a la que se aferra en su desesperación? Lo dudo…