La mejor de las suyas, me lo sigue pareciendo Fuerza mayor (Turist, 2014), que no fue premiada con la Palma de Oro, galardón que sí lograron The Square (2017) y El triángulo de la tristeza (Triangle of Sadness, 2022). Las tres son comedidas sobre la sociedad de consumo, de las modas, de las apariencias, de la desigualdad social que unos pocos seres humanos disfrutan y otros muchos llevan a cuestas desde que la especie cobra conciencia de ser y de grupo. Pero si bien la primera me funciona en su humor negro, el satírico de las dos siguientes carece de fiesta, de invitación a vivirla, incapaz de caldear el ambiente y ponerlo patas arriba, ya no a lo hermanos Marx, cuyas comedias son un canto al sinsentido y al desorden, sino, por ejemplo, a lo Azcona; tal vez porque el humor sueco nada tenga que ver con el mediterráneo, que resulta más abierto, grotesco, cálido y festivo que el de tierras más frías, aunque, en el presente, las diferencias se antojan menores y alguien como Östlund asuma en la tercera de las nombradas humor por momentos mediterráneo, filtrado por una estética actual e insípida (según gustos), para sacar a la luz su burla y su crítica. Tampoco la caricatura actual, hecha en cualquier lugar del globo, guarda relación con el amargo, cómico y despiadado esperpento practicado décadas atrás, en Italia y España, por Mario Monicelli, Marco Ferreri o Luis García Berlanga, cineastas que no priorizaban su prestigio (ni la comercialidad de su cine, sobre su discurso) y sí su resistencia frente a la deshumanización que se impone y su insistencia a la hora de sacar a relucir la mierda que acumula en sus entrañas esa sociedad que sus películas ponen de manifiesto sin medias tintas, cuando conceden el protagonismo al hombre atrapado en un tejido social del que no puede escapar y en el que será devorado por el sistema y sus comulgantes…
Pero al contrario que Ferreri o Berlanga, dos imprescindibles que encuentran uno de sus nexos en el no menos especial Rafael Azcona, o incluso que su contemporáneo Paolo Sorrentino, fabulador que sitúa sus cuentos en espacios construidos sobre el onirismo, el surrealismo, el humorismo y la angustia del humano moderno, la intención provocadora de Ruben Östlund no provoca salvo a impresionables, que son quienes entre el público se sitúan habitualmente frente a los mismos espacios cinematográficos y aquí se encuentra con una apariencia diferente que no deja de ser, sobre todo, el esfuerzo de un cineasta que busca transcender, más que desnudar, reflexionar, enfrentarse y comunicar su época. A diferencia de estos creadores marginales, Östlund parece adaptarse y esa sensación hace que su crítica se diluya en la (auto)complacencia, lejos de la amargura de un lúcido superviviente tal que Ferreri, resistente hasta el final, tal vez el único que, junto Pasolini, nunca dejó de resistir ni cedió frente al sistema, o del puñetazo de un golpeador cinematográfico, que atiza en la boca del estómago social, que fue el mejor Berlanga, que no dudaba en cargar contra un orden que le parecía inamovible en Plácido (1961), El verdugo (1963) o ¡Vivan los novios! (1969)...

El turismo, la pareja y la familia en Fuerza mayor, el ámbito museístico y artístico en The Square y el de la moda, los “influencers”, que son aquellos de entre los impresionables que influyen en otros similares, los multimillonarios y sus siervos (sus esclavos por un sueldo) en El triángulo de la tristeza son excusas para realizar una radiografía más amplia de una sociedad elitista, entregada a perpetuar las diferencias socioeconómicas entre una humanidad que aúpa al rango de Dios al dinero y a la imagen al de Diosa. Ahora, el culto al cuerpo y al teléfono móvil también tienen su lugar —la pareja protagonista, al igual que el resto, asume natural que cuerpo y móvil son herramientas útiles para lograr el éxito—, y en el cine de Ostlünd dicho culto adquiere forma de pose grotesca, más que de desafío, como sí lo eran constantemente las propuestas de un Ferreri que en La gran comilona (La grande bouffe, 1973) dio con un máximo pantagruélico para reflejar una sociedad autodestructiva, hedonista, en constante búsqueda del placer que solo conduce al vacío existencial y a la muerte de la humanidad que, genérica, es la única capaz de perpetuar al individuo. El triángulo de la tristeza es una pose, igual que lo es el mundo que pretende retratar y satirizar, que me entretiene a ratos, como también lo hace Zoolander (Ben Stiller, 2001) en su parodia o Parásitos (Parasite/Gisaengchung, Bong Joon-ho, 2019) en la suya, y que busca desvelar la desigualdad entre dos mundos ya expuestos y enfrentados con anterioridad en la pantalla, dando como resultado una comedia sobre la gran mentira de la igualdad, una falsedad que se evidencia en los pasajeros y la servil tripulación del yate de lujo en el que unos gozan y otros trabajan y se someten cual esclavos —por un sueldo que les permite pagar un alquiler y unas vacaciones condicionadas por los gastos—, un yate capitaneado por un Woody Harrelson que da vida a un hombre que prefiere encerrarse en su camarote y beber y beber que tener que lidiar con los millonarios que viajan en la embarcación que, con ese navegar, sin duda irá a pique y quizá se encuentre con el señor de las moscas o con una “señora Cayo” (1) convertida en abeja reina, porque podría alimentarse, liberarse y sobrevivir después del naufragio…(1) <<…tú no quieres enterarte. Ese tío sabe darse de comer, es su amo, no hay dependencia, ¿comprendes? Esa es la vida, Dani, la vida de verdad y no la nuestra…[…]
Imagina, por un momento, que un día los dichosos americanos aciertan con una bomba como esa de neutrones que mata pero no destruye, ¿no? Bueno, es una hipótesis, una bomba que matara a todo dios menos al señor Cayo y a mí, ¿te das cuenta? Es una hipótesis absurda, ya lo sé, pero funciona, Dani. Pues bien, si eso ocurriera, yo tendría que ir corriendo a Cureña, arrodillarme ante el señor Cayo y suplicarle que me diera de comer, ¿comprendes? —casi sollozaba—: El señor Cayo podría vivir sin Victor, pero Victor no podría vivir sin el señor Cayo...
[…]
El también odia, ¿sabes? —dijo pausadamente—: Odia como nosotros…>>
Miguel Delibes: El disputado voto del señor Cayo. RBA Editores, Barcelona, 1993.
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