La relación entre medios, cine, política, propaganda y público, que se traga todo cuanto le echan y más, pues su imaginación hará más grotesca cualquier farsa que le cuenten, queda satirizada por Barry Levinson en La cortina de humo (Wag the Dog, 1997), en la que el artífice de Rainman (1988) se desmelena a partir del guion que Hilary Henrik y David Mamet adaptaron del libro de Larry Beinhart Parte de guerra (American Hero). En ambos casos, novela y película, la realidad inspira —era la época en la que estaba a punto de estallar el “Escándalo Lewinsky”, que acapara las portadas en enero de 1998—, aunque en la segunda la presencia de estrellas de la talla de Dustin Hoffman y Robert De Niro obliga a dejar vía libre a su lucimiento, el que dudo juegue a favor de la sátira; pero esto cae en mi terreno dubitativo. Por otra parte, la propaganda no es magia, pero casi, pues es capaz de hacer visible lo invisible y viceversa. Además, “tachán-tachán”, puede convertir lo bueno en malo, lo malo en mejor o el estiércol en oro y este en mierda. ¿Quién da más? Así que para tapar el escándalo sexual del presidente, que le puede costar la reelección presidencial, se llama a Conrad Brean (Robert De Niro), un “arréglalo todo” que toma las riendas para desviar la atención pública y reconducir la situación hacia aguas tranquilas, aunque para ello se invente un conflicto bélico. La guerra sucia de la política se recrudece ante la proximidad electoral. Las filtraciones, los trapos sucios, los ataques frontales y por la espalda, los tratos y las cortinas de humo son el pan nuestro de cada día de Conrad, a quien lo que menos le preocupa es si el escándalo parte de un hecho real o de una invención, de que sea un asunto privado o de interés público, de una hipocresía o de un asunto de Estado, ya que publicitada la noticia se convierte en la realidad mediática a combatir… Sabe que el daño está hecho, y que solo queda minimizarlo hasta que se olvide y, para ello, esta especie de “señor Lobo” de la política —que sabe que la propaganda no es un recurso de los políticos, sino los políticos, la proyección de su imagen, la exhibición de su espectáculo— acude a Stanley Moss, un prestigioso productor de Hollywood —interpretado por un Dustin Hoffman en plan Robert Evans, el productor estrella de Chinatown (Roman Polanski, 1972)—. Moss se queja de que nadie reconoce su labor, pero queda claro que los de su “clase” son los mandamases de la industria del cine, una industria que igual fabrica cortinas de humo, propaganda, escapismo, estrellas, basura, grandes películas, entretenimiento… Conrad le pide que cree una guerra, ya que <<la guerra es espectáculo>>, para desviar la atención. Así que escogen Albania, por ser un país desconocido para el electorado estadounidense —cuyo bajo conocimiento de geografía e historia estaría a la par que el de otras latitudes—, pero antes deben inventar un “casus belli”, como ya se había hecho en tantas ocasiones anteriores; por ejemplo: el asesinato real del archiduque Francisco Fernando, que disparó la Gran Guerra (1914-1918), o la presencia fantaseada de armas de destrucción masiva que dio luz verde a la segunda invasión de Irak, cuestión que Paul Greengrass expone en Green Zone (2010). Con todo, Conrad no quiere una guerra, solo la apariencia de una; o como le dice a Moss, quiere el trailer, no la película. Esto desata la maquinaria propagandística, la reacción del otro candidato, y la farsa producida por Moss, la que se observa en la pantalla…
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