Hay mucho de Jekyll y Hyde en el cine de David Cronenberg, como si estuviese convencido de la existencia de “monstruos” ocultos o atrapados en el interior humano, a la espera de poder liberarse, y de igual modo, el aparente monstruo, guarda en su interior el opuesto que a veces sale a relucir. Lo suyo es la identidad, la aparente y la que se esconde. Nada es lo que parece a simple vista. Dicho de otro modo, los personajes de Cronenberg viven en su conflicto externo-interno y el hampón a quien da vida Viggo Mortensen en Promesas del este (Eastern Promises, 2007) no destaca por ser diferente, sino por ser uno de los grandes ejemplos del individuo poliédrico, compuesto de claroscuros, cuya primera apariencia solo es la capa externa bajo la que late la complejidad emocional y humana que sale a relucir en su encuentro con Anna (Naomi Watts), la comadrona que, proveniente del mundo de luz, contacta con la oscuridad que la amenaza después de iniciar la búsqueda de los familiares de una recién nacida cuya madre, una niña de catorce años, ha fallecido durante el parto. El conductor, solucionador de problemas, y la heroína conviven en el mismo espacio, Londres, pero sin que sus lugares se toquen o, al menos, sin que alguien como ella se dé cuenta de la cercanía de un mundo oculto que descubre cuando se producen la muerte y el nacimiento. <<Nacer y morir, a veces, van de la mano>>, dirá avanzado el metraje; aunque, en cierta manera, siempre lo van. Son la cara y la cruz que cada quien porta; el resto permanece en zonas claroscuras…
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