Versificaba Manrique sobre lo efímero de la fama y de la vida; no se equivocaba el poeta al expresarlo. Somos existencias y suspiros del tiempo, aunque haya nombres que sobrevivan un periodo más largo que el de las dos o tres vidas que puedan recordarnos más allá de la nuestra. Los planos finales de La noche avanza (1952) muestran un cartel publicitario con el nombre del protagonista del film. El letrero vuela por la acción del viento y en la sucesión de planos con la que Roberto Gavaldón cierra su película se expresa a la perfección lo efímero de la fama, lo poco que esta significa para el perro que orina encima del nombre de quien minutos antes era el ídolo del frontón o para la propia humanidad, que admira al tiempo que olvida y sustituye lo admirado porque en el devenir nada suyo permanece ni el tiempo le pertenece. Tal vez por ello crease la ilusión de la historia, que no deja de ser la pretensión de perpetuarse, y de los dioses, consciente de su imposibilidad, de su miedo, de su incapacidad de comprender sus actos y así justificarse sin tener que responsabilizarse. Pero la acción se inicia ochenta minutos antes, cuando Marcos (Pedro Armendáriz) es el rey en la cancha y las ovaciones le rinden tributo. La prensa necesita crear ídolos, pues estos venden periódicos y atraen oyentes a los aparatos de radio, lo que se traduce en dinero; y el público desea creer en ellos, levantarles pedestales para admirarlos y también para derribarlos…
<<Un auténtico fenómeno del frontón>>, afirma el locutor acerca de Marcos, quien se considera un triunfador porque gana sus duelos deportivos y la gente que acude a verle le reconoce y aplaude. En la cancha se cree invencible, pero no solo en la pista presume el protagonista de La noche avanza de su superioridad, sino que lo hace en cada una de sus expresiones y de sus relaciones, las sexuales que mantiene con tres mujeres o las rivalidades con hombres como Marcial (José María Linares Rivas) o Armando (Carlos Múnquiz), el hermano de Rebeca (Rebeca Iturbide). Para Marcos, <<los débiles no cuentan>>, <<el mundo es de los vencedores, nunca de los vencidos>>, tal como le dice a Sara (Anita Blanch), una de sus tres amantes y, como Rebeca y Lucrecia (Eva Martino), también enamorada de quien no las ama y se muestra cruel con ellas, porque siente que puede serlo. Todo se le consiente porque es un “triunfador”. Quizá haya quien piense que Marcos esté en lo cierto, y el mundo sea de los vencedores, pero ¿quiénes lo son? Él, no. En realidad, nadie vence al mundo ni al tiempo, y visto desde esta perspectiva, tal vez, ni como especie que intenta sobrevivir en el tiempo seamos más que la ilusión de una que finalmente será derrotada. No tiene en cuenta que pasar de triunfador a derrotado no hay más distancia que la situación y la interpretación de la misma; como demostrará su realidad, la de ser un ídolo de barro, un fantoche en manos del destino, un tipo que se siente valiente, pero que no deja de ser un cobarde cuando Rebeca se presenta y le dice que está embarazada. La cobardía de Marcos es la de esconderse detrás de la mentira y escapar, la de no respetar a nadie que no sea la imagen que tiene de sí mismo. Pero nadie escapa eternamente, ni existe un vencedor que no encuentre su derrota…
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