A finales del siglo pasado visité Edimburgo y subí al castillo, tal vez empujado por la circunstancia de estar allí o puede que guiado por la curiosidad de pisar y recorrer parte de la historia escocesa, la cual, por aquel entonces, se había popularizado más allá de las fronteras de Escocia en los personajes de William Wallace y Robert the Bruce, vistos a través de la recreación que Mel Gibson hizo de los reales en su exitosa Braveheart (1995). Después de contemplar el panorama desde las murallas de la fortaleza y antes de regresar a Glasgow, decidí pasear las calles que ya había caminado antes, cuando me encontré de frente con el monumento que la ciudad dedica a Walter Scott. Previo a aquel encuentro que me obligó a elevar la mirada y que me hizo sonreír, había leído Ivanhoe y El talismán, lecturas que explican mi simpatía hacia el escritor, de los más grandes autores de la novela histórica y fuente de orgullo para sus paisanos y su localidad. No cabe duda, me dije, aquella obra erigida en Princess Street celebra y homenajea a uno de sus ilustres vecinos e indudable genio literario, a la par de Robert Louis Stevenson, otro escritor imprescindible y natural de Edimburgo, de quien también se pueden encontrar rastros por las calles de la capital escocesa que el autor de La isla del tesoro evoca en Edimburgo: Notas pintorescas. De Scott, todavía no había leído su Rob Roy, ni la biografía novelada que del mismo personaje había escrito casi un siglo antes Daniel Dafoe, aunque había visto la adaptación cinematográfica que Harold French realizó en 1953, con Richard Todd haciendo las veces del rebelde montañés que da título al film producido por Walt Disney, el mismo héroe de las Highlands que inspira el guion del escocés Alan Sharp, guionista de las espléndidas y contundentes Fuga sin fin (The Last Run, Richard Fleischer, 1971), La venganza de Ulzana (Ulzana’s Raid, Robert Aldrich, 1972) y La noche se mueve (Nights Moves, Arthur Penn, 1975), que el también escocés Michael Caton Jones convirtió en imágenes en su Rob Roy (1995), un film que, si bien no adapta a Scott, bebe algún sorbo de los clásicos de capa y espada, aunque asimilando en su propuesta los gustos de su época de rodaje, cuando ya las aventuras de capa y espada lucen o deslucen de otra manera muy distinta a 1953… Así, diferente al Rob Roy (Rob Roy: The Highland Rogue, 1953) de French, y mucho más ajeno al de las dos primeras versiones del personaje, rodadas en 1911 y 1913, asoma en la pantalla el héroe montañés encarnado por Liam Neeson, un héroe que habla de honor pero que no sabe explicar en qué consiste, quizá porque es la idea subjetiva, que cree inamovible, sobre la que gira su razón de ser. Una fecha, 1713, sitúa la acción en la Escocia de inicios del XVIII, una tierra de Highlands y Lowlands, habitada por las diferencias de clase, por arribistas, nobles, siervos, jacobinas y paisanos; con villanos y héroes, claro que los primeros son los aristócratas y sus secuaces, y los buenos, aquellos como Rob y Mary (Jessica Lange), la heroína ultrajada por el arribista, vividor, amoral e inglés Archibald Cunningham (Tim Roth), quien se confabula con el no menos villano Killearn (Brian Cox) para hacerse con las mil libras escocesas que el marqués Monrose (John Hurt) presta en usura a Rob Roy, líder del clan MacGregor, propietario de trescientos acres, que pasarán a manos del aristócrata, si no le devuelve el préstamo más intereses, y futuro proscrito y héroe de leyenda…
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