<<Retomo el hilo, casi perdido, y continúo por el laberinto mental hasta dar con una puerta que me deja en la vieja sala donde veo e invento películas. Las ideo sobre la alfombra o frente al televisor en blanco y negro, que en ese instante emite la versión en color de La casa de la Troya, la realizada por Rafael Gil en 1959. La escena descubre a Arturo Fernández en una librería que me resulta familiar y, en mi comprensión infantil, sonrío y le digo: <<Conozco esa librería, antes que tú>>. Pienso que la estancia y el lugar nos igualan, a pesar de que el actor no comparta mi pensamiento e ignore mi futura existencia y mi inexistencia de entonces. En todo caso, ambos pisamos el mismo suelo de piedra, quizá tenga partes de madera, y damos la espalda a las estanterías que se elevaban hasta el techo repletas de las vidas y las obras que se reúnen en volúmenes que cambian cuando varios compañeros de escuela irrumpimos jadeantes y emocionados a principios de la década de 1980. Buscamos pistas que nos permitan avanzar en el juego escolar que recorre las calles cercanas al colegio que, sin tristeza ni alegría, como un paso más en la vida, abandono a los trece años para no regresar jamás. Pero esa misma librería, también me resulta un lugar de tránsito y de terror infantil, pues, allí, antes o después de la yincana, camino hacia las escaleras y subo a la primera planta. Lo hago mirando de reojo los peldaños que dejo atrás. Me noto nervioso, tal vez atemorizado ante la idea de la realidad que me espera, pues el final de la ascensión supone mi encuentro con el analista que se queda con gotas de mi sangre. No se lo reprocho, es su trabajo, y el mío, sentir pánico infantil por la aguja. Pero, sobre todo, aquel edificio en la pantalla me insinúa que un mismo instante y una misma cosa, cuerpo u objeto, pueden formar parte de la irrealidad y de la realidad, o de dos y más realidades distintas.
Mientras la veo en la pantalla, es real e irreal. Tiempo después, tiempo pasado, aquella librería que creo eterna sobrevive en la imagen cinematográfica, en escritos como el de Lugín y, hasta que deje de oírse, en el eco mental de no pocos compostelanos. Existe el edificio, pero ya no venden libros ni material similar, tampoco despachan las figuras, postales y otros recuerdos que los sustituyeron, y quizá antes de mañana ya no sea un estanco. ¿Pero quién precisa comprar recuerdos y tabaco de pipa, si los más queridos y hermosos no tienen precio y también los envuelve el humo? Solo se necesita adentrarse por cualquier rincón sin esquina y esperar a que la niebla nos permita ver…>>
Antonio Pardines: Rincones sin esquinas
En el siguiente enlace, al final del texto, pueden leerse o descargarse las primeras páginas del libro Rincones sin esquinas:
https://vadevagos.blogspot.com/2025/02/rincones-sin-esquinas-paginas.html?m=1
No hay comentarios:
Publicar un comentario