lunes, 21 de junio de 2021

Sonatine (1993)



Playa, mar, amistad, infantilismo, juegos, suman algunas vías de escape a la violencia, la soledad, el vacío y la muerte en el cine de Takeshi Kitano. Lo apuntan los intervalos playeros en Boiling Point (3-4X jugatsu, 1990), Sonatine (Sonachine, 1993), la película que le dio a conocer en occidente, o El verano de Kikujiro (Kikujiro no natsu, 1999), quizá el título en el que la niñez o el instante infantil alcanza mayor carga emocional y poética. Son rasgos que se unen a otros para dar forma al “estilo Kitano”, reconocible a primera vista en el protagonismo y en la presencia física de “Beat” Takeshi, el propio Kitano, —salvo en Una escena en el mar (Ano Natsu, Ichiban Shizukana Umi, 1991) y Kids Returns (Kidzu Ritan, 1996). Pero quizá sea al revés y dicho estilo —suma de las influencias, la creatividad y la personalidad del responsable de Hana-bi (1997)— sea el que da forma al conjunto que asume de Kitano un ritmo pausado. En en el caso de Sonatine, resulta uno de los más pausados de su obra. Apenas hay tres ligeros movimientos de cámara en toda la película, el resto de metraje se compone de la sucesión de planos estáticos donde los personajes entran, salen o permanecen dentro del encuadre, de la caricatura de la violencia y de las imágenes a la orilla del mar donde las bromas liberan el carácter de su personaje, entre infantil, violento, bufonesco y lacónico; con dificultad para comunicar emociones y expresar sentimientos con palabras. Los yakuzas de Sonatine son hijos de la peculiar mirada de Kitano, irónica, bromista, pausada, no exenta de poética y de cierto desencanto. No pueden negar su origen, como corrobora su llegada a Okinawa, adonde envían a Murakawa (“Beat” Takeshi) y a los suyos para mediar en un conflicto entre bandas locales. Lo hacen en grupo, como una excursión de colegiales a los que llevan en autobús y les ofrecen bebidas y helados, a la espera de llegar al local que les servirá de base, hasta que sufren el ataque tras el cual se esconderán en la playa. A partir de ese instante, las vacaciones de Murakawa y los suyos, mientras esperan solucionar el problema que les llevó hasta allí, será una pausa lúdica, entre la espera y el juego, lo que hace que los personajes de Sonatine vivan en la pausa, en la espera.


Aunque sea jefe de su propia banda, el protagonista de Sonatine no se encuentra en posición de negarse a cumplir la orden del gran jefe. Murakawa se encuentra atrapado en los bajos fondos donde apenas siente o donde ha olvidado sentir. Pertenece a ese espacio donde, aunque mande, no es libre. Es un prisionero de la cotidianidad delictiva que solo logra dejar atrás a orillas del mar; solo por un breve instante, cuando trasforma su estancia en Okinawa en la diversión infantil que comparte con sus hombres. Tras toda una vida moviéndose por ambientes gansteriles, como en el que se le descubre al inicio del film, Murakawa y los suyos tienen la oportunidad de liberarse, de ser inocentes otra vez. Pero esa libertad, nacida de la evasión —el acercamiento a la infancia y la ausencia de reglas—, que saborea durante parte de su estancia en Okinawa, solo es posible durante esa especie de vacaciones que, en la distancia, aumenta el paréntesis vacacional de Boling Point y esboza el que abarca la práctica totalidad de El verano de Kikujiro. La comicidad y la violencia forman parte de Sonatine pero es la pausa en sus imágenes la que determina su forma, como si solo en esa ausencia de avance temporal y de movimiento en la acción, lejos de la ciudad y de la criminalidad, existiese un lugar imposible, quizá un espejismo, donde Murakawa encuentra la ocasión de liberarse, de gozar de otra vida y establecer lazos afectivos mediante la convivencia, las bromas y la risa.



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