Lola (1981)
Las películas son expresión y entretenimiento, a veces son más que eso, pero nunca son soluciones, ni pretenden darlas. Son medios y vías comunicativas que establecen contacto, puentes que pueden conducir a la reflexión, a la duda o al análisis de situaciones y problemáticas que los cineastas, no todos, exponen a su público, cuestionando, agitando, provocando, reflejando realidades. Y esa invitación, que es en sí una película, asoma en la pantalla en forma de historias que no ocultan una postura que en ocasiones delata cierto pesimismo, desilusión, crítica —la actitud del free cinema británico—, o incluso impotencia frente la deshumanización —los gritos de advertencia de Pasolini en el desierto. La nouvelle vague fue la que mejor supo venderse y la que mejor se vendió entre todos los nuevos cines europeos surgidos hacia finales de la década de 1950 e inicios de la siguiente. Pero también fue de las que menos hincapié hizo en la situación sociopolítica de su momento. Algunas cinematografías de la Europa comunista, aprovechando el deshielo, o la alemana federal y la italiana de los años sesenta y setenta mostraron mayor interés en abordar aspectos de la época, un periodo que corroboraba que el presente no era el futuro prometido a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Salvo el cine italiano, los nuevos cines de los países que habían vivido o vivían bajo dictaduras fascistas o comunistas eran desconocidos en comparación con el cine francés o el británico, pero no por ello carecen de interés, ni de un buen número de cineastas y películas que nos hablan de su momento y de la transformación social, el supuesto progreso, aunque los cambios ni fueron los esperados ni se produjeron para el beneficio de la mayoría, aunque la mayoritaria clase media ganase comodidad y bienestar respecto a tiempos anteriores. De todas esas corrientes, quizá la última en despuntar fuese la alemana occidental, pero lo hizo con fuerza y compromiso independiente cuando entraron en juego la pareja Straub y Huillet, Herzog, Schölondorff, Syberberg, Wenders o Fassbinder. Podríamos decir que ellos fueron los directores “bandera” de ese recién nacido cine alemán. También que son distintos entre sí, aunque mantienen puntos de contacto, como sería su mirada al pasado cercano para intentar explicar aspectos de su presente, en Schölondorff y en Fassbinder más pronunciada.
En Fassbinder esta intención histórica abarca desde el auge del nazismo en Berlín Alexanderplatz (1980) hasta la democracia, su construcción o ilusión de su construcción durante la década de 1950 en la trilogía (BRD) con nombre de mujer —Maria Braun, Lola, Veronika Voss—, pasando por la emigración en Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, 1973) y por la Segunda Guerra Mundial en Lili Marleen (1982). Lo hace huyendo del realismo de apariencia, puesto que queda claro que Fassbinder no pretende captar imágenes reales, sino transmitir sustancias, situaciones y problemática reales. Su mirada distorsiona para desvelar realidades escondidas, silenciadas u obviadas. Y ese es uno de los puntos fuertes de su cine y de su febril personalidad artística, para algunos quizá su debilidad, es su descarada capacidad para generar e iluminar atmósferas artificiales, decadentes, irreales como las que envuelven Lola (1981) o Querelle (1982), película póstuma y cota de esa artificialidad que remarca la elección del cineasta alemán por distanciarse de los tópicos realistas para hablar de las realidades que confluyen en sus personajes y en los espacios que ocupan; en el caso de Lola, el burdel y los lugares diurnos, que se oponen al nocturno para remarcar la existencia de dos mundos en uno: el visible y el invisible (si vemos con la mirada de von Bohm). Tanto el título como la protagonista hacen referencia a Lola Lola, la cabaretista de Marlene Dietrich en El ángel azul (Der blaue engel, Josef von Sternberg, 1930), y, como aquella, la Lola de Barbara Sukowa es una mujer seductora capaz de sacar a la luz lo que se esconde en los hombres. También desde ella accedemos a la realidad, y la suya apunta la veloz reconstrucción económica y política alemana de posguerra, un periodo de liberalismo y de la especulación urbanística representada en Schuckert, el empresario interpretado por Mario Adorf.
Aparte del nombre, común a las Lolas cinematográficas sería que desde ellas se observa su entorno y la época que les corresponde vivir. Da igual que sean vampiresas, prostitutas, bailarinas, adolescentes con piruleta o hijastras ingenuas, su presencia pone de manifiesto la hipocresía social. Nos descubren dos mundos, el que se deja ver y el que se oculta, de ambos habla Lola con von Bohm (Armin Mueller-Stahl) en un momento puntual e íntimo de este drama ambientado durante la década de 1950 —con el democratacristiano Konrad Adenauer al frente de la cancillería de la República Federal de Alemania. Lola habita ambos, pero no es la única que lo hace. La élite de la ciudad también vive en el exterior, donde guarda la compostura moral, y en el submundo adonde acude a satisfacer su apetito y su deseo. Si Schuckert es amoral, no contempla moral alguna, Lola es la menos hipócrita del burdel. No se esconde, canta, se desnuda, exige un extra por esto o aquello y se entrega por un trozo del pastel. Ella no se oculta, como sí hace el alcalde de esa ciudad donde se desarrolla la trama de un film que aborda la corrupción y otros aspectos que salen a la luz a lo largo del metraje. Los dos mundos expuestos por Fassbinder quedan claramente diferenciados, sin embargo, la clase dominante es la misma. La élite de poder de la que le habla Esslin (Mathias Fuchs) se reúne en el burdel donde Lola es como la democracia que están construyendo, que compran y utilizan. Pues, como ella misma advierte a von Bohm, <<hay una vida interior y una vida exterior. Y las dos no tienen nada que ver entre sí>>. El funcionario no sabe de qué le está hablando. Desconoce la hipocresía, la corrupción y la amoralidad del sistema controlado por esa élite que construye el propio sistema, para controlarlo y beneficiarse. Crean un nuevo tipo de totalitarismo, aunque enmascarado, sin ideología, uno que prefiere y elige seducir a imponerse mediante la brutalidad. Este sería también el “fascismo” señalado por Pasolini, tanto en su cine como en sus escritos, pero en Fassbinder no hay una llamada de alarma, sino una mirada al momento en el que se construye la nueva sociedad alemana, una democracia de libre mercado; y como libre y como mercado, todo y todos tienen un precio o son libres de ponerlo. Al final, cayendo en el cinismo, todo se reduce a las palabras del periodista al que von Bohm entrega los contratos que demuestran la corrupción. En ese instante, el representante de la prensa (el cuarto poder) le dice que le había prometido un escándalo y que eso son números, para concluir con un <<todo el mundo saca algo de ello. Son las reglas del juego>>. Cierto, la élite controla y se beneficia, el resto se somete y se deja seducir por las promesas de progreso, libertad, placer y bienestar. Y se encadenan a esas mismas promesas, que se cumplen en apariencia y en la medida que Schuckert y compañía permiten.
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