domingo, 20 de junio de 2021

Estallido (1995)


Ponemos todo nuestro empeño y le echamos mucha ciencia al asunto, pero ni con esas somos capaces de controlar la naturaleza en su totalidad; solo en parte, mínima, y esta parte tiende a recuperar su estado natural o evolucionar hacia su naturaleza. Una prueba de lo dicho, quizá la más simple —por su razonamiento simple—, la descubrimos en la propia incapacidad de controlar nuestras existencias, pues, lo aceptemos o no, muy poco depende de nosotros: no podemos detener el envejecimiento, ni borrar las huellas del tiempo, por mucha cirugía que se emplee para ocultar la arruga, ni desterrar la muerte de la vida, por citar ejemplos extremos. Formamos parte de un todo natural donde, como humanos, solo podemos sentir el espejismo de que controlamos el entorno, o la aspiración a controlarlo, pero esa imagen de control se esfuma cuando el descontrol, u orden natural que intentamos alterar con mayor o menor fortuna, se evidencia en la comunidad o en el individuo. Y esto es lo que sucede en Estallido (Outbreak, 1995) cuando el virus llega al pueblo donde se observa un despliegue militar que no obedece al bienestar de los dos mil seiscientos habitantes a quienes se pone en cuarentena, sino que responde a otro tipo de intereses e impone la censura y el bloqueo informativo con el que el general McClintock (Donald Sutherland), el villano de la función, pretende mantener su arma biológica (el virus que descubrió en 1967) en secreto; secretismo que mantuvo al ordenar soltar una bomba sobre el campamento donde se produjo el brote.



Han pasado tres décadas desde entonces, y McClintock peina canas y continúa ocultando su arma perfecta; y así pretende seguir actuando. Ya lo hizo antes, de modo que, para lograr su objetivo, es capaz de sacrificar a la población contagiada y a quien se ponga en medio; en ese aspecto es casi igual que el virus al que el coronel Daniels (Dustin Hoffman), Robby (Rene Russo) y el resto del equipo intentan frenar, salvo que el virus no posee pensamiento ni viste uniforme, ni tiene conciencia de su existencia e inexistencia. Cierto que el general no lo propaga, pero conoce su existencia antes de que estalle la crisis sanitaria y sabe que el virus (inicialmente idéntico al suyo) es el asesino perfecto: letal al cien por cien, el ojo humano no lo ve, tampoco el oído lo escucha venir, no tiene remordimientos y nunca deja de hacer lo único que puede hacer: buscar huéspedes que le permitan seguir alimentándose, a costa de sus vidas. El problema de este oficial es el maquiavelismo de siempre, además de presumir control de lo que ni puede controlar ni contener. Pues no hay fronteras, ni defensa, salvo el suero que los generales Billy Ford (Morgan Freeman) y McClintock desarrollaron y han mantenido en secreto, hasta que el primero intenta ayudar al pueblo californiano donde todos se han infectado; no obstante, ya es demasiado tarde. Daniels lo sabe y hace cuanto puede para dar la alarma, puesto que sospecha que, de confirmarse sus peores temores, apenas tendrán tiempo de frenar una epidemia. Y esa lucha contra el reloj hace que Estallido sea un thriller de acción, sobre todo, en su parte final. Y como tal, funciona sin alterar su rumbo, ni su ritmo; sin sorpresas que la alejen del entretenimiento que propone a partir de la situación límite que exige la presencia e intervención de héroes y heroínas, pues eso es lo que son los científicos del film. Y por eso mismo, el coronel Daniels desobedece las órdenes, puesto que antes que militar es médico, ex-marido, aunque no vería con malos ojos borrar el ex, y héroe.



Wolfgang Petersen abre Estallido con el prólogo en 1967, situándonos en el poblado africano donde el virus hace estragos entre los soldados, pero no quiere mostrar eso, sino a los dos oficiales estadounidenses que deciden arrojar la bomba que arrasa el lugar y las vidas humanas que se encuentran en su radio de acción. No lo hacen para contener, sino para obtener. De ese modo se aseguran el virus para su arsenal bélico. Las imágenes abandonan el pasado y se trasladan a un laboratorio donde el cineasta alemán, empleando un plano secuencia, muestra las distintas salas, de menor a mayor riesgo de contagio, para presentar al coronel Daniels, a la doctora Robby Keough y al mayor Casey (Kevin Spacey), el compañero y amigo de ambos. La información visual es precisa, lo mismo que la oral. Petersen nos introduce en situación. Sabemos que son virólogos experimentados y que Daniels y Robby acaban de divorciarse. De ese modo se establecen lazos afectivos para dar emotividad a la acción que se desarrollará avanzado el metraje, cuando el virus ninguneado por unos, ocultado por otros, llegue a Estados Unidos. Hasta entonces, nadie se preocupa porque no afecta sus vidas, su orden y control; hasta el momento de sufrirlo. Entonces, todo cambia; entonces, comprenden que la naturaleza no obedece a un conjunto de estadísticas, que las personas no son números, aunque así lo creen algunos como McClintock, —<<¡Mirénles bien! ¡No son estadísticas. Son de carne y hueso!>>, advierte el político (J. T. Walsh) antes de que el consejo tome la decisión de arrasar la población y las vidas de más de dos mil civiles estadounidenses—, obviando también que los virus no saben de fronteras, ni distinguen entre amigos y enemigos, entre ricos y pobres, aunque los primeros partan con cierta ventaja, sino que la naturaleza solo obedece a la propia naturaleza, a sus cambios y variables, a su evolución y a su ritmo natural, que a veces logramos variar.




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