miércoles, 2 de junio de 2021

El cielo protector (1990)


Vivimos como si fuéramos eternos, comenta el narrador interpretado por Paul Bowles (el autor de la novela que inspira el film), aunque no son estas sus palabras exactas, para poner de manifiesto nuestra mortalidad y nuestra brevedad bajo el cielo, nuestro reino temporal, finito, sensitivo, emocional. Y esa finitud pasa desapercibida mientras susurra la agonía de la infinitud en la que vivimos o creemos vivir, porque el desconocimiento de nuestra muerte nos protege creando el espejismo que refleja nuestro presente eterno. El cielo protector (The Sheltering Sky, 1990) no es tanto la historia que cuenta como las sensaciones que transmite, las que le dan sustancia y le confieren la sensibilidad que desborda. O quizá fuese mejor decir que ese mundo sensitivo es el que genera las sensaciones que Bertolucci comunica a través de imágenes que no solo llegan visuales; pues, prácticamente, el cineasta italiano logra despertar los cinco sentidos. Parece que apela a ellos, aunque el cine sea un medio audiovisual, y los seres humanos potenciemos la visión por encima del resto de sentidos —y aquí, alguien podría hacer el chiste fácil de “también el común”.



Viendo El cielo protector no resulta complicado imaginar el olor de la putrefacción, sentir las moscas sobre la piel, notar como el sudor la recorre o como el calor la quema, o la agonía de Port. No se trata de subjetividad, ni de ponerse en la piel de los personajes, sino de cómo Bertolucci filma los espacios, el clima, los objetos, las personas. Cierto que la fotografía de Vittorio Storaro tiene mucha culpa a la hora de transmitir tales sensaciones, pero también la ambientación y las actuaciones de Debra Winger y John Malkovich, quienes interpretan al matrimonio que llega al norte de África acompañado por Tunner (Campbell Scott), el amigo a quien Kit le comenta que ellos son viajeros mientras que él es turista. La diferencia, le explica ella, consiste en que los segundos piensan en la fecha de regreso en el mismo momento en el que llegan a su destino, mientras que los viajeros no tienen fecha, incluso puede que no regresen al punto de partida. Esa conversación, aunque parezca trivial, apunta la realidad del matrimonio y de su viaje por el África sahariana, pues es un viaje sin retorno, como todo viaje existencial. Para ellos no habrá vuelta atrás. Y mientras se produce ese recorrido por la existencia e inexistencia de la pareja, Bertolucci realiza otro igual de vital por las costumbres, las distancias y las cercanías de un espacio donde vida y muerte también son viajeras que, en algún punto del camino, se tocan.



Como apunto arriba, El cielo protector es suma de sensaciones que despiertan con el calor, con el color terroso y rojizo del paisaje, con los silencios y la soledad del desierto, con las moscas sobre la carne y los sonidos humanos y naturales por los distintos pueblos y parajes cubiertos por ese cielo que, como dice Port cuando hacen el amor en la inmensidad desértica, les protege de la nada que hay más allá. Sobre El cielo protector, Tennessee Williams afirmó que esta es «una novela salvaje y aterradora, una alegoría del hombre y sus desiertos», pues comprendió que estaba ante un viaje por el exterior y al tiempo por la interioridad de los personajes. Es imposible disociar ambos. Esto también lo entendió Bertolucci en su adaptación cinematográfica de la novela de Paul Bowles —que asoma en pantalla en varios momentos, pero manteniendo las distancias con los personajes. La historia se ambienta en 1947, en un periodo de posguerra en el que el mundo parece y quiere recuperarse de las heridas sufridas, aunque ya nada podrá ser igual que antes, aunque se intente regresar a la normalidad, colonial en el caso de norte saharaui donde arriban la pareja y Tunner, el tercer vértice del triángulo. Quizá por esa necesidad de reencontrarse, el matrimonio decide alejarse de su cotidianidad neoyorquina —de hecho, Port asume que no tiene oficio y pronto carecerá de su identidad previa, al perder su pasaporte— y adentrarse en el desconocido territorio donde la vida y la muerte se hacen más cercanas para ese matrimonio que no llega a África para hacer turismo, sino para continuar el viaje...




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