martes, 28 de agosto de 2018

Vivir y morir en Los Ángeles (1985)


¿Avanzar, permanecer dentro del camino señalado o recuperar el esplendor cinematográfico pasado? Las tres opciones asomaron durante la década de 1980 para demostrar que la mayoría de los realizadores de Hollywood no deseaban o no podían romper barreras y solo unos pocos, caso del veterano Samuel Fuller en Perro blanco (White Dog, 1981) o Francis Ford Coppola en Corazonada (One Front the Heart, 1982), anteponían sus ideas a la comodidad dentro del sistema. Poco tenía que ver el Hollywood de la época con el del decenio anterior, aquel en el que
el policíaco estadounidense apuntaba sin disimulo el pesimismo de una sociedad que había despertado a la cruda realidad que, hacia finales del decenio y durante la década siguiente, desapareció de la pantalla, sustituida por el escapismo infantil, por el conformismo generalizado, por la apuesta segura y por el conservadurismo reaganiano. Aunque hubo algún intento de alejarse de la mediocridad dominante, el cine comercial de la época naufragó en su vertiente artística. Quizá habría sido distinto si la industria hubiera estado en manos de personas que, como los viejos tiranos fundadores del star system, supieran de cine, si películas como La puerta del cielo (Heaven's Gate; Michael Cimino, 1980) o la ya nombrada de Coppola no hubiesen sido fracasos que hicieron tambalear los cimientos económicos de los estudios o si los realizadores antepusieran las inquietudes creativas a la taquilla.
Claro está, no todos los cineastas necesitan asumir riesgos (menos aún los productores y los ejecutivos de los estudios), ni todos los que lo pretenden tienen la posibilidad de hacerlo dentro de una industria que, al igual que el resto del mundo empresarial, se rige por los beneficios y las modas que impone. Por fortuna, y a riesgo de caer en la marginalidad (si no alcanzan cifras plausibles), algunos realizadores se desmarcaron y desmarcan de los márgenes establecidos y logran que sus películas no suenen a más de lo mismo. Pero este no es el caso de William Friedkin, al menos, no, el del Friedkin de Vivir y morir en Los Ángeles (To Live and Die in L. A., 1985) y su intento de revivir parte de su esplendor pasado en esta película que se quedó en eso, en un intento. A las primeras de cambio, sale a relucir la falta de convicción del cineasta a la hora de decidir qué tipo de película quería realizar: una de los setenta, una de los ochenta o una combinación de ambas. De tal manera, sin saber hacia dónde ir, el film naufraga entre otras cuestiones por el aparente desinterés de sus responsables a la hora de eludir situaciones y personajes vistos con anterioridad o diálogos que innecesariamente rellenan escenas que transitan por terreno conocido y que solo funcionan a medias (para disimular carencias) y que no conectan con quien las visiona y descubre la sombra difuminada de The French Connetion (1971). La ausencia de la osadía y del manejo de los espacios urbanos de aquel primer Friedkin en Vivir y morir en Los Ángeles precipita la no comunión entre las imágenes y mi pensamiento. Mi distanciamiento se produce en los instantes iniciales, cuando la banda sonora chirría e irrita insistente provocando el rechazo que mi cerebro transforma en la sensación de desequilibrio que me trasmite el conjunto audio-visual, cuya irregularidad resta impacto a cuanto se expone, sobre todo en la apertura y en la presentación de los personajes. Esta tónica prevalece durante buena parte del metraje de un policíaco a caballo entre el thriller de los setenta y el cine de acción que se estaba desarrollando hacia la mitad de los ochenta, de ahí que, al contrario de la citada The French Connection, la desorientación y la repetición narrativa se impongan para transitar por un terreno sinuoso de logros (que los tiene) y desaciertos (los más), potenciados estos últimos por la titubeante narrativa del responsable de El exorcista (The Exorcist, 1973) y por la apenas convincente presencia de William Paterson en el rol de Richard Chance, el agente del servicio secreto protagonista, cuya ambigüedad moral sale a relucir durante la búsqueda de vengar la muerte de su compañero. A pesar de sus desaciertos, Vivir y morir en Los Ángeles destaca sobre otros policíacos de la década, pues gana enteros cuando Friedkin encuentra el pulso narrativo, a partir del encuentro de Chance con Eric Masters (Willem Dafoe), el falsificador y asesino que el agente persigue más allá de los límites de la ley, arrastrando consigo a su nuevo compañero (John Pankov), una marioneta en sus manos y alguien que no tardará en asumir las características de quien comparte aventura, aunque en ninguno de ellos se observa el desencanto y la honestidad que guiaban a los policías de la década anterior.

lunes, 20 de agosto de 2018

Los inundados (1961)

La irrupción de Fernando Birri en el cine argentino fue fundamental para su modernización y también para revitalizar el cine social que Mario Soffici en Kilómetro 111 (1938) o Prisioneros de la tierra (1939) y Hugo del Carril en Las aguas bajan turbias (1951) habían impulsado años atrás. Pero, a diferencia de estos dos también imprescindibles de la cinematografía argentina, Birri no se limitó a señalar deficiencias sociales, sino que introdujo una dimensión combativa (política e ideológica) en sus películas documentales y en el que quizá sea su film de ficción más popular. En Los inundados (1961), su primer largometraje, Birri se alejaba del documento para realizar una crítica satírica que señala a la burocracia y a los políticos como agentes que imposibilitan la mejora social y el bienestar que, salvo en un breve suspiro cómico, nunca se encuentra al alcance de sus marginados protagonistas. Para hacer hincapié en el subdesarrollo y en las diferencias sociales, el inicio de Los inundados introduce el tono neorrealista que, rompiendo con las formas y el contenido del cine argentino de la época, dominará su metraje, aunque se trata de un neorrealismo más cercano al expuesto por De Sica en Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951) que al dramático que impera en su Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) o en la viscontiana La terra trema (1948). La comicidad y la picaresca empleada por el realizador santafesino potencian la precaria realidad en la que descubrimos a la familia Gaitán. Víctimas de las inundaciones provocadas por la crecida del río Salado, ellos y otros vecinos son reubicados en viejos vagones que malamente logran adaptar a sus necesidades y, cuando lo hacen, pretenden echarlos de allí. Pero la familia se niega y despierta viajando por las vías que la conducen hacia un lugar donde experimenta la mejora social que concluye repentina, apenas unas horas que a sus miembros saben a gloria, y da paso a la realidad que siempre los inunda. ¿A quién culpar del subdesarrollo que los anega más que las aguas? <<Si a nosotros, si al destino,...>>, duda la señora Gaitán (Lola Palombo). <<Al gobierno>>, asume Dolorcito Gaitán (Pirucho Gómez). <<Todos son iguales, puras promesas, nada más>>, concluye la primera. Si en Prisioneros de la tierra, los trabajadores de mate son prácticamente esclavizados por los dueños de las plantaciones, en Los inundados los marginados encuentran su imposible en la burocracia y en la falta de acción, la suya y la de los responsables del desarrollo que brilla por su ausencia. Como consecuencia, los Gaitán deambulan cual pícaros que prefieren aprovechar las circunstancias que les depara su accidental viaje que regresar al entorno de miseria donde nada cambia y donde comprenden que tarde o temprano volverán a sufrir otra inundación, real o simbólica.

sábado, 18 de agosto de 2018

Winter Sleep (Sueño de invierno) (2014)

Hay realizadores que encuentran en los certámenes internacionales un aliado para darse a conocer y promocionar sus películas, y que estas llamen la atención de distribuidores que las estrenen lejos de las fronteras de los respectivos países de producción. Este es el caso del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan cuyo idilio con el festival de Cannes le ha proporcionado diversas nominaciones y distintos premios, entre los cuales destaca la Palma de Oro recibida por Sueño de invierno (Kis uykusu, 2014). Sus más de tres horas de duración la convierten en la película de mayor metraje que, hasta la fecha, se ha alzado con el máximo galardón del mediático festival francés. Son ciento noventa y cinco minutos de silencios, de aparente inmovilidad, de reflexiones y conversaciones, complejas, sencillas y todas ellas esclarecedoras, que permiten a quien las contempla y escucha acercarse a la interioridad de personajes como Aydin (Haluk Bilginer), el protagonista masculino, cuya altivez menosprecia la valía de Nihal (Melisa Sözen), su joven mujer, y el pensamiento crítico de su hermana Necla (Demet Akbag) o a cualquiera que no considere a su altura moral. Y por supuesto, nadie está a la altura de su pensamiento, de su manera de interpretar el entorno, el cual considera suyo, un espacio donde el virtuosismo por él asumido lo distancia del exterior que contempla desde el plano teórico e idealizado que le permite reflexionar sobre aspectos de la vida que mantiene fuera de su despacho-refugio, donde da la espalda a las palabras de Necla y desde donde rehuye el contacto con el paisaje desolado que delega en su escudero Hidayet (Ayberg Pekcan). <<Un necio es para mí este sabio, con sus cuarenta pensamientos. Creo, sin embargo, que entiende bien de dormir. [...] Un dormir como el suyo es contagioso, incluso a través de un espeso muro>>. Zaratustra habló para sí mismo, para unos pocos y para multitudes que no escuchaban sus palabras, aunque las aquí entrecomilladas son las que Nietzsche atribuyó al personaje homónimo de su obra más popular, palabras que me sirven para definir, mejor o peor, a Aydin y al sueño invernal que contagia a Nihal y a Necla. Su voz interior nos descubre la soledad y el aislamiento que cobran cuerpo en su hotel, espacio físico cerrado, donde el vacío y la distancia entre los distintos personajes, y entre estos y el paisaje humano que se contempla fuera del recinto, nublan la realidad circundante que, rodeado de libros y de escritos, el protagonista ignora, quizá rechace, convencido de la superioridad moral e intelectual que se atribuye. Su alejamiento de las dos mujeres, que se marchitan en su prisión de insatisfacción, y del mundo exterior se evidencian a lo largo de más de tres horas de un metraje que fluye sin prisa, pero armonioso y elegante, frío y estático como frío y estático es el reino de Aydin, un reino donde lo tangible y lo intangible se equilibran con gran acierto en las palabras y en las emociones que, sin necesidad de ser expresadas de viva voz, desvelan las interioridades de espectros humanos frente a la inmensidad del paisaje existencial que los amenaza y los separa.

lunes, 13 de agosto de 2018

Diario de invierno (1988)

Hubo quien llegó a decir de él que era el heredero cinematográfico de Luis Buñuel, aunque el cine del realizador aragonés es inimitable y decir que el de Francisco Regueiro está influenciado por el de Calanda es como decir nada. <<Mi acercamiento a Buñuel fue tardío, y ya es muy difícil que a esa edad, a los cuarenta años, pudiera alimentarse creativamente>>*. Las palabras de Regueiro dejan clara su postura respecto a la etiqueta <<hijo de Buñuel>> que alguien quiso endosarle, aunque nunca ha negado su admiración hacia el responsable de Tristana (1970). Ya desde Angelina, Virgen (1962), su práctica de fin de carrera en la Escuela Oficial de Cinematografía, y sobre todo desde su primer largometraje El buen amor (1963), el director, guionista y dibujante vallisoletano se desmarcó de influencias -que sí las tiene, no solo del aragonés, sino también de otros cineastas- para crear un universo fílmico complejo, imaginativo, independiente, rico, poético, de raíces culturales reconocibles, a veces surrealista, esperpéntico y otras impregnado de humor negro y de cierto pesimismo, aunque en la actualidad dicho universo ha caído en el olvido. Común a muchos de los miembros del llamado Nuevo Cine Español de la década de 1960, este ninguneo-olvido no empaña su carrera artística, más intermitente de lo que algunos hubiéramos deseado porque nos quedamos con la duda de ¿hasta dónde habría llegado un cineasta del talento e independencia de Francisco Regueiro si hubiera contado con mayores facilidades para desarrollar su obra fílmica? La pregunta carece de respuestas que nos alejen de las conjeturas del dónde, pero ninguna podría negar su personalidad artística ni su creatividad, la cual reivindicó tras una década de ostracismo cinematográfico en Padre nuestro (1985) y en las posteriores Diario de invierno (1988) y MadreGilda (1993). Exigente con el espectador, simbólica, alucinada, pesimista y sin complejos, la segunda película de las nombradas sobresale por su valentía y por su ruptura con el cine de la época para exponer las relaciones paterno-filiales y, en menor medida, cuestiones como la eutanasia en un país cuyo presente es todavía como un niño asustado por la sombra de un espectro pasado. Además, Diario de invierno se puede interpretar como el reverso oscuro de Padre nuestro, a la cual complementa sustituyendo el protagonismo del padre (el cardenal interpretado por Fernando Rey en aquella) por el del comisario de policía, hijo atormentado, atrapado en su contradictorio deambular entre el hoy y el ayer, un tiempo indefinido y de pesadilla que opone al adulto y al niño, al hermano, al hijo y al parricida frustrado que habitan en la mente que desequilibran. La pesadilla del comisario León (Eusebio Poncela) se gesta en el desequilibrio entre la infancia y la madurez que recorre el invierno aludido por el título, un invierno de fantasmas pretéritos que existen en la mente de quien, con su voz, nos entremezcla realidad y delirio. Diario de invierno se divide en dos partes diferenciadas por la aparición de la figura paterna (en un cementerio donde surge cual emisario de la muerte, no en vano poco después nos aclara su trabajo: yo doy muerte dulce a los que por delante la tienen amarga) y por el disparo que traslada la acción de la ciudad al campo, espacio que devuelve a León a la infancia y lo aleja de la pesadilla urbana donde, mediante la voz en off del protagonista, Regueiro introdujo a los personajes, patéticos y espectrales, las obsesiones, las raíces y los demonios del policía que nos introduce en su subjetividad, en su estado de eterna lactancia y en su obsesiva intención de matar a su padre (Fernando Rey), parricidio que él supone le permitiría alcanzar la paz que nunca ha sentido.

*Barbáchano, Carlos. Francisco Regueiro. Filmoteca Española, 1989

viernes, 10 de agosto de 2018

La ola (2008)

Un breve repaso a la Historia nos descubre repetidos intentos de eliminar, sea mediante la fuerza, la censura, el adoctrinamiento, la seducción o la alienación, la individualidad que da forma a una sociedad plural y en movimiento. Esta intención contradice la necesidad básica para el buen funcionamiento de cualquier grupo, pues, a nadie escapa, los individuos autónomos, libres y pensantes -conscientes del yo, del nosotros, del tú,... y de las distintas circunstancias que lo rodean y afectan- enriquecen su entorno y al conjunto del cual forman parte. Además de implicar un retroceso social, cultural y humano, eliminar este elemento básico y diferenciador acarrea el riesgo de la irracionalidad, pues eliminadas las mentes pensantes y constructivas, potencialmente críticas y creativas, solo queda la uniformidad y el acatamiento (consciente o inconsciente) de las directrices dictadas por el uno o por la minoría que ostenta el poder y pretende desterrar cuanto no se adapte al orden homogéneo establecido, el cual imponen, potencian y guardan con sumo celo. Borrada la capacidad crítico-analítica, las inquietudes, la diversidad, la identidad y la consciencia del ser, el individuo se estanca, se adapta y asume, cual miembro de un rebaño, su acomodo dentro del conjunto que transita por la senda señalada sin plantearse el por qué lo hace o el hacia dónde lo conduce, porque lo que importa es la sensación de aceptación (pertenencia) y de bienestar dentro del todo en el que se reconoce como parte integrante, aunque dicho todo sea la mentira cultural, económica, moral, social o política que oculta aspectos que escapan a la percepción adulterada por quien controla el sistema. Esto sería parte de la autocracia que el profesor Reiner (Jurgen Vogel) comenta con sus alumnos durante la semana de proyectos en la que se desarrolla La ola (Die Welle, 2008), aunque inconsciente de que él mismo cae y fomenta el adoctrinamiento que pone en peligro la individualidad y el buen desarrollo de los adolescentes que componen el grupo de trabajo. A primera vista, La ola podría emparejarse con su contemporánea La clase (Entre les Murs; Laurent Cantet, 2008), pero nada más lejos de la realidad, ya que el film de Dennis Gansel difiere en forma y en fondo de la menos ornamental propuesta de Cantet, la cual toma el ámbito escolar, la relación alumno-docente y la marginalidad educativa como centros de interés de su muy estimable acercamiento a un entorno educativo desfavorecido. Por su parte, Gansel asume la escuela y la figura del profesor Reiner como dos medios que le permiten introducir su discurso, si bien reflexivo, superficial, sobre los peligros de la autocracia y su asentamiento en la sociedad, un discurso cuyo estilo visual conecta con el público al que seduce por las formas empleadas. De tal manera, el fin último de La ola parece encontrarse en el cómo y no en el qué narra, circunstancia que por momentos resta a la sensación de estar contemplando dos películas: aquella que se observa en la pantalla y aquella otra que apunta y no concreta en su plenitud, al supeditar el contenido a la legítima búsqueda del aplauso popular.

miércoles, 8 de agosto de 2018

Raw Deal (1948)


Westerns como Winchester 73 (1950), Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952), Colorado Jim (The Naked Spur, 1953) o Tierras lejanas (The Far Country, 1954) se encuentran entre lo mejor del género y, ¿por qué no decirlo?, también del cine realizado en Hollywood durante la primera mitad de la década de 1950 y, salvo excepciones como el bélico La colina de los diablos de acero (Men in War, 1957), también fueron los títulos que la crítica francesa reivindicaría años después. Sin embargo, antes de dar el salto a las producciones de mayor presupuesto con el western trágico Las Furias (The Furies, 1950), Anthony Mann ya había realizado varios largometrajes de serie B en los que desarrolló sus múltiples recursos y el gusto por personajes enfrentados a sí mismos, al espacio por donde deambulan y al pasado que pretenden dejar atrás. Este triple enfrentamiento se descubre a lo largo de Raw Deal (1948), en el que Mann empleó las localizaciones urbanas y las naturales por donde se desarrolla la película para agudizar la fatalidad en la que se adentra su trío protagonista. En los primeros instantes del film, la voz de Pat (Claire Trevor) hace audibles sus pensamientos para exponer su amor incondicional hacia Joe Sullivan (Dennis O'Keefe). Esa misma voz interior nos irá desvelando miedos, dudas y celos, pero, durante los minutos iniciales, solo nos descubre que su único deseo es estar con Joe. A Pat nada le importa en ese momento salvo ayudar al reo a fugarse del correccional donde lo observamos por primera vez frente a Ann Martin (Marsha Hunt), la joven trabajadora social que, también enamorada, intenta conseguirle la libertad por medios legales. En ese instante se comprende que Joe no puede ni quiere continuar encerrado o esperar tres años entre rejas, desea respirar el aire fresco que idealiza en Ann y recuperar su libertad. Esas son sus prioridades, a las que une los cincuenta mil dólares que Rick Coyle (Raymond Burr) le debe de su último trabajo en común, el mismo trabajo que lo condujo al presidio de donde se fuga gracias a la ayuda de Pat, a quien siempre ha ninguneado, quizá porque no encuentra en ella el ideal de mujer que persigue. Ambos huyen en un vehículo que abandonan en la nocturnidad, como consecuencia de los disparos, y buscan refugio en la casa de Ann. Esta suplica a Joe que se entregue, aunque, ante la negativa del delincuente, la joven (representación de la inocencia perdida de los fugitivos) telefonea a la policía y une su destino al de sus captores. Raw Deal, cuya traducción literal es trato injusto, expone con acierto la huida contra el reloj por el asfalto y por espacios abiertos y cerrados, una huida de seiscientos kilómetros hacia la atracción y el rechazo, hacia los sentimientos enfrentados y hacia la nueva vida que Joe y Pat anhelan encontrar tras un viaje marcado por la tensión, las sombras y violencia, la cual fluye en todos los personajes de interés: Rick, sádico en grado sumo, no duda en 
arrojar licor ardiendo al rostro de su novia -en una escena que antecede a la espléndida y brutal de Los sobornados (The Big HeatFritz Lang, 1953)-, Pat mantiene una violenta lucha interna que nace de los celos y de la indiferencia que recibe de Joe, e incluso Ann asume la violencia como último recurso y dispara sobre Fantail (John Ireland) para salvar la vida del hombre que ama y por quien a cruzado su límite moral.

lunes, 6 de agosto de 2018

Tierra generosa (1946)


En su ciclo de terror para la RKO, Jacques Tourneur demostró que era un cineasta de recursos, capaz de sacar adelante proyectos de muy bajo presupuesto con excelentes resultados, y lo hacía dotando a sus historias de poesía y de una psicológica rica y adulta. Su habilidad para narrar sin necesidad de alardear de su espléndido manejo del tempo narrativo, de las luces y de las sombras en las que se mueven los personajes (claroscuros que remiten al interior del alma humana) o de la sutileza con la que muestra las emociones también se observa en sus películas de presupuestos holgados, películas como su primer western, producido por Walter Wanger para Universal Pictures, en el que combinó a la perfección aspectos del género con su maestría para dotar de alma a personajes e imágenes que invitan a sumergirse en lo visible y en aquellas cuestiones omitidas aunque nunca escondidas. Pero quizá Tierra generosa (Canyon Passage, 1946) destaque a primera vista por el tono pictórico empleado por Tourneur para dibujar y colorear (en su primer film en color) un paisaje humano donde los deseos silenciados y las ambiciones personales nos adentran en la intimidad de un western que encuentra su razón de ser en los sentimientos y en las conflictivas relaciones que se producen en el entorno natural al que Logan Stuart (Dana Andrews) regresa tras su estancia en Portland, donde al inicio del film se encuentra con Lucy Overmire (Susan Hayward) y sufre el ataque nocturno de Bragg (Ward Bond). Su vuelta a Jacksonville nos descubre su relación con Lucy, George Camrose (Brian Donlevy) y Caroline Marsh (Patricia Roc), o mejor escrito, nos descubre la pasión silenciada, la amistad, el desencanto y la envidia, el hogar o las costumbres que marcan el ritmo de la película y el comportamiento de los protagonistas, condicionados por las emociones contenidas y por las distintas circunstancias que inevitablemente remiten a las sombras internas y a las externas que amenazan la armonía de la comunidad en construcción de la cual forman parte. Tierra generosa es un film de hombres y de mujeres que habitan un espacio salvaje que han convertido en su hogar, que funciona y progresa si cada miembro acepta el compromiso que posibilita el equilibrio que desaparece cuando Camrose traiciona la confianza de sus clientes o cuando Bragg da rienda suelta al salvajismo que provoca la ira de los vecinos indios. La ruptura de la armonía inicial, aquella que se observa en la casa de los Dance o en el campo donde se celebra la boda, marcan parte de los intereses de la película, aunque Tourneur nunca olvida la importancia del individuo e indaga en aquellos aspectos que lo afectan (deber, deseo, ideales, contradicciones, individualidad,...) y lo enfrentan a las costumbres establecidas por y para el beneficio de la comunidad que le exige renunciar a parte de la libertad que Logan desea mantener intacta, pues esa libertad a la que se aferra son sus inquietudes y sus sueños.

domingo, 5 de agosto de 2018

La isla mínima (2014)

En ocasiones el aspecto externo de una película condiciona y atrae de manera consciente la atención del público, con el fin de desviar su mirada sobre posibles vacíos o carencias que la música, las imágenes, los paisajes preciosistas, los efectos especiales o la exageración dramática o cómica de los actores y actrices, intentan ocultar. Lo ideal (uno de los posibles) sería equilibrar los aspectos formales y las actuaciones con el contenido perseguido por los distintos realizadores, pero ese ideal de armonizar los diferentes componentes de un film sin condicionar la mirada de quien lo observa no siempre se logra, e incluso a menudo no interesa lograrlo. Sin embargo Alberto Rodríguez sí lo logró en La isla mínima (2014), pues, tanto el fondo musical, compuesto por Julio de la Rosa, como la ambientación en las marismas del Guadalquivir, fotografiadas por Alex Catalán, y las convincentes interpretaciones de sus protagonistas se encuentran al servicio de la desorientación expuesta por el cineasta sevillano y de la incómoda atmósfera que envuelve el viaje a una España espectral donde confluyen presente y pasado, dos tiempos que en el ahora de 1980 (y también en el actual) cohabitan en busca de su equilibrio. Desde su apariencia de thriller por momentos fantasmagórico, La isla mínima transita por la desolación externa e interna que se descubre durante la investigación que Pedro (Raúl Arévalo) y Juan (Javier Gutiérrez) inician a raíz de la desaparición de dos hermanas, una investigación que se desarrolla en los alrededores del aislado pueblo andaluz donde la opacidad silenciosa agudiza el deambular desorientado de la pareja de investigadores, que inicialmente asume su traslado como su paso por el purgatorio que los devolverá a Madrid. Ellos representan dos polos opuestos de un país que continúa su tránsito del pasado hacia el futuro, amenazado por los fantasmas de la dictadura y por las incógnitas del presente que asoman en el nuevo periodo político-social, y, al igual que en su interior, en el exterior pervive ese pasado que Pedro juzga y rechaza, ya que él representa el progreso democrático en el que Juan, reliquia del antiguo régimen, busca su lugar (y su redención), aunque el camino para lograrlo es tan sinuoso como el asentamiento definitivo de las libertades y del bienestar social inexistentes durante el franquismo. La circunstancia de que ambos coincidan en el tiempo y en el espacio definidos de La isla mínima (e indefinidos si se proyectan más allá del 1980 en el que nos sitúa la acción) opone métodos y comportamientos, ajenos entre sí, y marca las distancias entre dos personajes que ni simpatizan ni presenten rasgos comunes más allá del trabajo policial que no tarda en convertirse en una búsqueda obsesiva, quizá no de la verdad que nadie parece conocer o no desea reconocer, sino de sí mismos (como individuos y como miembros de una nación dominada por las sombras), de la redención de Juan y de su lugar en esa nueva España que, sin expresarlo, Pedro idealiza durante parte del film. A medida que la pareja se adentra en ese entorno ambiguo y opaco (reflejo humano) donde el caciquismo pervive y sobrevive a las huelgas obreras que se dejan notar, sus diferencias se diluyen, como si el pasado y el presente estuvieran condenados a entenderse para enfrentarse al ahora de la investigación y de sus aspectos más escabrosos. Sin necesidad de exteriorizar las inquietudes de los protagonistas, estas salen a relucir en sus miradas, en sus métodos de trabajo o en las escuetas conversaciones que mantienen (entre ellos y con quienes se encuentran por el camino), sin forzar las ideas contenidas en el film y encontrando aliados en personajes secundarios como Rocío (Nerea Barros), que sufre en silencio su dolor por la pérdida de sus hijas, su sumisión y el maltrato de su marido (Antonio de la Torre), o el reportero (Manolo Solo) en quien prima el periodismo sensacionalista, Rodríguez dio forma a una gran película de género y a un panorama nada amable, oscuro y sórdido del ayer, del hoy y quizá del mañana de un país a la deriva que necesita conocerse y aceptarse para poder avanzar.

sábado, 4 de agosto de 2018

Martín (Hache) (1997)


La mediocridad y la hipocresía no son rasgos sociales exclusivos del hoy, sino del siempre, pues siempre se han impuesto con mayor facilidad en la sociedad que quienes intentan trasgredir los límites aceptados y establecidos por las mismas. Esta transgresión suele convertir a quienes la pretenden consciente o inconscientemente en individuos incomprendidos, cuando no marginales o marginados por el sistema; y Dante (Eusebio Poncela) es lo uno y lo otro porque ha dejado de mentirse y ha dado la espalda a una sociedad en extremo alienada y consumista que premia la medianía y fomenta los hábitos cotidianos que en el teatro califica de farsa existencial, una farsa que rechaza con su comportamiento, con su pensamiento y con sus palabras. A pesar de su coqueteo controlado —así lo afirma— con las drogas que para el resto de personajes mal funcionan como vía de escape a la insatisfacción y a la desorientación vital, la decisión y la postura existencial de Dante nos descubren a un hombre lúcido, por tanto, contradictorio (o a la inversa), a quien le encanta oírse y que se ha liberado de los prejuicios y los convencionalismos sociales que le habrían imposibilitado ver y comprender cuanto es, cuanto le rodea y cuanto son su amigo Martín (Federico Luppi), Hache (Juan Diego Botto) y Alicia (Cecilia Roth), la familia que, a su manera, intenta proteger del "asesino difuso" que la amenaza desde que el segundo sufre una sobredosis.


Como conciencia de Martín (Hache) (1997), Dante es la voz desde la que Adolfo Aristarain introduce la perspectiva liberadora, crítica, incómoda para algunos y a contracorriente que también se erige en la conciencia de ambos Martín, padre e hijo, a quienes el inolvidable personaje interpretado por Poncela intenta hacer comprender el nexo (el amor) que les une, pero que callan entre la confusión, el miedo y los temores, la insatisfacción, la incomunicación y la desorientación. Amistad, reflexiones y diálogos que suena honestos, soledad, miedos, la sombra del suicidio, que no solo amenaza a Hache, son algunos ingredientes que hacen de Martín (Hache) una de las mejores y más personales películas de Adolfo Aristarain y un punto de inflexión en su carrera cinematográfica. El film encuentra su filón y su razón de ser en los intérpretes, espléndidos en su labor, en las conversaciones que mantienen —es un film en el que la palabra se revela vital—, en sus enfrentamientos dialogados, en sus temores y en el humanismo que destilan los mejores largometrajes del cineasta argentino. Pero, por encima de todo, Martín (Hache) es una certera reflexión sobre el individuo y la sociedad, sobre la vida y las amenazas que se ciernen sobre la misma y sobre quienes, como Hache, buscan su lugar y se encuentran con las sombras que impiden reconocer y reconocerse o expresar aquellos sentimientos y emociones que Martín padre silencia por miedo y porque quizá no se sepa como expresarlos más allá del papel donde escribe sus guiones y las razones para vivir que entrega a su hijo. En contraposición, Dante destaca por haber equilibrado quien es y quién desea ser, por ello resulta el personaje más lumínico, sincero y generoso, aunque no carente de cierto egocentrismo, un personaje que intenta mitigar el dolor y la pérdida que observa en los Martín o en Alicia, tres almas amenazadas por el difuso asesino que acecha durante el reflexivo y valiente discurso desarrollado por Aristarain a lo largo de su espléndida película.



viernes, 3 de agosto de 2018

Shoah (1985)

Escribió José Martínez Ruiz "Azorín" en El buen Sancho que <<no hacer nada, para un escritor, es hacer mucho>> y, tras esta contradicción que suscribo, el bueno de Azorín explica que <<no hacemos nada en apariencia; pero nuestro subconsciente continúa trabajando. Y cuando volvemos al tablero, con las cuartillas y la pluma, nos encontramos con gérmenes de libros o de artículos, de novelas o de poemas, que no teníamos>>. Esta vagancia común a quien escribe es un periodo de supuesta inacción que no lo es, pues, detrás del momento de espera, se esconde el desarrollo de pensamientos y de ideas, búsquedas, recopilaciones, reflexiones y evocaciones, que posteriormente darán su fruto. La vagancia del escritor no es exclusiva de las letras, también la encontramos en quien pinta, esculpe, compone o en cualquiera que dé forma a un algo imaginado durante ese supuesto tiempo de no hacer. Aplicado al cine esto se relativiza en su vertiente más industrializada, aunque no desaparece en los cineastas convencidos y conscientes de querer crear o contar algo. Pueden pasar meses, quizá un año o varios, pero es inusual que transcurra más de una década entre las películas que estrena un mismo realizador, aunque a veces sucede porque el proyecto (u otras circunstancias) lo exige. Ese tiempo de ausencia de las pantallas no es un tiempo de ocio, sino de trabajo, tanto mental como físico, y así fue para Claude Lanzmann y su visión del holocausto, la cual cobró forma en la monumental e imprescindible Shoah (1985). Lanzmann pasó más de diez años indagando y entrevistando a diferentes testigos, víctimas y verdugos, de los campos de exterminio nazi. La cuantiosa información reunida posibilitó su segundo largometraje, estrenado doce años después de su primer documental, aunque más que un largometraje, Shoah es un ejercicio de evocación que, partiendo de una premisa similar a la expuesta por Alain Resnais en la magistral Noche y niebla (Nuit et Brouillard, 1955), obliga al espectador a imaginar, a no olvidar y a pensar sobre el pasado que se recuerda a través de las entrevistas que se suceden a lo largo de su metraje. El pasado evocado en Shoah es un tiempo pretérito que no se muestra empleando imágenes de archivo, sino usando las actuales de los lugares donde se produjeron los hechos que, desde las entrevistas realizadas, el documentalista pretende hacer llegar al espectador que los contempla desde un plano subjetivo, aquel que genera en su mente, aunque condicionada por la propuesta y por la perspectiva asumida por Lanzmann. <<No hay, en las nueve horas y media de la película, ni una sola imagen de archivo. La memoria no pasa por imágenes ya hechas. Estas últimas son la pantalla donde se proyecta el vacío, mientras que esa brecha es precisamente lo que funda la memoria>>. La memoria a la que se refiere Jean Breschand en El documental. La otra cara del cine revive el trauma que, incurable, se prolonga en el tiempo y alcanza el presente en el que Lanzmann empuja a sus entrevistados a revivir el pasado. Insiste en ello, y obtiene los resultados que desea, entre ellos el obligar a quien contempla su film a imaginar, sin caer en sentimentalismos, el horror de los campos de exterminio por donde la cámara parece flotar en determinados momentos de la película. Combinando silencios, palabras, posturas incómodas y la poética de imágenes que evocan el dolor, los fantasmas del ayer y la frialdad de un genocidio perfectamente estudiado y ejecutado por los nazis, el documentalista se sumerge en los hechos ocurridos en los campos de exterminio sin necesidad de representarlos en la pantalla. Pues, para el cineasta francés, resulta más interesante apuntarlos desde los recuerdos del presente que se acumulan en este trabajo documental que puede definirse como uno de los más complejos y contundentes acercamientos cinematográficos a la sinrazón y a la barbarie institucionalizada, a los prejuicios, a ignorancia, al miedo y a la aberrante ideología que precipitó la "shoá" (vocablo hebreo que vendría a significar catástrofe o aniquilación y posteriormente empleado para referirse al genocidio), de la cual Shoah tomó su título. De regreso a Azorín, y apropiándome de su reflexión, no hacer nada, para un cineasta como Lanzmann, es hacer mucho, ya que su ausencia de las pantallas no fue un tiempo de ocio o de inactividad, sino un periodo de investigación, de entrevistas, algunas tomadas sin conocimiento de los entrevistados, de filmación y del montaje de las imágenes que recorren los rostros, el silencio y los espacios donde se desarrollaron los hechos evocados en este documento único que quiso ser el film definitivo sobre la memoria y el holocausto.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Sucker Punch (2010)


Una de las ideas expuestas por Zach Snyder en Sucker Punch (2010) nos dice que la libertad se genera y se alcanza en la mente, pero el realizador no profundiza en aquello que insinúa y se recrea en el artificio audiovisual que solapa la idea central del film. Condicionada por aquello que el pensamiento fantasea y modifica según los conocimientos adquiridos, la imaginación es la vía de acceso al estado idealizado por la protagonista, un estado para ella real y que plantea interrogantes como ¿qué es fantasía y que es realidad? ¿Dónde empieza la una y termina la otra? ¿O quién las delimita? Para Baby Doll (Emily Browning) la realidad es el gris encierro que sufre antes y durante su estancia en el centro psiquiátrico que su mente transforma en el colorido físico y musical donde sumerge su mente para alcanzar la libertad. Tanto en el espacio opresivo donde vive su encierro como en aquel otro que ella transforma en fantasía prima el barroquismo formal de Snyder, quien parece sentirse cómodo filmando un híbrido —videoclip, videojuego, cómic— discontinuo y artificioso en su narrativa
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Como espectáculo audiovisual, Sucker Punch puede resultar atractivo a la vista y al oído de quienes disfrutan de la pirotecnia cinematográfica, aquella que capta la atención por su apariencia, pero, más allá de la estética, ¿qué queda? ¿Una reflexión posmoderna o la sensación de que el realizador intenta ocultar sus carencias narrativas con prolongadas escenas de acción y con la música que las acompaña? ¿Qué sucede con la idea de la libertad insinuada? ¿Se pierde por el camino que debería conducirnos a ella? ¿Es real o solo forma parte de la fantasía de quien la sueña y la persigue? ¿Por qué Baby Doll escoge escenarios a los que (se presupone) no ha tenido acceso y sin embargo imagina seres que sí conoce? ¿Cómo puede imaginarlos? ¿Los ha visto similares en el cine, en la televisión o en la literatura? Estas preguntas y sus correspondientes respuestas me llevan a pensar que en el cine de 
Snyder no importan ni las unas ni las otras y sí el aspecto externo y los abusivos movimientos de cámara, movimientos vertiginosos o el ralentí que señalan la presencia del realizador, que se posiciona por encima de la interesante propuesta planteada a raíz del encierro de la adolescente protagonista.


El estilo cinematográfico de Snyder provoca que en ocasiones la idea de alcanzar la libertad en la imaginación sea desterrada de la pantalla, lo cual provoca cierto desequilibrio entre lo que se ve (y escucha) y aquello que se esconde detrás de la espectacularidad que se impone desde el inicio de Sucker Punch, un film que si bien encuentra su demiurgo en el subconsciente de Baby Doll, quizá de Sweet Pea (Abbie Cornish), nunca llega a ser una película narrada desde el punto de vista de sus protagonistas. La subjetividad de Sucker Punch se traslada al público, que observa el encierro de las heroínas en la institución donde supuestamente se tratan trastornos psíquicos, pero donde cabe la posibilidad que
 ni siquiera el marco espacial sea real. El tono oscuro, la lentitud de las imágenes y la música (que se convertirá en otra de las protagonistas de la película), así como la constante presencia de la lluvia en los minutos iniciales, provocan la sensación de que Baby Doll se encuentra atrapada en un mundo de sombras, aquel dominado por la figura del padrastro-villano que, sin escrúpulos, acaba con la vida de la hermana pequeña y a ella la encierra en el centro donde se le practicará la lobotomía. Durante su estancia en el hospital psiquiátrico, el color sustituye a los tonos grises, pues, en ese instante, la protagonista idea su fuga, y que Snyder muestra como una ilusión de la misma, pues sustituye los hechos reales, que se producen en el espacio físico al que no tenemos acceso, por la fantasía ideada por la imaginación de la heroína.