martes, 28 de agosto de 2018

Vivir y morir en Los Ángeles (1985)


¿Avanzar, permanecer dentro del camino señalado o recuperar el esplendor cinematográfico pasado? Las tres opciones asomaron durante la década de 1980 para demostrar que la mayoría de los realizadores de Hollywood no deseaban o no podían romper barreras y solo unos pocos, caso del veterano Samuel Fuller en Perro blanco (White Dog, 1981) o Francis Ford Coppola en Corazonada (One Front the Heart, 1982), anteponían sus ideas a la comodidad dentro del sistema. Poco tenía que ver el Hollywood de la época con el del decenio anterior, aquel en el que
el policíaco estadounidense apuntaba sin disimulo el pesimismo de una sociedad que había despertado a la cruda realidad que, hacia finales del decenio y durante la década siguiente, desapareció de la pantalla, sustituida por el escapismo infantil, por el conformismo generalizado, por la apuesta segura y por el conservadurismo reaganiano. Aunque hubo algún intento de alejarse de la mediocridad dominante, el cine comercial de la época naufragó en su vertiente artística. Quizá habría sido distinto si la industria hubiera estado en manos de personas que, como los viejos tiranos fundadores del star system, supieran de cine, si películas como La puerta del cielo (Heaven's Gate; Michael Cimino, 1980) o la ya nombrada de Coppola no hubiesen sido fracasos que hicieron tambalear los cimientos económicos de los estudios o si los realizadores antepusieran las inquietudes creativas a la taquilla.
Claro está, no todos los cineastas necesitan asumir riesgos (menos aún los productores y los ejecutivos de los estudios), ni todos los que lo pretenden tienen la posibilidad de hacerlo dentro de una industria que, al igual que el resto del mundo empresarial, se rige por los beneficios y las modas que impone. Por fortuna, y a riesgo de caer en la marginalidad (si no alcanzan cifras plausibles), algunos realizadores se desmarcaron y desmarcan de los márgenes establecidos y logran que sus películas no suenen a más de lo mismo. Pero este no es el caso de William Friedkin, al menos, no, el del Friedkin de Vivir y morir en Los Ángeles (To Live and Die in L. A., 1985) y su intento de revivir parte de su esplendor pasado en esta película que se quedó en eso, en un intento. A las primeras de cambio, sale a relucir la falta de convicción del cineasta a la hora de decidir qué tipo de película quería realizar: una de los setenta, una de los ochenta o una combinación de ambas. De tal manera, sin saber hacia dónde ir, el film naufraga entre otras cuestiones por el aparente desinterés de sus responsables a la hora de eludir situaciones y personajes vistos con anterioridad o diálogos que innecesariamente rellenan escenas que transitan por terreno conocido y que solo funcionan a medias (para disimular carencias) y que no conectan con quien las visiona y descubre la sombra difuminada de The French Connetion (1971). La ausencia de la osadía y del manejo de los espacios urbanos de aquel primer Friedkin en Vivir y morir en Los Ángeles precipita la no comunión entre las imágenes y mi pensamiento. Mi distanciamiento se produce en los instantes iniciales, cuando la banda sonora chirría e irrita insistente provocando el rechazo que mi cerebro transforma en la sensación de desequilibrio que me trasmite el conjunto audio-visual, cuya irregularidad resta impacto a cuanto se expone, sobre todo en la apertura y en la presentación de los personajes. Esta tónica prevalece durante buena parte del metraje de un policíaco a caballo entre el thriller de los setenta y el cine de acción que se estaba desarrollando hacia la mitad de los ochenta, de ahí que, al contrario de la citada The French Connection, la desorientación y la repetición narrativa se impongan para transitar por un terreno sinuoso de logros (que los tiene) y desaciertos (los más), potenciados estos últimos por la titubeante narrativa del responsable de El exorcista (The Exorcist, 1973) y por la apenas convincente presencia de William Paterson en el rol de Richard Chance, el agente del servicio secreto protagonista, cuya ambigüedad moral sale a relucir durante la búsqueda de vengar la muerte de su compañero. A pesar de sus desaciertos, Vivir y morir en Los Ángeles destaca sobre otros policíacos de la década, pues gana enteros cuando Friedkin encuentra el pulso narrativo, a partir del encuentro de Chance con Eric Masters (Willem Dafoe), el falsificador y asesino que el agente persigue más allá de los límites de la ley, arrastrando consigo a su nuevo compañero (John Pankov), una marioneta en sus manos y alguien que no tardará en asumir las características de quien comparte aventura, aunque en ninguno de ellos se observa el desencanto y la honestidad que guiaban a los policías de la década anterior.

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