miércoles, 25 de septiembre de 2024

Rebobine, por favor (2008)

Allá, por la segunda mitad de la década de 1980 y principios de los 90, acudir al video-club era un entretenimiento, más que una diversión, que me ocupaba su tiempo, pues elegir la cinta o cintas que iba a llevarme a casa no era cuestión de un minuto, sino de alguno más. Antes de entrar en el local, tenía decidió cuáles eran los títulos que quería llevarme, pero al recorrer las estanterías, y descubrir que las pretendidas ya habían sido alquiladas, me veía en la situación de tener que escoger entre las que quedaban. No era un problema, ni una decepción, ya que mirar aquellas carátulas me evadía de pensamientos que no fuesen relacionados con las películas que estaban disponibles y las que habían volado momentáneamente a otros hogares. A veces, me sorprendían las inesperadas. Lo que ya me sorprendía menos era encontrarme con las cintas sin rebobinar, a pesar de que en las paredes del local (o detrás del mostrador e incluso en la propia cinta) se pedía educadamente “rebobine, por favor”. Yo era de los que hacían caso a tal petición y también de los que solía “cagarme” en quienes devolvían las vhs sin rebobinar. Me cabreaba que su pereza obligase a la mía a escuchar dos veces el sonido del rebobinado y a esperar varios minutos hasta poder darle al “play” y disfrutar o no de la película alquilada, la cual, a veces, tenía que ver rayada. Esto último precipitaba el desesperado movimiento de mis ojos y de mi cerebro, pero mi cabreo no era una cuestión de rayas, ni de baile neurótico, ni de tiempo perdido, aunque lo fuese, sino por la falta de respeto hacia el siguiente socio; más bien, debido a la dejadez del anterior, a quién imaginariamente preguntaba qué le habría costado rebobinar. Quizá no fuese tan costoso realizar algo tan simple como lo señalado, tal vez se trataba de una muestra de rebeldía de quienes solo podía rebelarse así. Nunca supe los motivos ajenos, pero comprendía el porqué yo rebobinaba. No era una cuestión de cumplir o no la petición del video-club sino de cumplir con el siguiente consumidor, que también sería cumplir conmigo mismo, pues, ni mas ni menos, yo era el siguiente de alguien previo.

El caso es que era socio de varios video-clubes en los que casi nunca estaban las películas que quería alquilar, pues siempre había alguien más adelantado. Así que un buen día, cuando el mercado casero vivía su auge, decidí acumular en propiedad los títulos que más me interesaban; llegando a rondar mi videoteca los tres mil originales, cinta arriba, cinta abajo, de los que hoy no conservo ni el primero. Tal acumulación ocupaba tanto espacio que incluso tuve que guardar algún centenar en los armarios de mi habitación. Algunas cintas se desgastaban casi antes de usarlas, lo mismo sucedía con la ropa. Sus imágenes lluviosas y rayadas, su ausencia de sonido y los crecientes fundidos en negro ajenos al director, eran signo de la decrepitud que nunca tuve la oportunidad de frenar. Si al menos hubiese tenido una cámara y formado parte de un grupo de colegas tan “espabilados” como los héroes de Rebobine, por favor (Be Kind Rewind, 2008), comedia absurda con la que Michel Gondry viaja a un tiempo pasado sin moverse del presente que lo descarta, hubiese sido capaz de solucionar el deterioro de mis cintas grabando en ellas “suecadas”; pero no, entonces no se me ocurrió y, cuando vi la luz, ya era demasiado tarde. Gondry, Jack Black, Mos Def y compañía se me habían adelantado y el vhs ya había dejado su lugar a otros formatos que, en la actualidad, también son historia…



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