jueves, 12 de septiembre de 2024

Los visitantes ¡No nacieron ayer! (1993)


¿Dónde está el chiste de Los visitantes ¡no nacieron ayer! (Les visiteurs, 1993)? En la mirada cómplice, en ponernos en la piel de los viajeros temporales y hacer nuestro el choque cultural y social entre dos épocas: el medievo, sociedad estamental, de supuestas costumbres embrutecidas y de escasa higiene —una imagen contraria a la que el público tiene de la Grecia Clásica y de la Antigua Roma, sociedades que popularmente llevan asociadas urbanidad, civismo, arte, lujo, tal vez por la idea de una Atenas democrática cuna de la cultura y del pensamiento occidental y de una Roma imperial, festiva, lujosa, lujuriosa, en constante lucha por el poder del imperio, imágenes ambas que el cine y la literatura han ayudado a propagar—, y finales del siglo XX, fin de siglo dominado (como el resto de la centuria) por la burguesía y la clase media a la que pertenecen Jean-Pierre (Christian Bujeau) y Beatrice (Velèrie Lemercier), el matrimonio contemporáneo que acoge a los desventurados medievales. A ese presente, futuro para los viajeros, pasado para nosotros, se le atribuye un refinamiento en las costumbres, pero, en la pantalla, resaltan el kitsch y el gusto por lo superficial. Esto desorienta más si cabe a los desubicados temporales y provoca no pocas situaciones que invitan a la caricatura y la risa o, más bien, intentan forzar ambas. Los viajes en el tiempo no eran una novedad, sin embargo, el punto de vista empleado por Jean-Maria Poiré y Christian Clavier, sus guionistas, le confieren cierta originalidad que, forzando las situaciones, busca divertir basando su intento en el enfrentamiento cultural que se produce entre los viajeros y el mundo contemporáneo al que acceden después de ingerir el brebaje que debía transportarles al instante previo en el que el conde de Miramón (Jean Renó), bajo el hechizo de una bruja, mata a su futuro suegro. A priori, se me antoja más traumático un salto al futuro (lejano) que al pasado, ya que avanzar implica ir hacia lo desconocido —quien viaja al futuro lo hace sin datos ni fuentes que den a conocer lo que va a encontrarse— y retroceder es (algo así) como volver sobre lo conocido y vivido, aunque fuesen otros los vividores.


En el caso de ir hacia adelante en el tiempo, lo cual hacemos a diario, pero en pequeños pasos, el aventurero ignora los adelantos o atrasos de la época que visita, mientras que el traslado al pasado no desubica de la historia, solo sitúa al viajero en un punto anterior de la misma; de modo que este pueda controlar el medio al que accede, como le ocurre al protagonista de la novela de Mark Twain Un Yanki en la corte del rey Arturo, que a pesar de no ser un lumbreras logra imponerse en los días artúricos gracias a los conocimientos adquiridos en su época contemporánea, cuyo desarrollo tecnológico y científico supera a la pretérita. Los visitantes de Poiré proceden del siglo XI, lo cual implica que lleguen al siglo XX con un desconocimiento absoluto de cuanto encuentra a su paso, ya sean vehículos, edificios, costumbres, el habla y el pensamiento, que chocan con su manera de hablar y de entender el mundo. Esto genera la atmósfera burlona y cómica que domina toda la película, pero, más allá del primer impacto, lo que queda es la repetición de la broma y del chiste fácil. Mas nada de lo dicho impidió que Los visitantes resultase un éxito comercial sin precedentes en Francia, tal que ha dado pie a dos secuelas —Los visitantes regresan por el túnel del tiempo (Les couloirs du temps: Les visiteurs II, 1998) y Los visitantes la lían en la revolución francesa (Les visiteurs: La révolution, 2016)— y una versión hecha en Hollywood —Dos colgados en Chicago (Just Visiting, 2001)—, todas ellas dirigidas por Poiré y escritas en colaboración de Clavier, quien se queda para sí un doble papel interpretativo. Suyos son Jacquard y Jacquouille, respectivamente el siervo medieval y su esnob descendiente, quien, gracias a los cambios y el progreso sociales a través de los siglos, se encuentra en lo alto del escalafón social del que presumen su altivez, sus trajes de diseño y su capacidad adquisitiva. Es el director y el dueño del hotel en que han transformado el castillo del noble sire Godofredo el “audaz”. Cierto que ninguna de las secuelas ni la versión estadounidense superan lo ya expuesto en este primer desencuentro entre el pasado y el presente que se produce cuando Godofredo, conde de Miramón, y Jacquard son enviados por arte de magia, y por error de cálculo del mago, al futuro donde ambos se encuentran con su descendencia y con la sorpresa de que todo ha cambiado…



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