viernes, 13 de septiembre de 2024

Yo, Daniel Blake (2016)

Si hubiese un neorrealismo británico, su máximo representante sería Ken Loach, cuyo cine social hace visibles a los invisibles como Bob, Joe o Dan, los protagonistas de Lloviendo piedras (Raining Stones, 1993), Mi nombre es Joe (My Name Is Joe, 1998) y Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016). Los tres son trabajadores en paro y marginados por el sistema para el cual han trabajado, pero el tercero vive una situación más kafkiana, humillado por una burocracia más deshumanizada si cabe que las de la época de Bob y Joe (los años noventa del siglo XX). El mundo de Dan ha desaparecido, el que lo sustituye le es desconocido. Se trata de la era de la informática, en la cual los funcionarios semejan, salvo excepciones puntuales, robots. Los trabajadores que llevan su “expediente” se muestran incapaces de salirse del programa, ya no pueden ni saben personalizar a quienes atiende, ateniéndose a las órdenes programadas. Son esclavos del sistema del que Dan es víctima, pero este no se da por vencido. Es un tipo acostumbrado a la lucha y eso es lo que hace, porque no puede hacer otra cosa. En su ir y venir se hermana a K en El Castillo, peleándose contra agentes que trabajan para el poder invisible que lo controla todo y a todos hace números, estadísticas, objetos… El inicio de Yo, Daniel Blake sobre fondo negro deja escuchar dos voces: la de protagonista (Dave Johns) y la de la funcionaria de sanidad que, más que atender, le ignora constantemente exigiéndole que se ciña al cuestionario que el obrero, recién salido de una operación coronaria, sabe inútil, porque su problema, no se cansa de repetirlo, es el corazón. Ese instante señala el inicio del film, pero también el de la lucha de Dan por no morir como persona a manos de un sistema impersonal en grado superlativo, en manos de empresas y gobiernos que ya no ven a sus gobernados como personas. Pero ¿alguna vez ha existido algún gobierno que si las viese y tratase como tales?

Los paisajes humanos que Loach radiografía suelen ser los británicos de finales del siglo XX y primer cuarto del XXI. Sus personajes son únicos, pero el sistema hace prescindibles, les roba el nombre, la identidad. ¿Qué le puede importar al sistema los problemas del padre de Lloviendo piedras o la humillación a la que se ve sometido este obrero que, como consecuencia de la ineptitud de la representante de un sistema regido por normas que no tienen en cuenta a quienes rigen, pierde su subsidio por incapacidad laboral? Pero Dan se niega a perder su identidad individual y humana en una época que no le reconoce y en la que no se ubica, pues es un hombre de otros tiempos, de cuando las cosas se hacían cara a cara y sabían su nombre. Se encuentra en una situación absurda que le supera. Nada sabe de informática ni de tener que aguardar una hora y media al teléfono mientras suena una melodía y una voz que repite “por favor espere, su llamada será atendida en seguida”. Tampoco comprende el porqué ha de destacar entre la multitud para lograr un puesto laboral al que se presentan mil candidatos. Su enfermedad le impide ejercer: pero al sistema poco que le importa. Le exige que busque empleo para poder solicitar el subsidio por incapacidad. Absurdo, kafkiano, humillante, trágico, el recorrido de Dan muestra un panorama donde el bienestar ya está más cerca de ser exclusivo de unos pocos, un lujo solo al alcance de quienes se encuentran en la parte alta de la sociedad, que son quienes nunca se verán en una situación como la de Daniel o la Katie (Hayley Squires), la joven madre que no tiene para abonar el recibo de la luz, ni apenas dar comer y vestir a sus dos hijos. Ella también se ve empujada al abismo, en su caso a vivir de su cuerpo si quiere sobrevivir y que los suyos sobrevivan. Lo expuesto por Loach, a partir del guion de Paul Laverty, no pretende lucir en la pantalla, sino develar y denunciar una situación que no por ficticia deja de ser real. La de Dan no es una tragedia única, sino que se repite en la cotidianidad de los países llamados desarrollados; en concreto en ese Reino Unido donde los héroes y heroínas de Loach son marginales no por elección, sino por deshumanización y desentendimiento de gobierno, ya que no hay uno que vele por ellos, sino uno que los digitaliza y no atiende a sus necesidades, solo a las que demanda el propio sistema…


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