miércoles, 4 de septiembre de 2024

La carta final (1986)


Recuerdo la adaptación teatral a la que asistí en el Auditorio de Galicia, en mayo de 2006, de 84 Charing Cross Road, basada en el libro homónimo de Helene Hanff y puesta en escena por Isabel Coixet. Allí, frente a mí, que permanecía inmóvil en una de las primeras filas, se sentaban la actriz —mi memoria me engaña y dice que era Mercedes Sampietro, pero la prensa local, que anuncia la representación para el 20 de mayo, y que ahora consulto, me corrige y escribe que Carmen Elías— y el actor, Josep Minguell, que daban vida a los dos personajes que salían a escena. Estaban tras sus escritorios, uno al lado de la otra, pero ninguno se miraba. Miraban los papeles que sujetaban o al frente, más allá del público y de las cartas que leían. Asumían estar lejos, ella en Nueva York y él en Londres. No podían verse, un océano les separaba físicamente, pero sí podían sentirse, imaginarse, conocerse, quererse… Una serie de cartas, escritas durante dos décadas, les permite expresarse, decirse, desvelarse. Letra a letra, libro a libro, fluye la confianza y la amistad que les une. Nacido del amor común por la literatura inglesa, el lazo se afianza y surge el deseo de conocerse en persona, cara a cara, pero esto no es posible. Los imprevistos de la cotidianidad, que suponen gastos inesperados (las fundas de los dientes o el alquiler de un nuevo piso), discurren a la par que la ilusión que comparten y las lecturas que Frank, empleado de una librería londinense de libros antiguos, envía a Helene, una escritora sin suerte que se gana la vida como guionista de la serie Ellery Queen. Recuerdo la sensación que tuve de aquella obra que, aparte de los sentimientos y emociones epistolares de los personajes, me permitió ver más allá del escenario. En realidad, me obligaba, pues me correspondía dibujar en mi mente los espacios reales y literarios donde ambos personajes se sentaban a escribir y compartir sus vidas. La obra exigía fantasear que no estaban allí, delante de mí, juntos, a un metro la una del otro. En la realidad física podían tocarse, lanzarse la tinta o levantarse y abrazarse. Pero en la teatral, estaban a más de cinco mil quinientos kilómetros de distancia.


El teatro aviva la imaginación; más aún, la precisa. Su espacio vive fuera de cualquier posibilidad de encuadre, pues la vista recorre el escenario y la mente las diferentes posibilidades a construir por quien observa; de hecho la situación de los dos escritores exige que los distanciemos, situándoles a uno y al otro lado del Atlántico, al tiempo que pide que los veamos en íntima comunión. Esta sensación de libertad, la de fantasear el espacio representativo y otros huecos a rellenar, no la tuve cuando vi por primera vez la adaptación cinematográfica dirigida en 1986 por David Jones, con guion de Hugh Whitemore, y protagonizada por Anne Bancroft y Anthony Hopkins. Tuve la impresión de que la película lo daba todo hecho —el fuera de campo y la elipsis o no funcionan o simplemente se prescinde de ellas— y que reducía mi participación y mi complicidad al máximo. Es decir, ya no tenía que pensar, solo dejarme guiar por los decorados, la palabrería, las emociones y los sentimientos que los responsables han decidido tanto para la pareja como para el público. Para hacerla cinematográfica, Jones la adorna con la presencia de otros personajes y con las estampas de las dos ciudades, de los espacios que habitan la pareja protagonista. Tampoco sentí la segunda vez que vi La carta final (84 Charing Cross Road, 1986) un nudo emocional que me atase a los personajes y descubriese su soledad, su ilusión, sus anhelos, sus decepciones, ni el amor-amistad que se hace fuerte y epistolar. El recorrido cinematográfico es agradable, nostálgico, melancólico, pero apenas importa, me digo, pues tal vez lo mío ya sea más el teatro, y el sentir la libertad suficiente para imaginar mis propios escenarios, que mirar allí donde me indiquen…



2 comentarios:

  1. La película, como lo es novela original, es un verdadero canto a un mundo ya fenecido (o casi), como es el de las antiguas librerías, con sus estantes de madera y con dependientes que llevaban en su cabeza todo un archivo vivo de ediciones, autores y títulos.

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    1. Sí, bien dicho. Un canto melancólico, evocador, literario, de amistad epistolar más allá del espacio físico que separa a los remitentes.

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