A veces somos en exceso egoístas, tanto que nuestro ombliguismo nos impide ver más allá de nuestra barriga; cómo para detenernos un instante y preguntarnos quién es la persona que vende en la calle o en los locales nocturnos como el que asoma en Las cartas de Alou (1990). Cierto que todo el mundo tiene sus problemas, tópico en el que incluyo también a los matemáticos y a los menos problemáticos, y que los movimientos migratorios son constantes a lo largo de la historia (y seguirán siéndolo), pero ¿quién se pregunta por ese ambulante? ¿Qué y quién le obliga a vender mientras tantos disfrutan o no de su ocio? ¿Cuáles son las causas que le han empujado a dejar su tierra o cómo es su vida en un país que, debido a sus particularidades políticas, económicas e industriales, obligaba a los suyos a buscar en otros lares (dentro y fuera de sus fronteras) lo que se le negaba en el hogar? Hoy, en España, aunque se vean obligados a desplazarse, sus hijas e hijos sueñan y aspiran a las mayores comodidades; el sueño de bienestar así se lo aconseja, también sus padres y madres. ¿Es este el sueño de Alou (Mulie Jarju) cuando llega a la costa española? Obviamente, pero el panorama —en todo caso, complejo y nada claro— con el que se encuentra el protagonista de esta película dirigida y escrita por Montxo Armendáriz, y producida por Elías Querejeta, no es el fantaseado antes de poner sus pies en la península ibérica, tras el incómodo, costoso y peligroso viaje marítimo que le aleja de su familia y de la miseria que tampoco logra dejar atrás en el paraíso donde el rechazo es una de las primeras bienvenidas…
La población española envejece y precisa de la emigración (legal) para mantener su nivel de vida, sin embargo parte de la misma mira con malos ojos o con ojos de sospecha o indiferencia a quienes llegan para ocupar puestos laborales que ningún nativo desea para sí ni para los suyos. España es ya un país cuna de potenciales ministros, de ganadores de euromillones y de futuras estrellas mediáticas; nadie quiere ser menos que eso, aunque no sean lo suficiente para alcanzar tales metas, ni para aprobar la oposición con la que ya sueñan los padres cuando acunan a futuros suspensos, interinos y funcionarios con o sin carrera. Al menos, si aspirarán a abrir un libro y leerlo, aumentaría la esperanza de que pudiesen abrir y leer otro y, así, sucesivamente, reducir la ignorancia que a menudo genera miedo e intolerancia. Como cualquiera, Alou quiere prosperar y para ello trabaja y cambia de trabajo, buscando un porvenir que no llega porque, una y otra vez, la burocracia le niega los papeles de residencia, incluso cuando trabaja para un español que le avala. La falta de documentos le convierte en un ilegal pero, como afirma, no es ningún criminal. No niega que algunos lo sean o se hayan visto obligados a delinquir, opción que aumenta en la marginalidad, pero él, como la mayoría, solo es una persona que busca integrarse en una sociedad para la que o bien es invisible o mano de obra barata. Sus trabajos de vendedor ambulante, temporero, chatarrero, trabajador en un taller de costura, parecen corroborarlo. Mientras que, para los extremos, los racistas, se trata de un invasor, de alguien que no debería estar en el país. En Las cartas de Alou, Montxo Armendáriz detalla todo esto a modo de crónica de la cotidianidad de su protagonista desde el momento que se encuentra en aguas españolas hasta su deportación. Durante ese periplo humano, la vida en la calle, el colchón de madera de un banco o de pavimento urbano son los primeros hogares de Alou en la cálida y fría tierra prometida donde busca trabajo. El “delito” de Alou es buscar mejorar en un país que le resulta extraño y que, en no pocas ocasiones, se muestra hostil hacia los inmigrantes, aunque también amable e incluso, en el caso de Carmen (Eulàlia Ramon), amoroso…
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