sábado, 10 de agosto de 2024

Últimos testigos: Carrillo comunista y Fraga Iribarne (2009)

En 2009, cuando Manuel Martín Cuenca y José Luis López Linares realizan su díptico documental sobre el pasado de España y dedican una película a Manuel Fraga Iribarne (1922-2012) y otra a Santiago Carrillo Solares (1915-2012), estos ya son dos figuras históricas que, como tales, obligan a mirar atrás, pues apenas queda lugar para ellos en el presente y el futuro es de otros. Ambos son dos rostros del pasado que coinciden en la Transición, pero ya son historia de España antes del advenimiento de la democracia: durante el franquismo y Carrillo también durante la guerra civil y su anterior inmediato. Por aquel entonces, se une a las juventudes socialistas e inicia la “bolcheviquización” de estas sin que Largo Caballero, a quien dice admirar, sea consciente de que el hijo de su colaborador Wenceslao Carrillo hace un doble juego. Lo sabrá más adelante, como también lo descubrirá Wenceslao, quien, hacia el final de la guerra, forma parte de la Junta creada por el coronel Casado para poner fin al conflicto bélico, lo que supone, a ojos de los comunistas y del régimen de Negrín, una traición a la república, que exhala entonces su último suspiro. A instancias del partido, Carrillo no duda en condenar y renegar públicamente de su padre, evitando así que su propia imagen salga perjudicada. El tiempo de las purgas no había pasado…

Nacido en Villalba, provincia de Lugo, Fraga estudia en la universidad de Santiago de Compostela y en la Complutente. Se doctora en Derecho y llega a la política en la segunda mitad de siglo. Entra en FET y de las JONS en 1953, el único partido permitido por el gobierno de Franco, y alcanza los puestos de Poder en la década de 1960. En julio de 1962 es nombrado ministro de Información y Turismo, cargo que desempeña hasta 1969, del cual Franco le aparta tras el escándalo Matesa que, por luz verde del ministro, sale a la luz y salpica a parte del gobierno —Fraga se estaba posicionando para el futuro ya pasado—. Por su parte, Carrillo carece de formación académica e inicia su periplo político mucho antes; prácticamente desde la cuna, pues sus primeros recuerdos son los de su padre junto a Largo Caballero y los de las fuerzas del orden llevándose a su progenitor por cuestiones de índole política. Nace en Gijón, Asturias, durante la monarquía de Alfonso XII, cuando su padre ya es un militante y activista socialista. Tiene ocho años cuando se proclama la dictadura de Primo de Rivera y adolescente en el advenimiento de la Segunda República, el 14 de abril de 1931. Ya como protagonista, en 1934, año de la revolución de Asturias, asume la secretaría general de las juventudes socialistas. Dos años después, vive la guerra civil como uno de los máximos responsables de las juventudes unificadas y, entre noviembre y diciembre de 1936, asume el cargo de Consejero de Orden Público de Defensa de Madrid; época en la que se producen los fusilamientos de centenares de presos políticos en Paracuellos de Jarama, asesinatos de los que niega haber sido su responsable directo o indirecto. Durante el franquismo, tras su regreso de América, se instala en París y, tras sustituir a Dolores Ibárruri al frente del partido, lidera la oposición comunista en el exilio, del que regresa en la transición para formar parte activa de los primeros años de la democracia. Pero ni él ni Fraga alcanzan su principal objetivo: dirigir el país.


Cuenca y López Linares entrevistan a ambos supervivientes cuando ya son ancianos. En ese momento, el de Villalba, perdidas tiempo atrás sus aspiraciones a gobernar España, ya ha abandonado su trono gallego —presidente de la Xunta de Galicia desde 1990 hasta 2005—, mientras que el antiguo líder de PCE se ve fuera de la política y lejos del Poder hacia finales de la década de 1980. Hace tiempo que a Carrillo le han dado puerta los de su propio partido, obligándole a salir del ruedo ibérico, de modo que no le quedan muchas opciones de seguir en el candelero, salvo la de cultivar su imagen mediática, haciendo de sus arrugas y del humo de sus cigarrillos parte del rostro simpático que asoma en programas televisivos. El político aprovecha para escribir en prensa y reescribirse en sus memorias; aunque hay quien creyó leer en estas su desmemoria. El hijo de Wenceslao aparece en pantalla más simpático que el político gallego, cuyo semblante resulta serio, pues es incapaz de hacer de su imagen un recurso mediático atrayente y desenfadado —solo recuerdo que lo consiguió cuando, en la playa de Palomares, tras la crisis nuclear, comparte baño con el embajador estadounidense para demostrar que nada ha pasado; aunque algo sí pasó—. Por su parte, Carrillo logra parecer simpático, incluso se permite algunas de sus risas características. Asoma entrañable, prácticamente consigue crear una imagen de pícaro inocente. Lo que vemos en pantalla y lo que él muestra es una figura casi venerable que oculta sus “yo” anteriores, como si estos nunca hubiesen existido ni formasen parte de él; entre esos rostros que ya no se perciben se cuentan el ambicioso, el traicionero, el estalinista, el iluso, el político,... Como cualquiera y más que la mayoría, el antiguo líder de las juventudes socialistas y posterior secretario general del PCE (1960-1982) es un individuo de múltiples rostros y máscaras, poliédrico, tal como parece señalar los cambios, la desmemoria y el querer crear una realidad ajustada a sus intereses, creatividad heredada de Stalin, hasta 1953 amo y guía del comunismo que extendía su mano más allá de la Unión de Repúblicas Socialistas creando su propio imperio.

Detrás de la venerable y simpática imagen del anciano existió la del joven de ambición desmedida, capaz de señalar, culpar o eliminar a quien se interpusiera entre él y la cumbre. Para ganarse la simpatía de Moscú, nunca dudó de la política llevada a cabo desde el centro del mundo comunista, tampoco le tembló el puso cuando se deshizo de la vieja guardia del partido ni en las ocasiones que ordenó la desaparición de miembros molestos, tampoco cuando intervino en la destrucción de las vidas de quienes se interponían en su camino. Carrillo, igual que cualquier otro político, asume que la mentira es una de sus principales herramientas de trabajo. Por ello, su testimonio ya debería resultar dudoso e invita a contrastarlo con el de otros contemporáneos suyos para así crear una idea más completa, compleja y próxima a la verdad a la que nunca tendremos acceso total. Muchos, como Jorge Semprún en Autobiografía de Federico Sánchez, Ricardo de la Cierva en Carrillo miente o Enrique Lister en sus memorias, han insistido en la facilidad del “zorro rojo” (titulo de la biografía que Paul Preston escribió en 2013 sobre el personaje) para tergiversar y construir esa realidad que se ajuste a sus objetivos. Esto lo aprendió de Stalin, aunque nunca tuvo el poder del georgiano para llevar a cabo su realidad más allá del partido comunista español en el exilio; tampoco Fraga tuvo el poder de Franco, a quien presentó un plan de transición que el dictador hizo caso omiso, como si fuese a vivir para siempre. Y eso también llegaron a pensarlo algunos, tanto de afines como opositores, hasta que en 1975 la muerte del general puso fin a casi cuatro décadas de dictadura…



No hay comentarios:

Publicar un comentario