En situaciones de pánico, la solidaridad tiende a desaparecer para dejar paso al sálvese quien pueda; de ahí que los investigadores de Pánico en las calles (Panic in the Street, Elia Kazan, 1950) decidan mantener el brote vírico en secreto, para no alarmar a la población de Nueva Orleans, ciudad bajo la amenaza de la peste neumónica. En El último hombre sobre la Tierra (L’ultimo uomo della Terra, Ubaldo Ragona y Sidney Salkow, 1964) esto no se observa porque el humano a quien da vida Vincent Price —años después, Charlton Heston en El último hombre vivo (The Omega Man, 1971) y Will Smith en Soy leyenda (I Am Leyend, 2007) heredan el personaje basado en la novela de Richard Matheson— habita solo en un mundo sin humanidad. De modo que no le queda otra que sobrevivir en el aislamiento, en la imposibilidad de vivir una existencia social. ¿Qué ocurrió? Un virus, que no se considera un ser vivo, pero tampoco un ser muerto. Muta. Se alimenta de su huésped y en ciertos aspectos se asemeja al vampiro y al zombie, pues, como estos, pero real, también es un no muerto que puede ser letal para el ser humano. Su aparición no solo amenaza con la propagación de la enfermedad, sino que contagia el miedo y nos sitúa cara a cara con nuestra debilidad y con la falta de control sobre nuestras vidas. Su presencia desvela que somos marionetas en manos del imprevisto, que es aquello que, aunque lleve tiempo gestándose, se presenta de golpe en la cotidianidad del individuo, y en las de quienes nos controlan con nuestra complicidad inconsciente. En Estallido (Outbreak, Wolfgang Petersen, 1995), aparte de los intereses ocultos, el control poblacional se hace evidente cuando se declara el estado de alarma y los militares cercan el pueblo infectado; pero el control también puede ser mediático. Aparte de la desinformación entran en juego la pereza mental, la ausencia de crítica, la ignorancia que no genera curiosidad.
Como individuos y como especie estamos condenados a desaparecer. No se trata de una afirmación alarmista ni pesimista, tampoco catastrofista. Solo es una realidad física que aguarda desde nuestra aparición en la Tierra. Pero este no es todavía el caso, aunque lo planteado por Steven Soderbegh en Contagio (Contagion, 2011) acerque una crisis sanitaria a nivel mundial que se origina como consecuencia de la aparición de un virus desconocido, de alta tasa de mortandad. Para este “asesino” invisible no existen las fronteras. No se detecta, viaja en los humanos y se propaga silencioso hasta que surgen los primeros síntomas y, poco después, las primeras víctimas mortales. No se detiene, al menos no hasta que las defensas del cuerpo reaccionen, si es que estas pueden reconocerlo y eliminarlo, o se desarrolle un antivirus en los laboratorios. El sistema inmunológico y la ciencia son las dos defensas ante un ataque vírico. La primera depende del cuerpo humano y la segunda del cuerpo social: gobiernos, empresas farmacéuticas privadas e incluso el conjunto poblacional, a la hora de poner en práctica medidas y usos que eviten o reduzcan el contagio hasta que la amenaza sea erradicada. Esto es lo que pretende el CDC: detectarla, aislarla, estudiarla y erradicarla. En ello trabajan la doctora Ally Hextell (Jennifer Ehle), la científica encargada de la investigación en el laboratorio, o las doctoras Leonora Orantes (Marion Cottillard) y Erin Mears (Kate Winslet), que lo hacen a pie de campo, enviadas por Ellis Cheever (Laurence Fishburne), el director del centro.
La situación desborda, va más allá de la enfermedad, desata el pánico colectivo y las prioridades políticas. Consecuentemente, partiendo del guion de Scott Z. Burns, Soderbergh pretende abarcar el mayor número de perspectivas posibles. Tal intención hace de Contagio un film coral, como pueda serlo Traffic (2000) en relación al narcotráfico, que se mueve por distintos escenarios y sigue a varios personajes que abarcan desde el ciudadano medio, a quien se descubre indefenso, superado por la situación y la limitación, a blogueros e “influencers” que buscan su noticia, sea o no verdad (esta apenas importa, solo el nombrar “verdad”), pasando por la sanidad, las farmacéuticas y la clase dirigente… Aparte de cine lúdico, tipo Un romance muy peligroso (Out of Sight, 1998) u Ocean’s Eleven (2001), Soderbergh apunta a la sociedad actual en muchas de sus películas. La descubre enferma, ya sea de aislamiento y encierro o de miedo. Intenta desvelar que hay tras la imagen oculta: la incomunicación —Sexo, mentiras y cintas de vídeo (Sex, Lies and Videotape, 1989)—, los manejos de las grandes compañías —Erin Brockovich (2000), el narcotráfico —Traffic—, el blanqueo de dinero —Dinero sucio (The Laundromat, 2019)—, la dependencia de los fármacos —Efectos secundarios (Side Effects, 2013), el negocio del deporte —High Flying Bird (2019)— o la crisis sanitaria que se desata al inicio de Contagio, film en el que el virus detonante del caos le permite plantear temas tan complejos como la libertad y su ausencia, el aislamiento, el consumo y dinero como metas vitales, la falsas noticias, la fragilidad humana, el estado de ansiedad del individuo en una era que marcha a velocidad de vértigo, ritmo que quizá obedezca a una estrategia de sometimiento y control social, ¿a dónde nos conduce?... Mirando a la sociedad del “bienestar”, a través de las propuestas de Soderbergh, se descubren falsas apariencias que no logran ocultar el miedo, la desorientación, el malestar emocional y psicológico que en Contagio acompaña a la amenaza vírica que supone un peligro mortal para la humanidad…
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