<<—General Marshall, considero necesario decirle que nunca antes he hecho un solo filme documental. De hecho, nunca he estado cerca de nadie que haya hecho alguno...
—Capra —dijo, con un ligero filo en su voz—. Yo nunca he sido jefe de Estado Mayor antes. A miles de jóvenes americanos nunca les han volando las piernas antes. Hoy tenemos a muchachos mandando barcos que hace un año nunca habían visto un océano.
—Lo siento, señor. Le haré los mejores malditos documentales que nunca se hayan hecho.
Sonrió.
—Estoy seguro de que los hará. A todos se nos pide que hagamos lo que nunca habíamos soñado que pudiéramos hacer. Le pido que les diga a nuestros jóvenes por qué deben vestir un uniforme, por qué deben combatir.>>
Frank Capra. El nombre delante del título. T&B Editores, Madrid, 2007
Dos años después de la filmación de La batalla de Rusia (The Battle of Russia, 1943) su realización habría sido innecesaria y cuatro más tarde, por causas bien conocidas, imposible. Pero durante la Segunda Guerra Mundial la necesidad llevó al departamento de guerra estadounidense a producir una serie documental de siete películas titulada Por qué luchamos (Why We Fight), cuyo fin era el de informar a las tropas, pero sobre todo elevar la moral y concienciar a sus jóvenes soldados del por qué de su lucha y entrega. Este colosal ejercicio de propaganda cinematográfica, como nunca se había visto en la gran pantalla, fue encargado a cineastas que aparcaron sus exitosas carreras en Hollywood e ingresaron en el ejército para colaborar en el esfuerzo de guerra. Bajo el mando de Frank Capra se adentraron en la aventura bélica George Stevens, John Huston, Anthony Veiller o Anatole Litvak. Supervisado por Capra, Litvak se encargó de la dirección de La batalla de Rusia, el quinto de los siete documentales que componen la serie, una excelente producción de propaganda bélica que inicia su recorrido con varias alabanzas al pueblo soviético por parte de diferentes personalidades políticas y militares estadounidenses de la época —entre ellos, el almirante King y los generales Marshall y MacCarthy. Algo lógico, por otra parte, tratándose de aliados fundamentales para ganar la guerra.
En sus primeras imágenes observamos un desfile alemán triunfal, extraído de El triunfo de la voluntad (Triumph des willens; Leni Riefenstahl, 1934), y otro menos marcial que nos muestran nieve y botas derrotadas que emprenden la retirada. Entre un plano y otro se desarrolla la batalla que el film expondrá a lo largo de su metraje (el de mayor duración de la serie), aunque antes de entrar en materia los responsables de la película viajan al pasado para familiarizar al público con la historia rusa, aquella que habla de la invasión teutónica, a través de varios planos de Alexander Nevski (Sergei M. Eisentein, 1938), la sueca que deparó la Gran Guerra del Norte, que Litvak muestra usando imágenes de Pedro el Grande (Pyotr pervyy, Vladimir Petrov, 1937), la napoleónica y la Primera Guerra Mundial. Tras esta introducción se desarrolla el prólogo, durante el cual se explica —como si el nivel cultural del público a quien se dirige fuera el de un niño de seis o siete años— que Rusia es el país de mayor extensión de la tierra, que tiene grandes riquezas naturales (hierro, madera, cereales o petróleo) y está habitado por múltiples etnias y culturas que unidas en armonía forman la Unión Soviética. El narrador, Anthony Veiller, enumera rusos, cosacos del Don, ucranianos, uzbekos, armenios, mongoles, bielorrusos,... en un total de 193.000.000 millones de habitantes, hombres, mujeres, ancianos y niños, que se convierten en potenciales luchadores en la guerra que Veiller denomina total.
Los responsables de La batalla de Rusia omiten aspectos que no interesan a sus intenciones didáctico-propagandísticas, como las purgas, la hambruna ucraniana o el pacto de no agresión firmado por Ribbetrop y Molotov en 1939, en el que también acordaban en la letra pequeña la invasión de Polonia, o que la batalla de Stalingrado acabó siendo más una cuestión de egos de los dos líderes enfrentados que de importancia estratégica real —fue de importancia vital en el momento que ambos decidieron que lo fuese. Lo que sí interesa en esta película documental de ritmo ágil, gracias a su montaje, es retratar con sencillez las situaciones que se plantean desde la heroicidad del pueblo soviético, concediendo el protagonismo a los rusos y rusas a quienes se alaba como víctimas heroicas que sufren, pasan hambre, incendian sus campos ante la llegada del invasor o luchan en el frente o en la retaguardia, realizando cualquier tarea que contribuya a la victoria. Obviamente la derrota alemana era cuestión de tiempo, pues la campaña estaba condenada al fracaso antes de iniciarse. Algunos oficiales del alto mando lo sabían e intentaron advertir de la imposibilidad que entrañaba invadir Rusia fuera del tiempo establecido con anterioridad o el pretender alcanzar más objetivos de los que podían abarcar. No obstante, en su fantasía y megalomanía, Hitler desoyó las advertencias y no tuvo en cuenta que el retraso de la invasión, unida a su falta conocimientos militares y a su ignorancia estratégica, iba a deparar que el invierno soviético se les echase encima y se convirtiera en un enemigo mortal para sus soldados. A las inclemencias climáticas habría que unir la estrategia rusa: replegarse en líneas hacia el este, reagrupar tropas en la Asia soviética y enviar fábricas y operarios a oriente para que la maquinaria de guerra continuase en funcionamiento. Para el alto mando soviético el avance alemán entraría dentro de lo previsto, como también sabían que la espera era un aliado que haría más efectivo el contraataque, un aliado ya narrado por Tolstoi en Guerra y paz, novela que la voz de Veiller nombra para ironizar sobre su no lectura por parte alemana, pues cayeron en un error similar al cometido por el ejército francés durante la campaña napoleónica.
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