viernes, 2 de marzo de 2018

Extraños en el paraíso (1984)


Secuencia breve, corte, nueva secuencia, corte,... ausencia de primeros planos, fotografía en blanco y negro, espacios reducidos a la mínima expresión, tres personajes que apenas hablan y nada esperan son algunos aspectos que conforman Extraños en el paraíso (Stranger Than Paradise, 1984), una película que confirmaba a Jim Jarmusch como un cineasta a contracorriente en una época en la que el cine estadounidense sufría una de sus mayores crisis creativas. Aunque se realizaron algunas buenas películas, la década de 1980 fue de las peores, quizá la peor para el cine estadounidense, sobre todo el realizado en Hollywood. Sus películas sufrieron un descenso de calidad alarmante, dejando que fuesen las producciones de consumo rápido y de producción en cadena las que se impusieran dentro de la industria cinematográfica. Esto ya había ocurrido antes, pasó entonces, pasa ahora y pasará mañana, pero por suerte siempre existen excepciones que superan la barrera de la mediocridad y del tiempo. Por aquellos años ochenta, los cineastas osados y aquellos que buscaban la "película americana" empezaron a ser señalados y cuestionados, quizá por su desmesura a la hora de no reparar en gastos. La independencia creativa y los riesgos artísticos adquiridos por algunos realizadores durante la década anterior prácticamente quedaron reducidos a nada, quizá por estrepitosos fracasos comerciales (que no artísticos) como La puerta del cielo (Heaven's Gate; Michael Cimino, 1980) y Corazonada (One from the HeartFrancis Ford Coppola, 1982), por el descenso de miradas críticas y reflexivas sobre el entorno (que siempre ofrece buenos argumentos), por premiar y ensalzar películas irregulares en premios mediáticos (que sirven de guía a un sector del público) o simplemente porque, en su afán por controlar el negocio, los ejecutivos de las distintas productoras no supieron (o no quisieron) equilibrar entretenimiento, industria, inteligencia y arte. Por aquel entonces se abrió el filón de las comedias para adolescentes y del cine de terror juvenil que se repetiría sin apenas variantes por cualquier calle, viernes o halloween, también las "action movies" o los melodramas de sobremesa y llanto que algunos quisieron vender como grandes films. Incluso los directores con aspiraciones artísticas y personales como Cimino o Coppola, aupados en los setenta, se vieron obligados a aceptar encargos para continuar en el juego de realizar películas, un juego que un fuera de Hollywood como Robert Altman expuso con mordaz ironía en The Player (1992). Sin embargo hubo directores que, iniciando su carrera durante aquellos años, se mantuvieron al margen de la industria, llámense independientes, escuela de Nueva York o autores, la etiqueta me es indiferente, de hecho, dudo de la existencia de independencia en un ámbito en el que se necesita mucho dinero para levantar cualquier proyecto. Uno de esos cineastas, uno de los más representativos, es Jarmusch, que nunca ha mostrado la necesidad de filmar una película más grande que la vida y sí la necesidad de mantenerse fiel a sí mismo. Lo suyo no son los petardos ni la pirotecnia, tampoco los sustos ni el buscar la lágrima fácil, a él le va mostrar pedazos de vida, de relaciones, de cotidianidad, de casualidades o de la incomunicación que existe en la sociedad habitada por sus personajes, gente corriente que se presenta ante nosotros y ante la cámara tal cual son.


Sin excesos, sin necesidad de grandes presupuestos, más bien lo contrario, ni alardes de divo, Jarmusch asume el control total de sus películas, desde la escritura de los guiones hasta los montajes. Esto se confirmó en Extraños en el paraíso, su segundo largometraje, el primero estrenado en salas comerciales, con el que reafirmaba las bases de su discurso cinematográfico, aquel que, captando fragmentos vitales, nos muestra nada y nos muestra todo. Esa nada y ese todo se mezclan en la cotidianidad del trío de jóvenes a quienes descubrimos en Nueva York,  pero no una Nueva York de película, sino aquella que existe en el interior del minúsculo apartamento de Willie (John Lurie), quien recibe con desgana la noticia de que su prima Eva (Eszter Balin), recién llegada de Budapest, debe quedarse con él durante diez días. Mal empieza el día, para alguien que presenta una rutina en la que su parienta no tiene cabida. Eva fuma y fuma, tumbada sobre su cama, lo mismo hace Willie, pero sobre la suya, aunque entre pitillo y pitillo apenas mantienen conversaciones. Ni siquiera se miran, tampoco parece que se caigan bien, sin embargo, la cotidianidad compartida acaba por cambiar la percepción de ambos. El tercer personaje, Eddie (Richard Edson), visita a su amigo y siente atracción por Eva, pero más allá de esto o de apostar en las carreras, ninguno de los dos chicos hace nada. Ni trabajan ni pretenden hacerlo, se dedican a ver pasar el tiempo, apostando a los caballos o jugando a las cartas. Willie, emigrante que rechaza su origen, y Eddie, cuya única familia es su amigo, son jóvenes sin metas, sin ataduras y sin saber qué hacer, quizá por ello echan en falta la presencia de Eva cuando esta se traslada a Cleveland, al hogar de la impagable tía Lotte (Cecillia Stark). Extraños en un tren presenta la división episódica que se observa en buena parte de la filmografía de Jarmusch, aunque lo hace desde la linealidad que le permite disimularla, gracias al protagonismo de esos jóvenes expuestos por el cineasta frente al espacio (da igual Nueva York, que Cleveland, que Florida, todo parece lo mismo), ante su día a día (también similares) y ante la posibilidad de que algo suceda, quizá.

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