La mujer del puerto, uno de los clásicos mexicanos de los primeros años del sonoro, expone la tragedia que se apodera de la vida de Rosario (Andrea Palma), la joven que al inicio del relato muestra la esperanza del amor y lo cierra con la desesperanza de la soledad y el dolor, un ciclo vital hábilmente rodado por Arcady Boytler, director que en poco más de una hora presentó la desgracia que se cierne sobre Rosario, mujer enamorada de un hombre que la engaña y que acabará accidentalmente con la vida de su padre. El mundo de Rosario es un mundo regido por una doble moralidad extrema y cruel, donde la pobreza, la ignorancia y la intolerancia asoma en aquellos que la rodean, vecinos y conocidos que no dudan en juzgarla, desde la malicia, a pesar de que ella no cometa ningún acto reprochable, a no ser que cuidar de un padre moribundo que necesita medicamentos, que no puede pagar, sea un acto censurable. La necesidad de obtener dinero para sufragar los costes de las medicinas le obligan a acudir a su novio, visita que le permite descubrir que todo cuanto le había prometido no fue más que un engaño perpetrado para conseguir lo que se proponía: acostarse con ella. Rosario ha comprendido que ha sido engañada, como también lo comprenderá don Antonio (Fabio Acevedo), su padre, quien en un último esfuerzo se presenta ante ese novio que accidentalmente acelerará lo inevitable. La escena del entierro del padre de Rosario contrapone, desde una perspectiva terrible, la diversión y locura de un carnaval que recorre las calles, ajeno al cortejo fúnebre, al dolor que habita en una joven que pierde toda esperanza y que se condena a la soledad que se presenta en la segunda parte. El tiempo ha pasado por Rosario, como también lo han hecho muchos hombres cuyos rostros no puede recordar, porque nada significan para una mujer que, sin esperanza, se gana la vida como prostituta en el puerto de Veracruz, rodeada de otras prostitutas y de marineros que vienen y van, porque como ella, carecen de familia, ataduras o anhelos, seres solitarios que buscan en la noche del puerto el calor que no obtienen en el mar. Sus relaciones, si así se les puede calificar, se descubren breves, sin llegar nunca a profundizar en sus inquietudes, que sí existen como se dejó apuntado en la primera parte de la vida de Rosario. Es un alma atormentada y desdichada, que deambula por la noche sin esperar que haya un amanecer, por ese motivo no quiere recordar ni pensar en una vida de la que sí conversará con Alberto (Domingo Soler), un marinero que parece gustarle y que le descubrirá un hecho que en otras circunstancias podría haber sido un rayo de esperanza, pero que en ese puerto nocturno se convierte en el detonante que derrumba el muro que había construido para alejarse de un mundo que la había rechazado y condenado a su estado actual.
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