<<¿Por qué nacemos y sobre todo por qué morimos?>> se pregunta Toshiko (Kyoko Kagawa) tras la muerte de su hermano Susmu (Akihiro Katayama). No hay respuesta sensata ni científica que pueda explicarle el porqué. Solo le queda aceptar que nacer y morir son los límites naturales de la vida, donde empieza y acaba cada eternidad humana, efímera, cotidiana, un tiempo que parece no acabarse hasta que una muerte cercana advierte que no hay posibilidad de escape: nadie permanece y también se acabará para nosotros. Pero eso no consuela a las protagonistas de Madre (Okaasan, 1952), ni mejora su situación. Igual pero diferente que su contemporáneo Yasujiro Ozu, Mikio Naruse filma vida, sentimientos y emoción contenida. Hace fácil lo difícil y, como su colega, sabe captar belleza en lo cotidiano. En Madre (Okaasan) esa belleza se encuentra en lo sencillo, en el amor, en el dolor, en la pérdida, en la miseria, en sus personajes. Se descubre a través de los ojos y del pensamiento de Toshiko, que mira el mundo con la ilusión y la inocencia de sus todavía cortos días y, sobre todo, se desvela en la capacidad de Naruse de “atrapar” la vida cotidiana sin huir de la aflicción ni de la ilusión. Ambas forman parte de un todo, como la tristeza, la alegría, el cansancio, el sacrificio... Su sensibilidad cinematográfica se alía con los rostros y la aparente quietud de los personajes. Logra la armonía de las imágenes y la música que las acompaña. Crea poesía en la figura de la madre (Kinuyo Tanaka), de las hijas e incluso de la inconsciencia infantil de Tetsuo (Takashi Ito), el primo pequeño que todavía se encuentra a salvo de las realidades adultas o mismamente de la que amenaza a su prima Hisako (Keiko Enami). La familia primero pierde al hijo, que se fuga del hospital para ir a morir al lado de su madre, en ella busca la protección materna ante el miedo. Poco después, el padre (Masao Mishina) agoniza debido a su continuo sobresfuerzo laboral. Si para él es definitivo, no es fácil para la madre y las hijas que le sobreviven. La pérdida es dolorosa y el tiempo no se detiene, ni es solidario con los desfavorecidos ni se compadece de quienes sufren. Deudas, cuatro bocas que alimentar, un negocio que no cubre los gastos, sin aparente posibilidad de una mejora económica, la madre no puede más que asumir como solución para su hija pequeña algo que no desea: darla en adopción a sus cuñados. Para una mujer de clase trabajadora, pobre y sin más ayuda que la de “tío prisionero” (Daisuke Kato), su empleado, es difícil salir de una situación que sufre estoica, pero que no desea para sus hijas. Pero Naruse no quiere que Madre (Okaasan) sea una película triste, aunque así lo parezca a primera vista, sino que sea una reflexión pausada sobre la existencia y, sobre todo, un canto a todas las Masako, mujeres que se sacrifican por sus familias, trabajando, amando, atendiendo a los demás, anteponiendo las necesidades ajenas a las propias, entrega que Toshiko descubre y le desvela parte de la grandeza de la mujer a la que tanto quiere, a la que siempre desearía tener ahí, de quien se pregunta si es feliz.
Ocurre que en ocasiones los sacrificios de otras personas pasan desapercibidos, así como sus problemas o sus sentimientos, en Madre (Okaasan) Naruse se encarga de que no sea así. Quiere y logra exponer, desde la visión de Toshiko, el sacrificio de la madre, su día a día de lucha, su resistencia y su capacidad para guardarse su dolor ante la merma familiar, frente a las desgracias que comenzaron tiempo atrás, con la expropiación del negocio familiar durante la guerra y que derivaron en la falta de dinero y en la necesidad de aceptar trabajos como el que acabó con la salud de Susmu, que a la postre provocaría su muerte, a la que poco después sigue la enfermedad terminal del padre, que se niega a ser internado porque eso implicaría un gasto que su familia no puede permitirse. Desde Toshiko se descubre su interioridad y su entorno: la enfermedad de su padre, su primer amor, Shinjiro (Eiji Okada), el esfuerzo y la resignación de Masako, la frustración de su hermana Hisako y su posterior sacrificio, la inocencia de Tetsuo, quien ha sido acogido en su hogar porque la tía Noriko (Chieko Nakakita), hermana de Masako, no puede ni mantenerlo ni cuidarlo, o la ayuda que reciben del amigo paterno, a quien cariñosamente llaman “tío prisionero”. Toshiko contempla la cotidianidad que parece inamovible, pero que existe en el devenir del tiempo, en cuyo transcurso va descubriendo miedos y deseos, como sería continuar sus estudios, pero también es consciente de que algunos deben ser sacrificados tras la inevitable muerte de su padre. Esta refuerza la idea de pérdida y le obliga a trabajar para evitar, de ese modo, que su hermana Hisako sea entregada en adopción a sus tíos, que no pueden tener hijos.
La familia se descompone con el paso del tiempo, que ni se detiene ni piensa hacerlo, realidad que Masako reconoce y que le advierte de que en algún momento se quedará sola; sin embargo, nunca se lamenta, ni lo hace ver, permanece al pié del cañón como muchas otras madres que se sacrifican mostrando esa imagen que protege a los suyos, renegando de una posible felicidad o de sus propias necesidades. La vida de Toshiko y familia transcurre pausada en el interior de una casa en la que han vuelto a abrir el negocio familiar, una tintorería que no da para gastos y en la que ayuda el señor Kimura, a quien cariñosamente llaman “tío prisionero” por haber caído en manos de los soviéticos durante la guerra; este hombre creará un conflicto en la mente de Toshiko cuando ésta escucha que todo el barrio habla de que su madre se casará con él. ¿Por qué no ha de hacerlo? acaso, ¿no lo hacen los viudos? ¿por qué no hacerlo las viudas también? le dice Shinjiro en una conversación que no gusta a Toshiko, quien teme perder a su madre, sin darse cuenta de que es su madre quien les pierde a todos; primero la muerte de un hijo, a la que siguió la de su marido, posteriormente la inevitable marcha de Hisako y en breve la del pequeño Tetsuo, quien regresará con Noriko tras haber conseguido un empleo y superado los problemas que le perseguían desde su estancia en Manchuria, todos estas desapariciones le anuncian que al final se quedará sola, porque sólo será cuestión de tiempo que Toshiko se case; sin embargo, la madre no se lamenta, hace tiempo que ha dejado de pensar en sí misma, quizá dejó de hacerlo en el momento que dio a luz al primero de sus hijos, creando en su corazón un sentimiento que nunca podrá romperse; un cariño ajeno al egoísmo que le impulsa a continuar esforzándose, porque únicamente piensa en ellos. Toshiko no puede tardar en reconocer la verdadera esencia de su madre, y lo hace a medida que la observa o cuando ésta le dice que nunca haría nada que pudiera dañarles tras abordar el tema de la inexistente relación con “tío prisionero”, un buen hombre que posiblemente querría estar con Masako.
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