sábado, 8 de julio de 2023

La bala mágica (1940)


La enfermedad (sífilis) que padece el primer paciente que vemos atender al doctor Paul Ehrlich (Edward G. Robinson) —papel que inicialmente estaba pensado para ser interpretado por Paul Muni— no se nombra en ningún momento de la primera parte de La bala mágica (Dr. Ehrlich’s Magic Bullet, William Dieterle, 1940). En la segunda, sí; pero debido a la censura, que por entonces controlaba qué decir y qué mostrar en el cine producido en Hollywood, se pronuncia lo menos posible; en Gran Bretaña se suprimió “sífilis” de los diálogos y la película fue estrenada con la clasificación “solo para adultos”. Esta intervención censora es al tiempo irrisoria y patética, por no insistir en el atentado que supone contra la libertad de expresión y, por tanto, contra la ciudadanía, la persona y la democracia. Me refiero a observar cómo la decencia en un país democrático, sea por medio del código Hays, por la censura británica o por cualquier guardián de lo políticamente correcto, se impone al resto de la población; dicho de otro modo, los moralistas tenían y aún tienen (aunque los actuales defiendan otras correcciones, resultan igual de intolerantes, intransigentes e insistentes) la fuerza suficiente para omitir y borrar una realidad incómoda para ellos. En este caso, una enfermedad, que estaba ahí y que encontró su cura en 1909, gracias al trabajo realizado por Ehrlich, quien un año antes había sido galardonado con el Nobel de Medicina.


La investigación de este médico y bacteriólogo alemán, de origen hebreo, no solo erradicaba una de las enfermedades más estigmatizadas, sino que su labor conllevó el desarrollo del primer fármaco moderno, el “Salvarsan”, lo que supuso un antes y un después en la Medicina y Farmacia, pero la decencia no estaba por la labor de aplaudir tal logro; ni tampoco quienes criticaron su precio en el mercado, señalando fines lucrativos, pero olvidando el alto coste de la investigación y que se trataba de una economía capitalista, y ya no digamos las protestas de los antisemitas —en el film representados por el doctor Wolfert (Sig Rumann), aunque de un modo un tanto vago para no molestar al gobierno nazi y a sus simpatizantes, pues, en 1940, ni Estados Unidos ni Hollywood estaban en guerra con Alemania—. La omisión de la sífilis en ese inicio omite que la enfermedad que padece el paciente es de transmisión sexual (más adelante, Paul explica que también puede contagiarse de otros modos, incluso puede ser hereditaria), lo que también omite la práctica sexual que precedió a su contagio. Borrar dicha práctica es borrarnos o volver al cuento de que somos el reparto de una mensajería de cigüeñas. Se quiera o no, hasta fechas recientes, el coito nos ha perpetuado como especie; aparte de dar grandes momentos a la humanidad y también otros bastante malos. Pero la decencia es así, no piensa más allá de su pensamiento, que siempre intenta imponer, aunque sea obligando, pues a menudo carece de razones plausibles. La bala mágica es un ejemplo, aquí los censores obligaron a que los autores del film a prescindiesen en la medida de lo posible de la “sífilis” y de su relación con el sexo, para evitar a la gente bien, la moralmente intachable, el sonrojo y la vergüenza de una actividad física natural y una enfermedad que a principios del siglo XX estaba al alcance de cualquiera. Pero el doctor Echrlich y sus balas mágicas, que solo dañarían a la enfermedad, no al paciente, trabajan para beneficio de todos, incluidos los bienpensantes, los mal pensados y quienes apenas piensan. La investigación del médico se convierte en el principio y fin de esta biografía cinematográfica, más cercana a la crónica científica que a la biopic, dirigida por William Dieterle, a partir de lo guión de John Huston, Heinz Herald y Norman Burnside, en la que el cineasta alemán homenajea al doctor que investiga y logra la cura de la sífilis —dando inicio a la “Era de la Química” en Medicina— al tiempo que desarrolla uno de sus mejores films, que son más de los que suelen recordarse…



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