Aparte de ser de esas películas que se dice para lucimiento de su protagonista, en este caso Matthew McCounaghey, hay varios temas de interés en los que Jean-Marc Vallée insiste en Dallas Buyers Club (2013), que luego resulten interesantes es otra cuestión: los prejuicios, la homofobia, la burocracia en la Sanidad, la fina línea entre fármacos aprobados, no aprobados e ilegales, cuya diferencia en el mercado depende del dictado administrativo más que de los expertos en medicina, la lucha por la vida del individuo frente al sistema que no lo contempla como ser vivo, sensible y emocional o la heroicidad que significa negarse a sucumbir, aferrándose a cualquier posibilidad dentro de la imposibilidad en la que se descubre el protagonista del film. Corre el año 1985, cuando a Ron Woodroof le dictaminan que es seropositivo y, salvo Eve (Jennifer Garner), ningún médico del hospital parece comprender que los pacientes infectados por el VIH son personas a las que les diagnostican una enfermedad incurable y, como consecuencia, una que asusta porque saben que van a morir. Nada ni nadie parece que pueda o quiera impedirlo; tampoco parece que se trabaje eficazmente y con rapidez en la búsqueda de una solución, quizá porque el sistema tiene prioridades y los infectados no lo son. Eso enfurece a Ron, electricista, vaquero y mujeriego, un tipo combativo como pueda serlo Larry Flynt, que inicialmente presume de “macho” con sus amigotes. Ese primer instante lo define sin disimulo para exponer que es tan homófobo como el resto de sus colegas. Vallée lo hace así para introducir la evolución de Ron, cuando la enfermedad que padece le hace ver las cosas de otro modo; sobre todo tras conocer a Rayon (Jared Leto) e iniciar una asociación que depara el Club de vendedores de Dallas —el negocio farmacológico que pone al alcance de los socios medicamentos que resultan más útiles que el oficial— y la amistad entre ambos. Mientras eso sucede, y tras sobreponerse al impacto de la noticia que le marca, se descubre al vaquero entregado en la búsqueda de opciones.
La homofobia queda patente desde los primeros compases de Dallas Buyers Club, cuando el protagonista todavía no sabe qué es seropositivo. En ese instante previo, asocia el SIDA a las relaciones homosexuales, hasta que comprende, ya con la noticia de su contagio, que también las heterosexuales que práctica. La ausencia de medicamentos que combata el virus, la sustituye por la esperanza, porque la otra opción es la nada; de ahí que se agarre a un clavo ardiendo con tal de vivir. Como individuo y víctima, Ron no es una excepción, pero sí lo es en su modo de actuar. Es el año 1985 y el SIDA es enfermedad tabú y letal, pues no existe tratamiento conocido y aprobado que permita al paciente una esperanza de prolongar su vida. Ron, tras un primer momento de negación y autocompasión, decide ir a por todas, buscando alternativas fuera del sistema sanitario, incapaz de ayudarle, a él y a tantos en su caso. Más que superación, la heroicidad de Ron reside en aprender y aceptar, en comprender y no rendirse. Pero, ¿habría actuado como lo hace, de no verse afectado directamente? La respuesta parece tan obvia como la pregunta; Ron se involucra y lucha porque es su única opción, mientras que para la burocracia, que manda, su problema sanitario es secundario, como va comprobando el protagonista, que siempre debe de bordear la ilegalidad para conseguir los fármacos que no están aprobados por la F. D. A., las siglas de la agencia del gobierno encargada de perseguirle constantemente desde que inicia su actividad clandestina…
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