miércoles, 26 de julio de 2023

Babylon (2022)

Ya desde el cine silente, el cine empezó a hablar sobre cine, por ejemplo Mauritz Stiller en La mejor película de Thomas Graal (Thomas Graal’s bästa film, 1917); pero Hollywood fue el más insistente. La industria californiana se dedicó a hablar de sí misma en comedias, dramas y, ya con el sonido sincronizado con las imágenes, también en musicales y films biográficos. Pero por cuestiones de ego, imagen, negocio y publicidad, Hollywood es narcisista y despiadado, más que autocrítico, aunque en su seno se hayan producido Ha nacido una estrella (A Star Is Born, William A. Wellman, 1937) y la magistral El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder 1950). La de Wilder es un maravilloso ejemplo de desmitificar la fábrica de sueños creando un mito, al contrario que sucede con Damien Chazelle en Babylon (2022), que mitifica, en apariencia, desmitificando, decorando los vacíos y gustándose a sí mismo, pero quizá sin que lo expuesto (su modo de exponerlo) llegue a gustar a la parte del público que note excesivas tres horas de duración en las que se cuenta, en un alarde de barroquismo cansino, lo ya contado en menos tiempo y con mayor soltura, “chicha” y gracia.

Como todo periodo entre el caos y el orden, el que se impone hasta un nuevo desorden, existe libertad y toda libertad, a priori, antes de que se descubra su existencia y se reduzca hasta desaparecer, resulta descontrolada. Si algo o alguien es libre, no está sujeto a leyes ni normas; como parece que sucede con una estrella de la magnitud de Jack Conrad (Brad Pitt), un personaje inspirado, entre otros, en Douglas Fairbanks y John Gilbert, cuyo ocaso puede verse reflejado en el de Conrad. La ausencia de “cadenas” puede resultar al tiempo producente y contraproducente, en todo caso el individuo no está sujeto a códigos de conducta ni debe justificación por sus actos; ni siquiera a sí mismo. Con lo dicho, parece que igualo libertad a amoralidad, pero no, más bien pretendo imaginar que un tipo así sería alguien similar a un monarca absolutista cegado por el sol o a un primer espécimen de la especie, inconscientes de que existen fuerzas naturales, sociales y de otras índoles que escapan a su entendimiento y a su control. Ese es el atractivo y el riesgo de una libertad digamos absolutista, que no absoluta (de esta dudo su existencia), sin posibilidad de control ni de moral, ni siquiera cabe la posibilidad de ser consciente de ser libre, si es que esto puede llegar a ser posible o, en caso afirmativo, si realmente alguien querría serlo porque estaría condenado al aislamiento, a no poder vivir en sociedad, donde la libertad establecida por decreto impide la natural e individual. Y así son el periodo, la “realeza” y más especímenes del Hollywood del cine mudo vistos por Damien Chazelle en la primera parte de Babylon. Su Hollywood es un espacio libre y desenfrenado, menos simpático que el expuesto por Peter Bogdanovich en Así empezó Hollywood (Nickelodeon, 1976); más que decadente, vicioso, que pasa de ser aventura y fiesta imprevisible, desenfrenada —que no escandalosa, porque a nadie del lugar escandaliza— e incluso mortal, a industria dominada y sometida a la hipocresía (de los magnates y mandamases) que se descubre en las imágenes en las que el film ya se desarrolla en el sonoro. Entremedias, sucede lo inesperado: la irrupción del sonido en el cine, momento que lo cambia todo, desde las técnicas de rodaje, cámaras más pesadas y sin movilidad, micrófonos en el plató, hasta los modos de interpretar —como exponen parodiando, bailando, soñando en Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) Stanley Donen y Gene Kelly—.

En un primer instante de Babylon, en la fiesta orgiástica donde Chazelle presenta a sus personajes, puede dar la sensación de que se está ante el reverso oscuro de La ciudad de las estrellas (La La Land, 2016). Y en cierto modo, lo es, pues resulta un espacio igual de falso, es decir, que también es una fantasía del cine sobre el cine, la de un cineasta que idealiza un espacio irreal, aunque en apariencia busque desmitificarlo. Chazelle mitifica e idealiza —Manny Torres (Diego Calva) y Jack Conrad parecen hablar por él, cuando, en momentos diferentes, el primero dice que quiere formar parte de algo más grande, algo que signifique y perdure; y el segundo, que el cine es vital en la vida de la gente corriente—, tanto el lado luminoso de Hollywood como el más perverso —en ambos casos, aquel que el público más sensacionalista y fanático pueda hacerse—. El Hollywood de Babylon no es perverso por las fiestas y las orgías, sino por las sombras en las que caen o en las que viven los cinco personajes a los que Chazelle ofrece mayores momentos de protagonismo, igualando géneros e insistiendo en la diversidad étnica estadounidense —anglosajona, latina, afroestadounidense y asiática— para contar la caída de su Babilonia desde la comedia, el drama y el musical, empleando planos cortos y movimientos acelerados de la cámara (menos mal que las actuales son más ligeras que las primeras sonoras) en planos-secuencia, como si la propia cámara estuviese contagiada por el desenfreno, el alcohol y las drogas hasta llegar a llamar la atención sobre el conjunto, de modo similar a Nellie LaRoy (Margot Robbie), un volcán inspirado en la actriz Clara Bow cuyo auge y caída es otra de las historias babilónicas de una película que concluye tomando nota del final de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1987).



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