lunes, 13 de agosto de 2012

Plan diabólico (1966)


Más allá de su apariencia de thriller psicológico, John Frankenheimer expuso en Plan diabólico (Seconds, 1966) la crisis existencial de un hombre de mediana edad superado por la certeza de que su vida es el engaño que se ha ido tejiendo y afianzando durante años, en los que imposiciones y decisiones ajenas, o aquellas que han sido adulteradas por su comprensión de lo que se espera de él, han marcado elecciones que han omitido aspectos vitales más importantes. Por este motivo, durante todo el metraje, se tiene la sensación de que el protagonista se encuentra atrapado en una pesadilla de la que le es imposible despertar. Los encuadres de la cámara, sus movimientos paranoicos o el rostro de Arthur Hamilton (John Randolph), primero, y Antiochus Wilson (Rock Hudson), después, evidencian que su existencia es ese mal sueño en el que se descubre la decepción generada por los condicionantes materiales y sociales que lo han guiado hasta el supuesto éxito social que lo ha apartado de su familia, de sus deseos, de sus emociones o del resto de las necesidades que posibilitarían su realización individual. Esta incómoda realidad implica su pérdida de identidad, ausencia que se potencia cuando recibe las llamadas nocturnas que agudizan la insatisfacción que lo impulsa a presentarse en el edificio donde le aseguran un nuevo comienzo, aunque este renacer no sería más que un nuevo engaño, pero más angustioso y agobiante, al que Frankenheimer dotó de una atmósfera nerviosa y enrarecida que forma parte de la impotencia que domina al protagonista cuando comprende que continúa viviendo una falsedad de la que, haga lo que haga, no puede escapar.


El rostro y el cansancio de Arthur evidencian el peso de la apatía, de las imposiciones externas, materiales y sociales, del éxito que le aleja de su yo emocional, de los deseos y necesidades que forman parte de su naturaleza humana. En realidad, hasta entonces ha vivido en el desequilibrio, sin realizarse como sujeto, aunque sí como objeto al servicio del sistema donde, cuanto más arriba, siente mayor pérdida de identidad. Dicha ausencia se potencia cuando recibe las llamadas nocturnas que le recuerdan y le agudizan la insatisfacción que lo impulsa a presentarse en el edificio donde le aseguran que un nuevo comienzo.


Este hombre de mediana edad, que podría pasar por un triunfador dentro de una sociedad competitiva, seductora y engañosa, se aferra a una falsedad más para recuperar la sustancia que durante el camino a la cima se quedó rezagada y, en ocasiones, condenada al olvido. Aunque para Arthur sería la promesa de recuperar parte de sí mismo, en ese espacio, donde le venden un atractivo comienzo, su incomunicación matrimonial, su alejamiento de su hija o su inminente y no deseado triunfo social (ascenso a la presidencia del banco para el que trabaja, cuando en realidad habría preferido dedicarse a la pintura o al tenis), son aspectos que nadie puede borrar de su memoria. Pero en ese instante se encuentra sin argumentos para aferrarse a una vida incompleta y conocida, en contraposición de la incierta que le ofrecen, de tal manera que acepta morir como Arthur Hamilton y renacer como otro hombre distinto. Puede que en ese momento de tomar la decisión, no se dé cuenta de que su renacer es improbable, por no decir imposible, ya que por mucho que una enigmática compañía cambie su aspecto físico y su identidad, nunca podrá cambiar aquello que lleva consigo: sus frustraciones, sus anhelos o sus miedos.


 Cuando Arthur Hamilton se convierte en Antiochus Wilson no queda nada de su anterior aspecto, aunque sí conserva la sensación de vacío que le imposibilita adaptarse a su nueva existencia, igual de asfixiante que la antigua, porque continúa siendo él mismo, con sus carencias, dudas y pesares. Dicha no transformación se desarrolla dentro de una atmósfera nerviosa, enrarecida, que sirve para ofrecer ese aspecto de pesadilla agobiante que simboliza la insatisfacción en la que se encuentra atrapado, sin saber cómo ha llegado a ese instante en el que descubre que el tiempo ha transcurrido sin haberlo vivido, al menos no como a él le hubiera deseado.




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