miércoles, 15 de febrero de 2012

La dolce vita (1960)



La dolce vita
 (1960) es algo más que la mítica escena en la que Sylvia (Anita Ekberg) se baña en la Fontana de Trevi mientras Marcello Rubini (Marcello Mastroianni) la observa con evidente deseo, también es algo más que la constante presencia de un personaje como Paparazzo (Walter Santesso), cuyo nombre serviría para designar a todos aquellos que, como él, se dedicarían a la caza furtiva de esa instantánea que comprometiese a los famosos. La dolce vita es una invención, una metáfora, un paseo por calles y lugares que son en Fellini, en las que introduce a sus personajes y desde las cuales realiza un recorrido simbólico y nada favorecedor por la sociedad romana de aquellos años, en la que habitaban individuos como los anteriormente nombrados y otros a los que Federico Fellini irá mostrando. Marcello Rubini es un cronista de sociedad, con aspiraciones a convertirse en escritor, sin embargo deja que sus días (y sus noches) se pierdan entre el desenfreno y las fiestas de un mundo aparentemente glamuroso, pero que se descubre vacío. La desidia, unida a su falta de intenciones, le lleva a la búsqueda de una constante diversión, en la que siempre bebe o pretende una relación rápida que no le comprometa, para él (y para el resto) lo importante es encontrar una escusa que le permita continuar negando su evidente patetismo y desencanto. Fellini utiliza al personaje de Marcello Rubini como guía para recorrer esa nocturnidad romana en la que el periodista parece encontrarse como pez en el agua, aunque no tarda en mostrar la decadencia, las frustraciones y el pesimismo que dominan en su entorno. Emma (Yvonne Furneaux), amante desesperada, intenta suicidarse para recuperar la atención de un periodista que continúa flirteando con cualquier mujer que se le ponga a tiro, ya sea Maddalena (Anouk Aimee) o Sylvia, la exuberante estrella internacional que ha llegado a Roma para rodar una superproducción. Marcello no se compromete con nadie, ni siquiera consigo mismo, mientras, continúa saboreando esa dolce vita en la que desperdicia su supuesto talento como escritor, exagerando las noticias para revistas sensacionalistas o periódicos de segunda, porque, como él dice, el público demanda que así sea, cuestión que se confirma con la falsa aparición de la Virgen. Cuando Marcello se encuentra con Enrico Steiner (Alain Cuny), un intelectual de aparente vida apacible, casado y con dos hijos, siente que le gustaría disfrutar de la paz que descubre en el filósofo; pero no hace nada por cambiar. Marcello continúa su deambular por una selva repleta personajes que sólo buscan la diversión que pueda apartarles de su vacío, incluso su padre, quien le espera en un restaurante en Via Veneto, no tarda en mostrarse tan juerguista (desencantado) como él, consciente de que cuando regrese a casa volverá a caer en una desidia que le envejece. Algunas escenas de La dolce vita han perdido parte de la fuerza que tuvieron en su momento, pero en general continúa siendo un estupendo estudio de las flaquezas de unos individuos, y de la sociedad en la que viven, que intentan maquillar sus frustraciones, pero sin lograrlo; circunstancia que se confirma en Steiner, quien, en apariencia, tiene todo lo que se puede desear, pero resulta que era la fachada de una mente desequilibrada, pues mata a sus dos hijos y luego se suicida. Esa atrocidad tendría que despertar a Marcello y obligarle a reflexionar, pero, finalmente, no se replantea su situación y cede ante la cotidianidad que conoce, desoyendo los gritos y aspavientos de la joven (símbolo de la inocencia y de un nuevo comienzo) que le indica que acuda a su lado, pero Marcello mira a la cámara y parece decir: lo siento, pero ¿para qué voy a cambiar, si no se hacer más que esto?

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